domingo, 7 de julio de 2019

LA VIDA DEL FUNDADOR DEL BUDISMO


La historia de la vida del Fundador del Budismo es una de las más bellas que jamás se han referido; pero ahora sólo puedo dar un muy ligero bosquejo de ella. Los que deseen leerla tal como merece y debe ser referida, esto es, en brillantes y melodiosos versos, deben leer “La Luz de Asia”, por Sir Edwin Arnold. Verdaderamente, no existe exposición alguna tan hermosa de los principios de esta gran religión como la que Sir Edwin Arnold ha dado en los incomparables versos de su bello poema, y si tengo la fortuna de introducir en este gran libro alguno que todavía no sea conocido, seguramente el lector me lo agradecerá.

Resumiendo, pues, el gran Fundador del Budismo fue el Príncipe Siddartha Gautama de Kapilavastu, ciudad situada a unas cien millas del nordeste de Benarés en la India, a cuarenta millas de los picos inferiores de las montañas de los Himalayas. Era hijo de Suddhodana, el rey de los Sakyas, siendo su esposa la Reina Maya. Nació en el año 623 A. de C., y su nacimiento está rodeado de encantadoras leyendas, del mismo modo que lo están los nacimientos de todos los demás grandes instructores. Se cuenta que tuvieron lugar grandes prodigios, como, por ejemplo, que apareció una magnífica estrella, del mismo modo que más tarde se dijo con respecto al nacimiento de Cristo. Su padre, el rey, como era natural en un monarca hindú, había mandado hacer el horóscopo del niño inmediatamente después de su nacimiento, resultando de la predicción del mismo, que su destino debía ser de un alcance muy notable y trascendental. 

Fue predicho que tenía ante sí una gran elección que hacer, y que podía sobrepujar a todos los hombres de su época, siguiendo una de las dos líneas que tenía a su elección. O podía convertirse en un rey de un poder temporal mucho más extenso que el de su padre, un Señor de señores o Emperador de toda la Península Inda, tal como sólo de vez en cuando ha sucedido en la historia, o podía abandonar por completo todos los privilegios anexos a su real estirpe y convertirse en un asceta errante consagrado a perpetua pobreza y castidad. Pero, que si elegía este último destino, sería además el más grande instructor religioso que el mundo había conocido jamás, y que los millares de hombres que le seguirían en su camino, serían machismo más numerosos que los súbditos de cualquier reino de la tierra.

No debe causarnos sorpresa alguna que el rey Suddhodana se impusiese algo ante la idea de que su hijo primogénito pudiera llevar esta vida de mendigo, y que desease que su real descendencia se perpetuara y engrandeciera. Así, pues, se esforzó desde un principio en dirigir la elección del Príncipe hacia las líneas temporales con predilección a las espirituales; y puesto que conocía que la aceptación de la vida espiritual sería muy probablemente determinada por la vista de las penas y sufrimientos humanos, así como por el deseo de remediarlos, decidió (así lo cuenta la historia) apartar de la vista del Príncipe todo lo que pudiese sugerir estos tristes pensamientos. Se dice que decidió que el Príncipe no debía conocer nada de cuanto se refiere a la decrepitud y a la muerte, y que ordenó que se le colocara en medio de las diversiones y placeres temporales, así como que se le enseñase a dedicarse a fomentar la gloria y el poder de la real casa. 

El Príncipe habitaba un soberbio palacio rodeado por millas de magníficos jardines en el cual estaba realmente prisionero, aun cuando lo ignoraba. Estaba rodeado de cuanto podía contribuir a sus placeres bajo todos los aspectos: sólo se permitía que se le acercase lo joven y lo bello; cuantos estaban enfermos o sufrían de algún modo eran cuidadosamente apartados de su vista. Así pasó, al parecer, sus primeros años, confinado en este extraño, y, sin embargo, delicioso mundo. El muchacho creció hasta que llegó a la edad viril, y entonces fue desposado por Yasodhara, la hija del Rey Suprabuddha. Se creyó, al parecer, que este nuevo estado absorbería por completo la atención y la vida del Príncipe, y, sin embargo, está escrito que durante todo este tiempo surgían a intervalos en su mente recuerdos de otras vidas, y un confuso presentimiento de un gran deber no cumplido turbaba su reposo. Sin embargo, cuando fue llegado el momento, se casó y tuvo un hijo, Rahula. Pronto después de este suceso principió a aumentar su pena y disgusto, y parece ser que insistió en pasar al mundo exterior a fin de ver algo de la vida de los demás. 

