miércoles, 30 de enero de 2019

Devachán



Devachán es el nombre que se da al Cielo en el tecnicismo teosófico. Traducido literalmente significa: morada luminosa o morada de los Dioses (I) (Devasthan, el lugar de los Dioses, es el término sánscrito equivalente. Es el Svarga de los indos, el Sukhâvati de los buddhistas, el cielo de los zoroastrinos y cristianos, así como el de los musulmanes menos materialistas.) Es una región sumamente protegida del plano mental, de la que están excluidas por completo la tristeza y el mal por las Altas Inteligencias Espirituales que presiden la evolución humana, y en la que residen, tras el cumplimiento de su estancia en Kamaloka, los seres humanos despojados de sus cuerpos físicos y astral. La existencia devachánica comprende dos períodos.

El primero transcurre en las cuatro subdivisiones inferiores del plano mental, dónde el Pensador conserva su cuerpo mental y permanece condicionado por él, en tanto que dura la asimilación de los materiales reunidos con la ayuda de ese cuerpo durante la vida terrestre que acaba de pasar. 
El segundo se desarrolla en el mundo “sin forma”, donde el pensador, desembarazado de su cuerpo mental, goza sin trabas de la vida que le es propia, en la plena conciencia y conocimiento a que ha llegado. La duración total de la estancia en el Devachán depende de la calidad de materiales propios para la existencia devachánica, acopiados por el alma durante su vida terrestre.

La recolección de los frutos destinados a consumirse y a asimilarse en el Devachán comprende todos los pensamientos y todas las emociones puras engendradas durante la vida terrena, todos los esfuerzos intelectuales y morales y todas las aspiraciones del mismo orden, todos los recuerdos del trabajo útil efectuado y los proyectos ideados para el servicio de la humanidad; en una palabra, todo lo que es susceptible de convertirse en facultades mentales y morales a fin de ayudar a la evolución del alma. Ni uno sólo de esos esfuerzos se pierde, por débil y efímero que haya sido. 

Pero las pasiones egoístas y brutales no tienen allí cabida, porque no encuentran materiales adecuados para su expresión. Además, todo el mal de la existencia pasada, aunque hubiese preponderado sobre el bien, no puede impedir la recolección del bien que se ha sembrado, por poco que haya sido éste; la escasez de cosecha puede abreviar la vida celeste, pero el hombre más depravado, si tuvo una leve aspiración al bien, si experimentó el más mínimo movimiento de ternura, tendrá en el Devachán un período de existencia donde el germen del bien anhelado y la chispa del bien efectuado se desenvuelva en una tenue llama.

En otras épocas, cuando los hombres sentían el deseo del cielo y regulaban su vida con objeto de saborear sus delicias, la estancia devachánica era muy larga y duraba veces millares de años. 
En la época presente, el espíritu humano se apega tanto y tan persistentemente a las cosas terrenas y tiene tan pocos pensamientos elevados, que el período devachánico ha quedado reducido a muy corto período. De un modo análogo, la estancia en las regiones superior e inferior (I) (Estancia designadas por las palabras: Devachán Rupa, o Arupa, según se trate de las regiones Rupa o Arupa del plano mental.) del plano mental es respectivamente proporcional a la suma de pensamientos realizados en los cuerpos causal y mental.

Todos los pensamientos pertenecientes al yo personal, a la vida que acaba de extinguirse, con sus ambiciones, intereses, afectos, esperanzas t temores; todos estos pensamientos se desarrollan en la esfera devachánica, donde las formas subsisten todavía; mientras que los pensamientos que pertenecen al mental superior, a las regiones de la inteligencia abstracta e impersonal, se desenvuelven y asimilan en la región devachánica “sin forma” La mayoría de los hombres no hacen más que entrar en esta región sublime, para salir de ella inmediatamente. 
Algunos pasan allí gran parte de su existencia celeste, y otros permanecen casi la totalidad de esta existencia. Antes de entrar en pormenores fijaremos algunas de las ideas fundamentales que regulan la existencia devachánica, aunque ésta difiere hasta tal punto de la vida física, que toda descripción corre el riesgo de extraviarse por su misma rareza.

