viernes, 28 de septiembre de 2018

LA VISION DIVINA DEL HOMBRE





Es una afirmación exacta, experimentada y probada por nosotros todos, la de que sobre las piedras constructivas de nuestros yoes muertos nos elevamos a más altas empresas. La vida del hombre es un cambio constante en sus puntos de vista; a medida que las experiencias se suceden, unas a otras, parece como si se elevase de un plano a otro en su ascensión por la ladera de una montaña, con el resultado de que su visión cambiase constantemente.

Reconocemos que son dos las clases de visión posibles para nosotros: la del hombre de tipo corriente, que vive en el mundo, y la que nos ofrecen los grandes guías de la humanidad, los fundadores de las religiones. Propendemos a creer que esa elevada visión alcanzada por los Grandes Instructores, es algo, exclusivamente reservado para ellos, y que nosotros, los hombres que vivimos en niveles más bajos, somos incapaces de la visión divina. Y, sin embargo, el definido propósito del mensaje que nos trae la Teosofía, es demostrarnos que lo que los más elevados de la humanidad han realizado será, algún día, realizado por todos nosotros. Voy a tratar, en el transcurso de estas tres conferencias, de demostrar cómo, también nosotros, podemos llegar a la visión divina del hombre, de la Naturaleza y de Dios.

Empezando por la visión divina del hombre, veamos cuáles son las características de la visión corriente del hombre. ¿Cuál es la actitud del hombre, de tipo medio, hacia aquellos que están a su alrededor? Encontraréis que, en una forma o en otra, se manifiesta en su actitud algo como un resentimiento. Ese hombre no gusta de las cosas que le rodean si difieren de sí mismo; no encuentra agradable una sociedad en la que las gentes piensen de una manera diferente a la suya; no puede sentirse feliz si encuentra algo, como una provocación, a sus pensamientos y sentimientos. Esto trae, como resultado, el que todos llevemos en nuestro interior una especie de antipatía, por muy sutil que ella sea, y que se manifiesta hacia los de distinta nacionalidad, a los que profesan ideas religiosas diferentes de las nuestras; y si no llegamos a una antipatía definida, conservamos, hacia ellos, un sentido de superioridad. Creamos un ambiente de crítica y como razón determinante de nuestros juicios aceptamos nuestros “Yos” y lo que a ellos conviene. Lo que nos favorece lo calificamos de “bueno”; todo aquello que trata de reducir la expansión de nuestro yo, lo denominamos “malo”. De ahí que nuestra visión corriente del hombre tenga un fondo de espíritu de crítica y no nos abandonemos a una amplia simpatía para la cual estamos capacitados.

Existe, sin embargo, la posibilidad de una visión diferente, y todo hombre o mujer, medianamente cultos, puede fácilmente llegar a ella, pues se encuentra en las obras de los grandes poetas. El fondo esencial de un poeta es una visión más amplia, y la característica especial de los grandes poetas es la visión más completa del hombre, elevándolo sobre el nivel corriente de la humanidad. Tomad a Shakespeare; lo vemos mirando a los hombres como si lo hiciera desde la cumbre del Olimpo; observa sus debilidades y locuras, y, sin embargo, sonríe a ellas. Es el espíritu de la visión divina el que le hace poner en boca de uno de sus personajes: “Dios lo hizo así; tomémoslo como es”. Podéis observar que siempre que Shakespeare introduce en escena un villano, no ceba en él su antipatía; bien se llame Cassio o Yago, le deja que viva su vida y que se manifieste tal cual es, pues Shakespeare no siente resentimiento contra la maldad del villano. Aun en el caso de Falstaff, saturado de ordinariez y de falsedad, Shakespeare lo ve tal y como es, pero no pronuncia contra él un juicio condenatorio. El poeta contempla al hombre tal cual es, trayendo a su juicio una visión mucho más amplia que la que siente el hombre corriente.

Cuando avanzamos un paso más y, de los grandes poetas, llegamos a las cumbres de la humanidad, a aquellos que le dieron sus normas y su dirección, entonces encontramos la más amplia visión posible. Tomad tres grandes Instructores y observad la manera cómo miran a los hombres. Meditad en Cristo, el grande, cuando abría sus brazos y decía: “Venid a mí, todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré”. ¿Establecía, por ventura, alguna distinción entre los que habían y los que no habían de ir a Él? “Todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas”. Todos son suyos y posa su mirada sobre todos los hombres para darles Su Amor; pecadores o santos, buenos o malos, jóvenes o viejos, todos los hombres son parte inseparable de Él mismo.