Escrito está que de este modo se puso en contacto por vez primera con la decrepitud, con la enfermedad y con la muerte, y profundamente afectado a la vista de tales miserias tan comunes entre nosotros, aunque completamente nuevas y desconocidas para él, sintió una gran tristeza al contemplar el triste destino de sus semejantes. Viendo, además, cierto día a un santo ermitaño, se impresionó vivamente a la vista de su sereno y majestuoso aspecto, y comprendió que en este mundo había a lo menos uno que estaba por encima de los por otra parte generales males de la vida. Desde este momento su resolución de vivir la vida espiritual se hizo más y más firme, hasta que al fin llegó el instante en que, a la edad de veintinueve años, abandonó definitivamente su rango de príncipe, dejando todas sus riquezas en manos de su esposa e hijo, y se retiró a la selva para dedicarse a la vida ascética.

Como es muy natural, Gautama pertenecía, como su padre y todos los demás habitantes de la India, a la gran religión Hindú, y por lo tanto, se dirigió a los principales ascetas Brahmanes con el objeto de adquirir las instrucciones y los consejos que necesitaba en su nueva vida. Pasó un período de seis años entre estos instructores, con el objeto de aprender de ellos la verdadera solución del problema de la vida, y a fin de hallar un remedio a las miserias del mundo, sin poder encontrar cumplidamente lo que buscaba. La enseñanza de estos instructores parece haber sido siempre que sólo por medio del más rígido ascetismo, e imponiéndose las más duras privaciones, puede uno esperar escapar a las penas y sufrimientos que son la herencia de todos los hombres, y por lo tanto, Gautama ensayaba uno tras otros todos los sistemas hasta en sus más minuciosos detalles, aunque siempre con un ardiente deseo no satisfecho de encontrar algo más real y positivo. 

El riguroso y persistente ascetismo a que se entregó, quebrantó al fin su salud, y se cuenta que un día estuvo a punto de morir extenuado de hambre. Después que se hubo restablecido, comprendió que, si bien para hallar lo que buscaba podía el ascetismo ser un método bueno para ser practicado “fuera” del mundo, no era, sin embargo, este método el más apropiado para llevar la luz “al” mundo, y en consecuencia pensó que para ayudar a sus semejantes, debía cuando menos vivir el tiempo necesario para encontrar la verdad que les podía hacer libres. Parece ser que desde los primeros momentos observó la más altruista conducta. Aunque poseía todo cuanto podía hacer la vida feliz y apetecible, sin embargo, las mudas penalidades y miserias de tantos millones de infelices repercutían sobre él de una manera tan vívida, que mientras vivió, jamás le fue posible conocer la felicidad. No era para sí, sino para los demás, que deseaba hallar un medio para escapar a las miserias de la vida física. No era para sí, sino para los demás, que sentía la necesidad de una vida elevada que pudiese ser vivida por todos.

Viendo, pues, que todas las prácticas ascéticas eran ineficaces, las abandonó, dedicándose desde aquél momento a educar su mente en el ejercicio de la más elevada meditación. Colocóse inmediatamente debajo del árbol Bodhi, resuelto a obtener por el poder de su propio espíritu el conocimiento que buscaba. Sentado allí en profunda meditación, examina todas estas cosas, estudia profundamente en el corazón y causa de la vida, y se esfuerza en llevar su conciencia hasta un elevado nivel. Al fin, por medio de un poderoso esfuerzo, obtuvo lo que deseaba, y entonces vio desarrollarse ante sí el maravilloso esquema de la evolución, y el verdadero destino del hombre. Así se convirtió en Buda, el iluminado, disponiéndose entonces a compartir con sus semejantes el maravilloso conocimiento que había obtenido. Salió a predicar sus nuevas doctrinas, principiando con un sermón que todavía se conserva en los libros sagrados de sus discípulos. 

En la lengua de sus discípulos, el pâli (que para ellos es todavía la lengua sagrada, como lo es el latín para la Iglesia Católica), este primer sermón es conocido con el nombre de Dhammachakkappvattana Sutta, el cual ha sido traducido como significando “Poner en movimiento las ruedas del carro real del Reino de la Justicia”. En algunos libros de nuestros modernos orientalistas podéis hallar una traducción literal del mismo; pero si deseáis comprender el verdadero espíritu de lo que Buda dijo, entonces haréis bien en dirigiros al Libro Octavo del maravilloso poema de Sir Edwin Arnold. Si este poeta nos da el significado literal de cada palabra, tan exactamente como los demás eruditos orientales, es cosa que no puedo precisarlo; pero sí puedo decir, que da como ningún otro ha dado hasta ahora en inglés, el espíritu que compenetra esta gran doctrina oriental. He vivido en medio de este pueblo; he asistido a sus festividades religiosas y conozco los sentimientos de su corazón; y al leer “La Luz de Asia”, se presenta toda la escena ante mí, tan vívidamente como la he visto muchas veces, al paso que la ruda y pedantesca exactitud de los orientalistas, no presenta ningún eco de la mística música de Oriente.