Las gentes vulgares se fijan tan poco en su vida mental, aún en la vivida en su cuerpo físico, que ante la descripción de la vida mental fuera de él, pierden toda noción de realidad y les parece estar en el mundo de los sueños. En primer término, conviene fijar la idea de que la vida mental es infinitamente más intensa, activa y más cercana a la realidad que la vida de los sentidos. Lo que tocamos, oímos y gustamos, todo lo que hacemos aquí abajo, es mucho menos real que las cosas que percibimos en el Devachán; pero aun en este estado no vemos las cosas tales como son, pues cúbrenlas todavía dos velos. Nuestro sentimiento de la realidad en este mundo es totalmente ilusorio; no conocemos los objetos ni los seres tales como son sin tan sólo las impresiones producidas por ellas en nuestros sentidos, y las conclusiones erróneas con frecuencia, que nuestra razón deduce del conjunto de esas impresiones. Pónganse frente a frente las ideas que de un mismo hombre tienen su padre, su amigo íntimo, la mujer amada, su rival en los negocios, su mayor enemigo y un conocido casual, y se verá cuánto difieren esas imágenes.

Cada cual puede suministrar únicamente la imagen o impresión producida sobre su propio espíritu, y ¡cuánto difieren esas impresiones del hombre real, visto en su integridad por los ojos que penetran en todos los velos! De nuestros amigos conocemos la impresión que producen sobre nosotros y esa impresión está estrictamente limitada por nuestra facultad de percibir. Un niño puede tener por padre a un gran hombre de estado, lleno de proyectos sublimes; pero ese guía de los destinos de una nación, sólo es para él su más divertido compañero de juego y el más seductor narrador de consejas. 
Vivimos en la ilusión, pero tenemos el sentimiento de la realidad y esto basta para contentarnos. 
En el Devachán estaremos todavía rodeados de ilusiones, pero próximas, en dos grados, a la realidad, como acabamos de decir; y allí también tendremos un sentimiento de realidad que nos satisfará completamente. Las ilusiones terrestres no quedan desvanecidas, por lo tanto, en el cielo inferior, sino disminuidas; y el contacto de los seres en esta región es más real y más inmediato.

No hay que olvidar, en efecto, en efecto, que este cielo forma parte de un basto sistema de evolución, y que en tanto que el hombre no encuentra su Yo real, su propia irrealidad le sujeta a las ilusiones. 
Un hecho contribuye, sin embargo, a darnos el sentimiento de realidad en la vida presente y el de irrealidad cuando estudiamos el Devachán, y es: que consideramos la vida terrestre en sí misma, sometidos como estamos a toda la fuerza de sus ilusiones, mientras que contemplamos el Devachán desde el exterior, libres por el momento de maya. En el Devachán se invierten las condiciones, y los que se encuentran en él sienten que únicamente su vida es real y que la vida terrestre es un tejido de ilusiones y engaños. En una palabra, están menos apartados de la verdad que quienes desde la tierra denigran su morada celeste. Hemos de notar que el Pensador, revestido exclusivamente de su cuerpo mental, cuyos poderes puede utilizar libremente, manifiesta la naturaleza creadora de esos poderes en una medida imposible de concebir en el plano físico.

El pintor, el escultor, el músico, tienen en la tierra sueños de exquisita belleza, y crean sus visiones por la fuerza del pensamiento; pero cuando tratan de encarnar su sueño en los materiales groseros de la tierra, la obra queda muy por debajo de la creación mental imaginada. El mármol es demasiado rígido para expresar la forma perfecta, y el color muy pálido para reflejar la perfecta luz. Pero en el cielo, todo lo que el artista piensa se plasma directamente en forma, porque la materia delicada 
Y sutil del mundo celeste es la misma sustancia mental, por el medio en que trabaja normalmente la inteligencia limpia de toda pasión. Y esa materia toma forma a la menor vibración del pensamiento. Se sigue dé ahí que, en realidad, cada hombre crea su propio cielo, y que puede acrecentar indefinidamente la belleza de lo que le rodea, según la fuerza y riqueza de su inteligencia; y así, a medida que el alma desarrolla sus facultades, su cielo se hace más delicado y más exquisito.