Hay otra ocasión en la que manifiesta Su grande, divina visión y es cuando habla de Su vuelta “para juzgar a los vivos y a los muertos”. Nos describe cómo colocará a los hombres, unos a Su derecha, otros a Su izquierda, y cómo, aquellos que coloque a Su derecha, serán designados para vivir con Él. Y, en el momento del juicio, creeréis seguramente que la primera pregunta que dirigirá a aquellos que han de sentarse a su diestra será: “¿fuisteis bautizados?” Digo esto porque vosotros consideráis a Cristo como el maestro de la Cristiandad, únicamente, y es natural que penséis que su criterio más certero para definir el bien y el mal, sea si habéis visto en Él y Lo habéis recibido como Cristo. No es esa su manera de pronunciarse, sino que, para juzgar, se limita a preguntar: “¿Disteis de comer al hambriento y de beber al sediento? ¿Visitasteis los enfermos y consolasteis a los que están en la cárcel?” Y añade: “Que cuanto hicisteis con uno solo, el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicisteis”. ¿Dice, por ventura, que son Sus hermanos sólo aquellos que fueron bautizados en la fe cristiana? No; sólo dice: “Con uno solo, el más pequeño de mis hermanos”.

Volvámonos ahora al gran Maestro de la India, Shri Krishna. Esta misma visión de todos los hombres es la que le hace decir: “Cualquiera que sea el sendero por el cual los hombres se acercan a Mí, sean bienvenidos, pues el sendero de cualquier lado que venga es Mío”. Igual espléndida visión divina nos ofrece el gran Maestro, fundador del Buddhismo, cuando nos señala el siguiente código de conducta que invita a seguir a los que quieran imitarle: “Como una madre derrama su amor sobre el hijo, su hijo único, así debe el hombre, ya esté sentado, de pie o durmiendo, derramar amor por todos lados”. Esta es la esplendente visión que del hombre nos han ofrecido los grandes conductores de la humanidad, aquellos que han abierto las puertas del cielo suprimiendo las divisiones de razas, credos o religiones.

Aceptamos la creencia de que esa elevada visión no puede conseguirse sino por una exigua minoría, por aquellos fuertes gigantes que constituyen las elevadas cumbres de esa cadena de montañas que se llama la humanidad. Pues, precisamente, el mensaje de la Teosofía es que lo que consiguieron los más avanzados de entre los hombres, lo conseguiréis algún día cada uno de los que, en este momento, os encontráis en esta sala y las miríadas de los que se encuentran fuera de ella. De ahí que sea muy interesante, para que nos esforcemos en conseguirla, el estudio de la manera por la que todos los hombres llegarán a la Visión Divina.

Cuando, a la luz de la Teosofía, analizáis el proceso de la vida, y, principalmente, cuando se inicia en vosotros la comprensión del misterio de vuestro propio sufrimiento, reconocéis que la vida os lleva, os empuja a la asimilación de ciertas lecciones, y una lección capital es la de la Vida Una. Lentamente, el hombre se siente impulsado a comprender que existe la Unidad. El descubrimiento de esa Unidad debe, cada hombre, hacerlo de acuerdo con su propio temperamento, y, realmente importa poco qué nombre de cada uno a esa Vida Una. Aquellos en quienes predomina el temperamento religioso exclamarán: “Todo es la vida de Dios”. Tales son, por ejemplo, los hindúes, nacidos y criados en las antiguas filosofías, y la Vida Una llega a ellos como “Brahman”, ese principio misterioso que es la raíz de cuanto existe, que crea el universo, que es hombre, Dios, planta, todo lo que vive y aún las cosas muertas. El hindú, cuando misteriosamente murmura la palabra “Brahman” siente que ha realizado, dentro de sí mismo, algo de la gran Unidad.

Pero igualmente llegan a idéntica conclusión aquellos que derivan por otros caminos. Cuando tropezáis con alguien que no se siente atraído por el sendero religioso, pero que siente, dentro de sí, el corazón ardoroso del filántropo que se lanza a las grandes empresas humanas, cuando ese hombre o mujer afirma que cree firmemente en la “solidaridad de la humanidad”, en esta sencilla frase vive él o ella la Vida Unica y puede afirmarse que ya ha dado el primer paso hacia la Visión Divina. Gentes de otro temperamento, fuertemente atraídos por la ciencia, quienes vislumbran, aunque sea débilmente, algo así como un gran objetivo –una causa divina, aunque lejana, hacia la cual tiende el movimiento de la Creación- comienzan también a sentir, a través de la su inteligencia, la visión de la Vida Una. Cuando se llega a esta visión, bien sea por la religión, la ciencia, la filosofía, el arte o por otro medio cualquiera, puede afirmarse que el hombre ha sentado la planta en el sendero que conduce a la Visión Divina del hombre.