Para decirlo en breves palabras, el Buda presentaba ante sus oyentes lo que él llamaba “El Sendero Medio”. Declaraba que los extremos, en cualquier sentido que fuesen, eran igualmente contraproducentes; decía, por una parte, que la vida del hombre del mundo, absorto por completo en sus negocios y persiguiendo sueños de gloria y poder, era de resultados perjudiciales y funestos, puesto que de este modo descuidaba por completo todo aquello que era realmente digno de estima y consideración. Pero por otra parte enseñaba también que el riguroso ascetismo que dice al hombre que debe renunciar por completo al mundo y que le aconseja que se dedique exclusiva y egoístamente a buscar los medios de separarse y escapar del mismo, era igualmente perjudicial y nocivo. Sostenía que el “sendero medio” de la verdad, y del deber, era el mejor y más seguro, y que si bien la vida consagrada exclusivamente a la espiritualidad, podía ser vivida por aquellos que estaban suficientemente preparados para ella, había, sin embargo, también una perfecta y verdadera vida espiritual posible para el hombre que todavía tenía su sitio y desempeñaba su misión en el mundo. Basaba su doctrina de una manera absoluta, sobre la razón y el sentido común. 

No pedía a nadie que creyese ciegamente, sino que, por el contrario, decía a todos que abriesen los ojos y mirasen en torno de sí. Declaraba que, a pesar de todas las miserias y sufrimientos del mundo, el gran esquema del cual el hombre forma parte, es un esquema de justicia eterna, y que la ley bajo la cual vivimos es una ley misericordiosa que sólo necesita que la comprendamos y que adaptemos nuestra conducta a la misma. Declaraba que el hombre mismo es la causa de sus sufrimientos, debido a que se deja dominar por el deseo, yendo constantemente tras aquello que es objeto de sus ansias, y que la felicidad y la satisfacción se pueden obtener más fácilmente limitando y restringiendo los deseos, que por medio del aumento de los honores y riquezas. Enseñó este “sendero medio”, por toda la India, con el más sorprendente éxito, durante un período de cuarenta y cinco años, y al fin murió, a los ochenta de su edad, en la ciudad de Kusinagara, el año 543 A. de C.

Las fechas que he dado más arriba son las de los anales orientales, y aunque los orientalistas europeos se negaban al principio a aceptarlas, tratando de probar que Buda vivió en una época mucho más cercana a la Era Cristiana, ulteriores investigaciones les han forzado a colocar esta época en una fecha más lejana, por cuyo motivo aceptan ahora que los anales originales son dignos de confianza. La historia y los edictos del gran Emperador budista Asoka han prestado un gran servicio para aclarar esta cuestión de cronología; y el Mahawanso de Ceilán nos da una cuidadosa y detallada relación que cuanto más se la investiga, tanto más verídica y digna de confianza demuestra ser. Actualmente, pues, las fechas relacionadas con la época en que vivió Buda son aceptadas sin oposición alguna. Por lo que se refiere a los detalles que acerca de la vida de Buda se nos dan, difícil es el decir hasta qué punto podemos confiar en su exactitud. 

Probablemente, la veneración y cariño de sus discípulos envuelve su memoria con una especie de velo o aureola legendaria, como ha sucedido con todos los demás grandes instructores religiosos. Sin embargo, nadie puede dudar de que poseemos una muy bella historia, que contiene la vida de un hombre muy santo, de una gran pureza de vida, y dotado de una maravillosa claridad de visión espiritual. Como dice Barthelemy St. Hilaire: “Su vida es absolutamente sin mancha. Su constante heroísmo iguala a su convicción; él es el modelo perfecto de todas las virtudes que predica; su abnegación, su caridad, su constante dulzura, jamás le abandonan ni por un solo instante... El prepara en el silencio su doctrina durante seis años de trabajo y meditación; él la propaga con el solo poder de la palabra y la persuasión durante más de medio siglo, y cuando muere en brazos de sus discípulos, es con la certidumbre del sabio que ha practicado las más nobles virtudes durante toda su vida, y que está seguro de haber encontrado la verdad”.

C. W. Leadbeater



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