Ella misma crea todas sus limitaciones, y a medida que gana en profundidad y expansión, su cielo se agranda y es más profundo. Si el alma es débil y egoísta, pobre y mal desarrollada, la vida celeste participa de ese carácter mezquino, aunque representa siempre lo que de mejor hay en el alma, por mediano que sea. Pero a medida que el hombre evoluciona, su vida en el Devachán es más completa, más rica, más real. Las almas elevadas entran en relación más íntima y su comunicación es sin cesar más libre y profunda. Por el contrario, una vida terrestre mezquina, vana e inútil, tiene por consecuencia en el Devachán, una existencia relativamente mezquina e incolora, subsistiendo sólo en ella los elementos morales y mentales. No podemos tener más que lo que somos, y nuestra cosecha es proporcional a nuestra siembra. No os engañéis: nadie se burla de Dios; porque lo que el hombre haya sembrado, eso, ni, más ni menos cosechará. Nuestra indolencia y nuestra avidez quisieran cosechar donde no sembramos; pero en el universo, en el mundo de la ley, La Buena Ley, misericordiosamente justa, da a cada uno el exacto salario de su trabajo.

En el Devachán estaremos dominados por las impresiones o imágenes mentales que nos formemos de nuestros amigos. En torno de cada alma se presentan aquellos a quienes amó sobre la tierra, porque la imagen de un ser amado, conservada intacta en el fondo del corazón, viene a ser en el cielo un compañero real y vivo para el alma. No cambian allí los que hemos amado; serán para nosotros ni más ni menos lo que fueron aquí abajo. Por la fuerza creadora de nuestro pensamiento en el Devachán modelamos en sustancia mental, la apariencia externa de nuestros amigos tal como afectó a nuestros sentidos en la tierra. Lo que sólo era para nosotros en el mundo físico una imagen mental subjetiva, viene a ser en el cielo una forma objetiva en sustancia mental viva, que reside en nuestra propia atmósfera mental; y lo que era vago aquí abajo, toma intenso y vivo aspecto. ¿Y que decir de la verdadera comunión de alma con alma? Es más íntima, más próxima, más amante que todo lo que conocemos en la tierra; porque, como hemos visto, en el plano mental no hay barreras entre las almas. La realidad de la comunión de las almas es allí proporcional a la realidad de la vida de las almas. La imagen mental de nuestro amigo es nuestra creación propia; su forma es tal como la que conocimos y amamos, y su obra se manifiesta a la nuestra a través de esa forma según el grado de simpatía que exista entre sus vibraciones respectivas.

Ahora bien: ningún contacto es posible con los que hemos conocido en la tierra, si nuestras relaciones sólo fueron las del cuerpo físico o del cuerpo astral, o si no hay acuerdo en la vida interior entre ellos y nosotros. Por esto, en el Devachán no puede penetrar ningún enemigo, pues únicamente el acuerdo simpático de los espíritus y de los corazones unen allí a los hombres. La separación del corazón y de la inteligencia implica separación en la vida celeste, pues nada inferior al corazón y a la inteligencia puede encontrar expresión en ella. Con aquellos que nos adelantan en su evolución, nos ponemos en contacto en cuanto podemos comprenderlos. Las inmensas regiones de su ser se extienden fuera de nuestro alcance; pero todo lo que podemos alcanzar, está en nosotros. Además, esos hermanos mayores pueden ayudarnos y nos ayudan efectivamente en nuestra vida celeste, bajo condiciones que vamos a considerar. Nos ayudan a ascender, nos elevan hasta ellos y nos colocan en situación de recibirlos. No hay, pues, en el cielo separación de tiempo ni de espacio; pero hay separación por falta de acuerdo entre espíritus y corazones. Vivimos, pues, en el cielo con todos los que amamos y admiramos; y el grado de nuestra comunión con ellos lo determinan los límites de nuestra capacidad, o de la suya si estamos más avanzados los volvemos a encontrar bajo las formas en que los amamos sobre la tierra y con el recuerdo perfeccionado de nuestras relaciones terrestres; porque el cielo es eflorescencia de cuanto no pudo florecer en la tierra, y los amores frustrados y tibios de esta vida se desarrollan allí con vigoroso poder.