Vemos, pues, que lo primero que nos llega es el reconocimiento de la Vida Una: pero no es bastante; es también necesario que el hombre descubra su inmortalidad, la ausencia de la muerte, aun viviendo en una envoltura que muere. Más tarde o más temprano todos tenemos que resolver el problema de la inmortalidad. Es necesario que estemos fundamentalmente convencidos de que somos inmortales. Podemos investigar con la inteligencia; podemos asomarnos a esta o a la otra filosofía, pero, únicamente, cuando encontramos algo como un objetivo al cual consagrarnos, será cuando nos sentiremos seguros de nuestra inmortalidad; únicamente cuando dedicándonos a un objetivo consagrado, nos entreguemos por entero al esfuerzo y al sacrificio que ello representa, alcanzaremos el primer vislumbre de nuestra naturaleza inmortal. Y cuando hayamos conseguido ese atisbo y cuando hayamos sentido y conocido algo de esa Unidad, entonces, de todos y cada uno de nuestros semejantes recibiremos un mensaje nuevo.

El hombre que empieza a hollar el sendero superior, pronto reconoce que cada hombre le trae un mensaje. ¿Cuál es ese mensaje? Pensad en el reducido número de los que están ligados a nosotros por lazos de amor, de ternura; nuestros amigos, nuestros amados. ¿Qué mensaje nos traen? ¿Quién es capaz de describirlo? ¿Desconocéis, acaso, que los más grandes poetas encontraron su escollo, al querer explicarnos el misterio que constituye para nosotros nuestro amigo, nuestro amado? Todo el que ama, al leer los poemas en los que se narran los amores del pasado, siente como si se descubriera algo nuevo, no sentido todavía; constata que su vida ha experimentado una transformación y que un hombre, una mujer, un niño, un hermano o una hermana, un ser humano, débil como él mismo, le ha revelado algo nuevo de la vida. Una de las más vivas maneras de describir cuál sea el mensaje que nos traen los seres amados, se encuentra, tal vez, en las líneas del poeta que dijo:

Aquello que te hizo como tú eres,
Me impulsará a adorar cada estrella.

Nuestro amigo, nuestro amado, puede presentarnos este credo de la divinidad, y de la amabilidad de toda la vida.

Otra clase de mensaje llega a nosotros cuando descubrimos “nuestro Padre espiritual en Dios” a quien en la India llamamos “El Guru”. Cuando habéis encontrado vuestro Maestro, esa gran personalidad que derrama sobre vosotros la luz del significado del misterio de la vida, su mensaje os revela lo más trascendental que puede comprenderse. Existe en la India la afirmación de que cuando el hombre ha encontrado su Gurú, ya se adivina el final, porque, según dice un predicador famoso: “El Guru es Brahma, el Gurú es Vishnu, el Gurú es Mahâdico; en verdad el Gurú es el mismo Parabrahman”. Por consiguiente para aquel que encontró su Gurú, él le aclarará el significado de la Vida, y su mensaje completo quedará revelado por el Gurú.

No menor, pero sí de más difícil comprensión, rodeado de mayor misterio, es el mensaje de vida que os trae vuestro enemigo. No podemos creer que nuestros enemigos, aquellos que nos odian, puedan tener un mensaje cualquiera que ofrecernos; pero coloquémonos indiferentes, ante nuestro enemigo; tratemos, desapasionadamente, de comprenderlo y encontraremos que no nos odia sino con aquello que, para odiarnos, encuentra en nosotros mismos. Es una porción de nosotros a la que hemos dado suelta dejándola en libertad en la vida, la que nuestro enemigo nos devuelve y esa porción de nosotros mismos la llamamos odio. Nuestro enemigo puede enseñarnos algo del misterio de la vida; a sentirnos indiferentes, a sentirnos serenos en medio de las contrarias impresiones del dolor y el placer. Y así veis que los hombres, el amigo, el amado, el Gurú, el Maestro, el enemigo, todos nos enseñan algo del valor de la vida.
Y, dando un paso más, aquel que ha aprendido el mensaje que le traen los pocos que viven a su alrededor, empezará a comprender que también los demás hombres le traen un mensaje. Esas miríadas de seres con quienes os tropezáis en las calles de vuestras ciudades, en los trenes, en los tranvías, son hoy para vosotros como un enigma, como un cero; pero llegará un día en que, delante de ese cero, coloquéis un uno y, de repente, llegará a vosotros con la importancia de un diez; tomad una cadena de ceros, poned un uno delante y veréis surgir millones y trillones. De igual manera para aquel que empieza a vislumbrar las misteriosas cualidades que existen en el hombre, cada uno le trae un mensaje, y la razón fundamental de tal mensaje es la de libertar en cada uno de nosotros algo que se encuentra latente.

