Varias de las muchas clases de habitantes del plano astral pueden concedernos su
protección, que de este modo procederá alternativamente de los devas, de los espíritus
elementales o de aquellos a quienes llamamos muertos, así como también de los que en
vida actúan conscientemente en el plano astral, sobre todo los Adeptos y sus
adoctrinados. Pero si examinamos la cuestión más detenidamente, veremos que aunque
todos los referidos órdenes puedan tomar, y algunas veces tomen, parte en las tareas
protectoras, es tan inalícuota su participación en ellas, que casi debemos comprenderlos
en una sola clase.
El hecho indudable de que esta obra de protección se realiza desde el plano astral o más
allá de él, entraña en si mismo toda explicación.
Quienquiera que tenga idea, siquier
débil, de lo que son las fuerzas sometidas a la voluntad de un Adepto, comprenderá que
si éste funcionase en el plano astral, le fuera necesario malgastar tanta energía como si
un físico eminente desperdiciara el tiempo en machacar la grava de un camino. La obra
del Adepto tiene su ambiente en elevadas esferas y con más solencia en el nivel arúpico
del plano devachánico o mundo celeste, desde donde, enfocando sus energías, puede
influir en la verdadera individualidad del hombre y no únicamente en la personalidad,
que fuera el solo fin asequible en los planos astral y físico. El vigor que el Adepto
explaya en aquel excelso reino, produce resultados mucho mayores, más trascendentes
y duraderos que los que pudiera alcanzar desplegando décuple fuerza en los planos
inferiores. El trabajo elevado es el único que puede realizar cumplidamente, mientras
que el comenzado fuera de su propia esfera, han de terminarlo aquellos que huellan los
primeros peldaños de la celestial escala por la que algún día ascenderán a las alturas en
donde el Adepto mora.
La misma consideración es aplicable al caso del deva, cuya labor parece que no tenga en
su mayor parte relación alguna con la humanidad, a causa de que pertenecen a un
empíreo de naturaleza mucho más elevada que el nuestro; y aun aquellos de entre sus
varios órdenes, que a veces se compadecen de nuestras miserias y responden a nuestras
impetraciones, antes actúan para ello en el plano mental o devachánico que en los astral
y físico, prefiriendo para ello los períodos entre las encarnaciones, a los de las vidas
terrenas.
Conviene recordar que algunos de estos casos de protección supranormal fueron
observados durante las investigaciones acerca de los niveles del plano devachánico,
emprendidas cuando estaba en preparación el Manual Teosófico concerniente a la
materia.
Entre los casos observados, vale citar el de un corista, a quien un deva le enseñó un
canto celeste de maravillosa melodía; y el de un astrónomo a quien otro deva de distinta
categoría que el del primer caso, ayudó en sus empeñados estudios sobre la forma y
estructura del universo.
Estos dos ejemplos son muestra de los muchos casos en que del vasto empíreo de los
devas fluyeron auxilios para el progreso de la evolución humana y respuestas a las
aspiraciones del hombre después de la muerte.
Por otra parte, medios hay de conseguir que estos elevados seres se acerquen a nosotros
y nos comuniquen infinidad de conocimientos, si bien lograríamos más prontamente
este interloquio alzándonos a su plano, que invocándolos para que desciendan hasta
nosotros.
El deva interviene muy raras veces en los sucesos ordinarios de nuestra vida mortal,
pues está tan plenamente ocupado en las sublimes tareas de su propio plano, que con
dificultad se da cuenta de lo que sucede en el físico; y aunque a veces se llegue a
percatar de alguna aflicción o miseria humana que excite su piedad y le incite a
conceder su auxilio en algún modo, reconoce previsoramente que en el actual periodo
de evolución produciría semejante auxilio muchísimos más males que bienes en la
inmensa mayoría de los casos.
Indudablemente, hubo una época en la infancia de la humanidad, durante la cual
recibieron los hombres más frecuentes protección del cielo que en nuestros días. Los
Budas y Manús de entonces, y aun los maestros y guías menores, procedían de la
cohorte de los devas o de la perfeccionada humanidad de otro planeta más adelantado,
debiendo tan excelsos seres dar al hombre la protección de que tratamos. Pero, según
progrese el hombre, llegará a ser por si mismo apto para actuar de protector, primero
en el plano físico y después en los más elevados; y alcanzando entonces la humanidad el
grado de perfeccionamiento en que pueda proveer y prever por sí misma, esos
protectores invisibles quedarán libres para cumplir las más útiles y elevadas tareas de
que sean capaces.
De esta manera se comprende que la protección a que nos referimos provenga
precisamente de hombres y mujeres sitos en cierto grado de su evolución, pero no de los
Adeptos cuya aptitud se aplica a más provechosas y trascendentales obras, ni de los
ordinarios seres carecientes de cierto desarrollo espiritual que no fueran capaces de
utilizar.
Tal como debíamos inferir de estas consideraciones, vemos que la acción protectora en
el plano astral y en los mentales inferiores, pertenece principalmente a los aleccionados
por los Maestros, a hombres que, todavía distantes del Adeptado, se han desenvuelto
hasta el punto de actuar conscientemente en dichos planos.
Algunos de ellos alcanzaron el último peldaño que sirve de eslabón entre la conciencia
física y la de más altos niveles, teniendo por lo tanto la indudable ventaja de recordar en estado de vigilia lo que hicieron y aprendieron en otros mundos; pero también hay
muchos que aún cuando incapaces de dilatar su conciencia hasta el punto de conservarla
constantemente, no por eso desperdician las horas en que ellos creen que duermen, sino
que las emplean en nobles y altruistas obras en provecho del prójimo.