Como la comunión es directa, no pueden equivocarse ni de palabra ni de pensamiento que crea su amigo, o por lo menos todo lo que le es asequible de ese pensamiento. El Devachán, el mundo celeste, es una mansión de felicidad y de dicha inefable, pero es también algo más que un reposo para el peregrino fatigado, pues allí se produce la elaboración y asimilación de cuanto tiene valor real en las experiencias adquiridas por el Pensador durante su pasada vida. Todas estas experiencias se meditan dilatadamente y se transforman de manera gradual en facultades morales y mentales, en poderes adquiridos, con los que el hombre volverá a la tierra en su próxima reencarnación. 
No asimilado a su cuerpo mental el recuerdo, subsistirá sólo para el Pensador que atravesando ese pasado sobrevivirá inmortal. Ahora bien: las experiencias pasadas se trasmutan en aptitudes mentales, de suerte que si un hombre ha estudiado con profundidad un problema, el efecto de su trabajo será la creación de una facultad especial que le permita profundizar sin esfuerzo semejante cuestión cuando se le ofrezca coyuntura en una encarnación venidera. Nacerá así con aptitudes especiales para tal género será estudioso y estará seguro de triunfar fácilmente. Todo lo que ha pensado el hombre sobre la tierra se utiliza así en el Devachán: cada aspiración se transforma en poder, todos los esfuerzos estériles se convierten en facultades y en aptitudes.

Las luchas y las derrotas son materiales para forjar los instrumentos de victoria; y los sufrimientos y los errores son como brillantes y preciosos metales que se transformarán en voluntades sabias y justas. Los proyectos de beneficencia que en la tierra fracasaron por falta de poder y de habilidad se elaboran por el pensamiento en el Devachán, ejecutándose, por decirlo así, detalle por detalle, desarrollándose bajo formas de facultades de la inteligencia, con poderes y habilidades necesarias. Semejantes facultades se utilizarán en una vida futura sobre la tierra, cuando el estudiante aplicado renazca como genio y el devoto como santo. La vida celeste, no es, pues, un simple sueño, ni un paraíso oriental de molicie y abandono, sino un estado donde la inteligencia y el corazón se desenvuelven libres de las materias groseras y de los cuidados triviales de la tierra, el estado en que forjamos las armas para asegurar nuestro progreso futuro tras los rudos combates terrenales. Cuando el Pensador ha consumido, en su cuerpo mental, todos los frutos de su vida terrestre debidos a la actividad de ese cuerpo, lo abandona para vivir sin trabas en su propia residencia. Todas las facultades mentales que encontraban expresión en los niveles inferiores del plano mental se retraen al interior del cuerpo causal, de la misma manera que los gérmenes de la vida pasional se absorbieron en el cuerpo mental cuando este abandonó él cascaron astral a su disolución en el Kamaloka. Todas esas energías mentales y pasionales se eclipsan un instante en el cuerpo causal, como fuerzas latentes faltas de materias en que manifestarse.

 (I) ( El estudiante encontrará aquí una sugestión fecunda sobre el problema de la continuidad de la conciencia tras el cumplimiento del ciclo del universo. Ponga a Ishvara (el Logos) en lugar del Pensador, y reemplace las facultades, fruto de la experiencia, por las almas humanas, frutos de un universo, y entonces entreverá que es la condición indispensable para la continuidad del estado consciente durante el intervalo que separa dos universos) El cuerpo mental, la última vestidura temporal del verdadero hombre, se disgrega entonces; y sus materiales reingresan en el Océano común de materia, de donde fueron sacados en el último descenso del Pensador. Así el cuerpo causal sólo subsiste como receptáculo y tesoro de cuanto ha sido asimilado en la vida pasada.
El Pensador, cumplido uno de los ciclos de su gran peregrinación, reposa por un momento en su región natal. En este instante, su estado consciente depende por completo del grado de evolución conseguido. En las primeras fases de su vida, el Pensador no puede sino dormir inconscientemente, al dejar los cuerpos que le servían de vehículos en los planos inferiores. Su vida palpita dulcemente en él, asimilando algunos resultados, casi insignificantes, de su existencia terrestre, que pueden entrar en sus substancias, pero no tiene conciencia de lo que le rodea.

 Ahora bien: a medida que progresa, este período de su vida adquiere más importancia y ocupa una parte más considerable de su existencia celeste. Adquiere conciencia de sí, y por consiguiente de lo que le rodea, del no—yo; y la memoria le presenta todo el panorama de su vida a través de las edades pasadas. Ve las causas que en la última existencia terrestre produjeron sus efectos, y estudia las nuevas causas que ha engendrado en esta última encarnación; absorbe y asimila en la textura de su cuerpo causal todo cuanto hay de más noble y sublime en el capítulo de la existencia que acaba de pasar; y por su actividad interior desarrolla y coordina los materiales que lo componen. Se pone también en contacto directo con las grandes almas, estén encarnadas o no en aquel instante, y de su comunicación con ellas recibe enseñanzas de más firme sabiduría y más grande experiencia. Cada vida celeste es sucesivamente más rica y profunda. A medida que la potencia receptiva del Pensador se desarrolla, el saber entra en él en poderosas oleadas y más y más aprende a comprender las operaciones de la Ley y las condiciones del progreso evolutivo. Torna así cada a la vida terrestre con mayor sabiduría, con poder más efectivo, con visión más clara del fin de la vida y con discernimiento más claro del sendero que a él conduce Por poco evolucionado que esté el Pensador, llega para él un momento de visión clara en el instante de su vuelta a la vida de los mundos inferiores. En un momento ve su pasado con las causas que contiene, preñadas de lo porvenir, y ante sus ojos desfila el plan general de su próxima encarnación. Poco después las nubes de la materia inferior surgen en torno de él y su visión se pierde en las tinieblas.

Comienza el ciclo de una nueva encarnación; se despiertan los poderes del mental inferior y sus vibraciones reúnen los materiales de la región correspondiente para la formación del cuerpo mental, primer paso del nuevo ciclo. Estas indicaciones deben bastar por ahora, pues se tratarán de un modo más especial en los capítulos consagrados a la Reencarnación. Hemos dejado el alma adormecida, despojada de los últimos o jirones o restos de su cuerpo astral, presta a pasar del Kamaloka al Devachán, del purgatorio al cielo.

La conciencia adormecida se despierta a un sentimiento de gozo inefable, de felicidad indecible, de paz que sobrepuja a toda comprensión.. Las melodías más dulces resuenan en torno a ella, los matices más delicados fascinan sus ojos; la atmósfera misma parece un conjunto de música y de color, y todo el ser se inunda de luz y de armonía. Luego, a través de la bruma de oro, aparecen sonriendo con dulzura, las figuras amadas sobre la tierra, idealizadas por la belleza que expresan sus emociones más nobles, más sublimes, sin la menor sombra de los cuidados y de las pasiones de los mundos inferiores. ¿Quién podrá referir la felicidad de ese sueño, la gloria de esa primera aurora de la existencia celeste? Vamos a estudiar ahora detalladamente las condiciones que distinguen las siete sub—divisiones del Devachán. Recordaremos que, en las cuatro subdivisiones inferiores, estamos en el mundo de formas, o mejor dicho, en un mundo donde todo pensamiento toma inmediatamente forma. Este mundo “formal” pertenece a la personalidad, y cada alma se encuentra allí, por consiguiente, rodeada de todos los elementos de su vida pasada que han penetrado en su inteligencia y pueden expresarse en pura sustancia mental.

La primera región, la inferior, es el cielo de las almas menos evolucionadas, cuya más alta emoción sobre la tierra fué un amor acendrado, sincero y a veces desinteresado hacia la familia y los amigos. Puede haber ocurrido también que hayan experimentado admiración amante por una persona más pura y mejor que ellas, o que hayan deseado llevar una vida más elevada, o hayan tenido algún anhelo de expansión mental y moral. Sin embargo, no disponen todavía de los materiales necesarios para modelar las facultades y su vida va así en progresión muy lenta. Sus afectos de familia, alimentados un poco acrecentados, renacerán después de cierto tiempo con una naturaleza emocional y una tendencia más acentuada a reconocer un ideal superior y a obrar conforme al mismo. Entretanto gozan de toda dicha que pueden contener; su vaso es pequeño, pero está colmado de felicidad, y su goce celeste se extiende a todo lo que pueden concebir. La pureza de esta existencia y su armonía obran sobre sus facultades embrionarias, que solicitan dulcemente su atención, y comienzan a sentir los primeros estremecimientos interiores, precursores indispensables de todo nacimiento. El segundo grado de la vida devachánica comprende los fieles de todas las religiones, cuyo corazón durante la vida terrestre se dirigió con amor hacia Dios, cualquiera que haya sido el nombre o la forma de adoración. La forma puede haber sido menguada, pero su corazón se ha elevado por la aspiración, y allí encuentran el objeto de su culto y de su amor.