Antes de considerar lo que estas obras sean, examinemos una objeción muy
frecuentemente suscitada con respecto a ellas, tratando al mismo tiempo de los raros
casos en que los agentes protectores son ya espíritus elementales, y a hombres que
lograron separarse de su cuerpo físico.
Las gentes con escaso e incompleto caudal de conocimientos teosóficos, dudan a
menudo de si les será permitido auxiliar a quienes estén en aflicción o trabajo, por
recelo de que su auxilio quebrante el destino decretado en suprema justicia por la eterna
ley del karma.
Dicen ellos: «Tal hombre se halla en tal estado, porque lo merece. Sufre
actualmente las naturales consecuencias de alguna falta cometida anteriormente: ¿qué
derecho tengo de perturbar la acción de la gran ley cósmica, con mi intento de mejorar
su situación, ya sea en el plano astral, ya en el físico?»
Los que de este modo arguyen, exponen inconscientemente un concepto monstruoso,
porque su proposición implica dos extravagantes presunciones: primera, que saben
perfectamente lo que es el karma de otro hombre y por cuanto tiempo han de durar sus
sufrimientos; y segunda, que ellos, los insectos de un día pueden preinterpretar en
absoluto la ley cósmica e impedir por la acción de ellos el debido cumplimiento del
karma. Podemos estar muy seguros de que las grandes divinidades kármicas son
perfectamente capaces de obrar sin nuestro auxilio, y no hemos de temer que cualquier
determinación que tomemos les ocasione la más leve dificultad o embarazo.
Si el karma de un hombre fuese tal que no permitiera auxiliarle, entonces todos nuestros
esfuerzos, por bien dirigidos que estuviesen, serán inútiles aunque con ello pudiéramos
obtener un buen karma para nosotros mismos. Lo que el karma de un hombre pueda ser,
no es cuenta nuestra y debemos, por lo tanto, ayudarle con todo ahínco. La acción
auxiliadora nos pertenece; pero los resultados están en otras y más excelsas manos.
¿Cómo podemos saber el estado en que se halla la cuenta espiritual de un hombre? Tal
vez en aquel punto acaba de terminar su karma penoso y se halla en el verdaderamente
crítico de necesitar protección que le ayuda a sobreponerse a sus angustias; ¿por qué no
hemos de tener nosotros, en vez de otros, el placer y la prelación de llevar a cabo tan
buena obra? Si podemos protegerle, esta sola posibilidad nos demuestra por sí misma
que merece protección; pero si no lo intentamos, jamás lo conoceremos. En todo caso se
cumplirá la ley de karma con nuestra mediación o sin ella, y, por lo tanto, no debemos
conturbarnos en este punto.
Pocos son los casos en que la protección dimana de los espíritus elementales. La
mayoría de estos seres se alejan de los lugares frecuentados por los hombres, para evitar
el disgusto que les produce el ruido y desasosiego peculiares a los sitios en que mora el
hombre. Por otra parte, a excepción de los de más elevada categoría, son generalmente
inconstantes e irrefiexivos, pareciéndose más bien a chiquillos que juegan
deleitosamente en buen estado de salud, que a entes graves y reposados. Puede suceder
a veces, que alguno de ellos se adhiera a un ser humano y le proteja en ciertos casos;
pero en el actual estado de la evolución de esos espíritus elementales, lógico es deducir
que de ningún modo cooperan a la obra de los protectores invisibles.
Para el más detenido estudio de los espíritus elementales remitimos al lector a nuestro
quinto Manual de Teosofía.
La protección puede provenir en ocasiones de los recién fallecidos que todavía limbean
en el plano astral y siguen en contacto mediato con los sucesos terrestres, como
probablemente tuvo efecto en el referido caso de la madre que salvó a sus hijos del precipicio. Sin embargo, fácilmente se comprende que han de ser muy raros los casos de
esta especie de protección, pues por abnegada y caritativa que sea una persona, lo más
probable es que, después de la muerte, se entretenga con plena conciencia en los niveles
inferiores del plano astral desde los cuales es más accesible la tierra.
En todo caso, a
menos que fuese un malvado impenitente, estará en el reino desde donde toda
mediación habrá de ser relativamente corta; y aunque desde el mundo celeste pueda
todavía derramar su benéfico influjo sobre aquellos a quienes amó en la tierra, más bien
tendrá este influjo carácter de bendición general que de fuerza capaz de determinar
definitivos resultados en casos particulares como los que hemos considerado.
Por otra parte, muchos de los idos que desean proteger a los aquí quedados, se ven
completamente incapaces de dispensarles su protección en modo alguno, porque para
actuar desde un plano sobre un ser sito en otro, es necesario que el último tenga
exquisita sensibilidad o que el primero sea suficientemente instruido y hábil. Sin
embargo, aunque ocurran apariciones momentáneas de recién fallecidos, es raro el caso
en que hayan tenido utilidad o éxito en la intención que el aparecido llevaba sobre el
pariente o amigo a quien se apareció.
Naturalmente, hay algunos casos en que podemos comunicarnos; pero son los menos en
comparación con el gran número de apariciones.
Así que en vez de recibir nosotros protección de los muertos, sucede más comúnmente
que sean ellos quienes estén necesitados de auxilio más bien que en disposición de
prestárselo a otros. Por lo tanto, la principal parte de la acción correspondiente a esta
esfera pertenece a las personas que en vida son capaces de funcionar conscientemente
en el plano astral.
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