El Ser Divino les espera, tal como lo concibieran en la tierra, pero revestido de la radiante gloria de las substancias del Devachán, más hermosa y divina de lo que pueden imaginar los sueños más exaltados. Es Ser Divino se limita a sí mismo para ponerse al alcance de su adorador; y cualquiera que sea la forma bajo que haya sido adorado, en ella se ofrece a las ávidas miradas del bienaventurado, cuyo corazón esta henchido por la correspondencia del Amor divino. Las almas se abisman allí en éxtasis religioso, adorando al Único bajo las formas que su piedad prefirió en la tierra, en medio de su devoto entusiasmo en comunión con el Ser adorado. En la morada celeste ningún creyente está desamparado, porque el Ser Divino es siempre visible bajo la forma familiar a cada uno. Al resplandor de esa comunión, las almas crecen en pureza y en devoción, y cuando vuelven a la tierra estas cualidades se encuentran sumamente desarrolladas. No cabe imaginar, sin embargo, que toda su existencia celeste se deslice en éxtasis devoto, pues tienen también muchas ocasiones de edificar y fortalecer las demás cualidades de corazón y de la inteligencia.

En la tercera región encontramos a los eres sinceros y nobles que consagraron sus servicios a la humanidad sobre la tierra y fundieron de un modo generoso su amor a Dios en forma de trabajo para el hombre. Recogen allí el fruto de sus buenas obras y desarrollan al mismo tiempo su disposición para servir y la sabiduría que utilizarán después. Los proyectos de amplia beneficencia se suceden ante el pensamiento del filántropo. Como un arquitecto, traza los planos del futuro edificio que construirá al regresar a la tierra, y madura los designios que ejecutará en su día. Como un Dios creador, concibe de antemano un mundo de bondad, que se manifestará en la grosera materia física cuando llegue oportunidad de tiempo. Estos serán los grandes filántropos de la tierra en los siglos venideros y encarnarán con dones innatos de amor desinteresado y realizadora fuerza. El cuarto cielo es seguramente el que entre todos ofrece más variado carácter, porque en él se despliegan los poderes de las almas más avanzadas, en cuanto pueden expresarse en el mundo de las formas. Se encuentran allí los primates del arte y de las letras, ejerciendo todos sus poderes de forma color y armonía, creando facultades mayores, con las que al renacer volverán a la tierra.

Los más potentes genios musicales de la tierra, que sobre ellas derramaron torrentes de armonía superior a toda descripción, así como el genio de Beethoven ya sin sordera, hacen este cielo más armonioso, arrancando a las esferas más altas inefables melodías que resuenan vibrantes por todos los ámbitos celestes. Encuéntranse también allí los maestros de la pintura y de la escultura, aprendiendo colores nuevos y líneas de no soñada armonía. Hay también otros, fracasados a pesar suyo en sus grandes aspiraciones, que se ocupan en transformar sus deseos en poderes y sus sueños en facultades y serán maestros en otra vida. Igualmente se encuentran allí los verdaderos sabios e indagadores de la naturaleza, aprendiendo los secretos de las cosas. Ante sus ojos se deslizan los sistemas del mundo, mostrando su mecanismo oculto con la trama delicadísima y compleja de las leyes que regulan sus transformaciones. Y éstos volverán a la tierra con intuiciones ciertas de las vías misteriosas de la naturaleza y serán los autores de los grandes “descubrimientos” del porvenir. En este cuarto cielo se encuentran también los estudiantes de una sabiduría más profunda, los celosos y respetuosos neófitos que han buscado a los Instructores de la raza, los que han querido ardientemente encontrar un Maestro y han meditado con paciencia las enseñanzas de cualquiera de los grandes maestros espirituales de la humanidad. Allí realizan sus aspiraciones y reciben la instrucción que creyeron buscar inutilmente; sus almas beben con avidez la sabiduría celestial, y sentados a los pies del Maestro crecen y progresan a grandes pasos. Estos renacen sobre la tierra para instruir e iluminar y volverán al mundo con el sello de función sublime de instructores de la humanidad. Muchos estudiantes que ignoran estas operaciones sutilísimas, se preparan un lugar en el cuarto cielo, mientras en el mundo terrestre meditan con verdadera devoción las páginas de cualquier maestro genial, las enseñanzas de cualquier alma elevada.

Forman así, sin saberlo, un lazo entre ellas y el maestro que aman y veneran; y en el mundo celeste se manifestará este lazo del alma, atrayendo a una mutua comunión a las almas que une entre sí. Semejantes al sol que adentra simultáneamente sus rayos en gran número de habitaciones, estando iluminada cada una según su total capacidad para recibirlo, esas grandes almas del mundo celeste bañan con sus rayos centenares de imágenes mentales de ellas, creadas por sus fieles discípulos. Estas imágenes están llenas de vida y animadas de la esencia misma del ser que representan, de suerte que cada estudiante tiene su maestro por instructor, sin poder monopolizarlo, sin embargo, en perjuicio de los demás. El hombre reside, pues, en los cielos “formales”, durante un período determinado por la abundancia de materiales recogidos sobre la tierra.

 Todo lo bueno que ha podido cosechar en la última vida personal encuentra allí su completo desarrollo, su realización total, hasta en los pormenores Después, según hemos visto, cuando todo está extinguido, apurada ya la última gota del cáliz de la dicha y consumida la última migaja del festín celeste, todo cuanto se ha transformado en facultad, todo lo de valor permanente, queda absorbido en el interior del cuerpo causal, y el Pensador se despoja de los últimos restos del cuerpo mental, por medio del que ha manifestado sus energías en las regiones inferiores del mundo celeste. Despojado del cuerpo mental, continúa en su propio mundo a fin de elaborar cuantos elementos de la cosecha asimilada puedan encontrar en esta región elevada materiales propios para su expresión. El gran número de almas vulgares, no hacen, por decirlo así, más que tocar un instante el nivel inferior del mundo “sin forma”. Allí se refugian momentáneamente, puesto que todos sus vehículos inferiores se han dispersado; pero se hallan en tan embrionario estado que todavía no son capaces de poseer ningún poder activo para funcionar independientemente en esta región. Esas almas quedan inconscientes desde que se disgrega el cuerpo mental. 

Tan sólo por un instante puede reaccionar su conciencia; el recuerdo ilumina su pasado, como un relámpago, y así ven las causas más salientes. Un relámpago de previsión igualmente breve, ilumina su porvenir y ven los efectos que han de realizarse en la próxima existencia. Tal es la única experiencia del mundo “sin forma” concedida a la mayoría, porque allí, como en todas partes, la cosecha es proporcional a la siembra, y si no se sembró nada, ¿cómo esperar cosecha? Ahora bien: muchas almas sembraron durante su vida terrestre, con pensamientos profundos y noble conducta, mucho grano cuya recolección pertenece a esta quinta región celeste; así, es grande ahora su recompensa por haberse emancipado de la servidumbre de la carne y de las pasiones, y comienzan a sentir la vida real del hombre, la existencia sublime del alma misma, despojada de las vestiduras que pertenecen a los mundos inferiores. Aprenden, además, las verdades por visión directa, y ven las causas fundamentales de la que son efecto los objetos concretos. Aprenden, además, las verdades por visión directa, y ven las causas fundamentales de las que son efecto los objetos concretos. Estudian las unidades subyacentes, cuya presencia está disfrazada en los mundos inferiores por la engañadora variedad de pormenores aparentes. Obtienen así un profundo conocimiento de la Ley y aprenden a conocer sus operaciones inmutables bajo los fenómenos al parecer más dispares. He aquí cómo se graban en el cuerpo indestructible las convicciones firmes e inquebrantables que en la vida terrestre se revelarán como certezas profundas e intuitivas del alma por encima y más allá de todo razonamiento. Aquí todavía estudia el hombre su pasado, separando cuidadosamente el complejísimo haz de las causas que ha engendrado. Nota sus mutuas reacciones, las fuerzas resultantes que de ellas proceden, y ve en parte cuáles serán sus efectos en las existencias que le reserva el porvenir. En el sexto cielo encontramos las almas más avanzadas, que durante su vida terrestre sólo experimentaron débil apego a las cosas temporales y cuyas energías estuvieron consagradas por completo a la vida superior, intelectual y moral. 

Para ellas el pasado no tiene velos, su recuerdo es perfecto y sin discontinuidad alguna; se preparan para la próxima vida la actividad de las energías destinadas a neutralizar un gran número de fuerzas contentivas y a reanimar y fortalecer a los que trabajan por el bien.Tan clara memoria les permite adoptar determinaciones precisas y enérgicas sobre lo que ha de hacerse y lo que ha de omitirse; y pueden fijar sus decisiones en los vehículos inferiores, en la existencia que se prepara, imposibilitando algunos males incompatibles con esa naturaleza íntima que el ser siente en sí, haciendo, por lo contrario, inevitables algunas costumbres que responden a las exigencias irresistibles de una voz interior que no tolera contradicción alguna. Tales almas vienen al mundo con las más nobles y elevadas cualidades que hacen imposible una existencia vulgar y señalan al niño desde la cuna como uno de los campeones de la raza. El hombre que llega a este sexto cielo ve desfilar ante sí los inmensos tesoros de la Inteligencia Divina en su actividad creadora, y puede estudiar los arquetipos de todas las formas que están en vías de evolución gradual en los mundos inferiores. Puede bañarse en el insondable océano de la Sabiduría Divina y resolver los problemas que se refieren a la ejecución progresiva de esos arquetipos, comprendiendo, en fin, aquel bien parcial que parece ser un mal a los ojos de los envenenados por la carne. 

En este horizonte agigantado, los fenómenos toman su justo valor relativo, y hombre ve allí la justificación de los “caminos del Señor”, que dejan de ser para él “insondables” en cuanto se refieren a la evolución de nuestros mundos inferiores. Los problemas que se propuso inútilmente en la tierra y cuyas soluciones escaparon siempre de su ávida inteligencia, los resuelve por su intuición que rasga los velos fenoménicos y descubre los ocultos eslabones de la no interrumpida cadena de las causas. Aquí también el alma goza de la presencia inmediata y de la plena comunión de las grandes almas que han cumplido su evolución en nuestra humanidad. Libertada de las trabas que pone “el pasado” terreno, gusta “el eterno presente” de una vida inmortal y continua. Aquellos a quienes en la tierra llamamos “muertos ilustres” son arriba vivientes gloriosos, y el alma, embriagada con su presencia, vibra al contacto de su potente armonía haciéndose cada vez más semejante a ellos. Más sublime, más admirable brilla todavía el séptimo cielo, patria intelectual de los Maestros y de los Iniciados. Alma alguna puede residir en él si no ha franqueado en la tierra la estrecha puerta de la Iniciación, la puerta “que conduce a la vida eterna” 

(I) (El iniciado sale del camino ordinario de la evolución y va hacia la perfección humana por un sendero más corto y escarpado) Este mundo es la fuente de los más poderosos impulsos intelectuales y morales que se extienden sobre la tierra, y de él se derraman, en reparadoras corrientes, y las más sutiles energías. La vida intelectual del mundo tiene su raíz en él, y de él recibe el genio sus más puras inspiraciones. Para las almas que allí tienen su morada, poco importa que estén o no sujetas a los vehículos inferiores. Su conciencia sublime no se interrumpe jamás ni su comunión con los que le rodean. Cuando “encarnan” pueden comunicar esta conciencia a sus vehículos inferiores en proporción mayor o menor, según lo juzguen oportuno. Sus determinaciones están guiadas cada vez más por la voluntad de los grandes Seres, identificados con la del Logos, con la Voluntad que converge sin cesar al mayor bien de los mundos, porque allí, los últimos vestigios de la separatividad 

(2) (Ahamkara, el principio que da nacimiento al Yo, principio necesario a la evolución de la conciencia, pero que debe eliminarse concluida su obra.), están en vísperas de eliminarse en todos los que no han alcanzado la liberación final, es decir, que todavía no son Maestros; y a medida que esos vestigios desaparecen, la voluntad humana se armoniza cada vez más con la voluntad que rige el universo. He aquí un bosquejo de las siete zonas celestes, a una de las cuales pasa el hombre a su hora, tras el “cambio que llamamos muerte”. Porque la muerte es tan solo un cambio que liberta parcialmente al alma librándola de sus más pesadas cadenas. 

Es el nacimiento a una vida más larga, el regreso del alma a su verdadera patria tras breve destierro en la tierra; el paso de la prisión de aquí abajo a la atmósfera libre de arriba. La muerte es la más grande ilusión terrestre. No existe la muerte: sólo cambian las condiciones de vida, porque la vida es continua, sin interrupción ni posibilidad de solución de continuidad. “El espíritu es nonato, eterno, inmemorial, constante”; no perece al morir los cuerpos de que se ha revestido. Creer en la muerte del espíritu cuando el cuerpo cae en el polvo, sería como creer que los cielos se hunden cuando se rompe un ánfora. (comparación empleada en el Bhagavad Purana.)

ANNIE BESANT

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