¿Qué experimento cuando quiero a un amigo? Desde luego una gran dicha; pero también, algo más. Él liberta en mí la capacidad de amor y ternura y, desde el momento en que estos sentimientos se han libertado en mí, puedo ya darlos a los demás. Y yo que me había creído incapaz para aquello que algo valiera, incapaz de todo sacrificio, me siento preparado para cualquier cosa grande, porque aprendí a amar. Esa acción magnánima existía siempre en mí, pero era necesario que esperara hasta que alguien llegara y llamase, alguien que poseyera la llave de mi puerta y que, al abrirla, me libertase a mí mismo. Siempre es un amigo el que liberta las capacidades ocultas en el otro.

Existen algunos a quienes no podemos amar con la misma ternura íntima con la que amamos a un amigo: tal vez, a éstos, no podamos sino admirarlos; pero decidme: ¿qué es la admiración que sentimos por un héroe, sino el descubrimiento de heroicas capacidades que existen en el interior de nuestro ser? Cuando admiro a un héroe y me siento conmovido por alguno de sus heroicos actos de sacrificio, ¿qué hago sino comprender que existe en mí la posibilidad de convertirme en un héroe? Cuando me hago a mí mismo la promesa de vivir su vida, cuando me alisto como su seguidor, lo que hago es cortar las amarras que me sujetan de manera que pueda elevarme a su nivel. ¿Qué nos sucede cuando visitamos los museos de pintura, admiramos las obras de los grandes artistas? Descubrimos algo como el instinto de la belleza que yace en nuestro interior, y al vivificarla la reverenciamos y comprendemos cuando se presenta ante nosotros. Cuando en esta misma sala, año tras año, se nos deleita con el mensaje de la música y miles y miles la oyen y se sienten arrebatados por ella, ¿qué misterio es el que se realiza? ¿Es solamente la expresión que nos da Beethoven de la grandeza de la vida según él la comprendió y expresó? Ciertamente es esto, pero también mucho más; remueve en los que le oyen esa grandeza de la vida y liberta, en cada uno de nosotros, el oculto músico que está latente en nuestro interior.

Este es uno de los aspectos de la vida; el de que la vida nos está libertando constantemente. De modo que cuando esparciendo la vida a nuestro alrededor vemos a nuestros amigos, cada uno de ellos vitaliza en nosotros la capacidad de la Visión Divina. El héroe vitaliza una valentía que es divina; el artista vitaliza una belleza que existe en nosotros y que es divina. Y así, continuamente, por el intercambio de pensamientos y sentimientos, por el juego recíproco de fuerzas ocultas de hombre a hombre, cada uno se va libertando, descartando nuestro yo perecedero y descubriendo algo de nuestra oculta naturaleza inmortal.

Cuando quienes viven buscando la Visión Divina han alcanzado este punto y sienten que todo hombre les trae un mensaje; cuando miran a la humanidad con “esos ojos más grandes”, entonces se presenta ante ellos como parte de esa Divina Visión, una extraordinaria escena. Comprenden que su vida de deber, su vida de tribulaciones, todo cuanto presta al mundo su tinte de oscuridad y tristeza, se ha transformado; es como, si de repente, este mundo se cambiase en un inmenso taller habitado por un poderoso artista que ha constituido cientos y miles de magníficas estatuas, y ese artista los toma por la mano, levanta el velo que cubre a cada una y hace una exposición de las grandes creaciones de sus sueños. Son los “Arquetipos”, denominados así por Platón; esas grandes creaciones que Dios está modelando usándonos como barro; son las manifestaciones fundamentales de pensamiento y sentimiento divinos que la Divinidad trata de vitalizar aquí abajo a través de nuestra humana naturaleza.

Llegado que hemos a esta etapa en la cual observamos a los hombres desde un mero punto de vista, cuando reconocemos que cada uno nos trae un mensaje, entonces, detrás de cada hombre y de cada mujer, empezamos a adivinar primero y a ver después lo admirable del arquetipo divino. Y así como en un museo se nos muestran las geniales creaciones del artista, encontramos la vida llena de las grandes creaciones de Dios, y, en cada hombre y en cada mujer, vemos presente el gran arquetipo, el tipo básico de su pensamiento y de su sentimiento que Dios trata de vitalizar creando, con nuestra naturaleza deleznable y mortal algo inmortal y divino. El legislador y el maestro, el santo y el artista, el filósofo y el científico, el filántropo  y el héroe, éstos y muchos otros más, son los arquetipos que constantemente nos rodean por todos lados.

Y al acercarnos a esta visión, aunque sea de un modo pasajero, a esta visión del hombre tal y como Dios lo ve miraréis las caras de los hombres hundidos en la ignorancia y el pecado, débiles y sucumbiendo en cientos de caídas y empezaréis a descubrir los arquetipos detrás de todos ellos y vuestro juicio será completamente distinto del de los demás hombres. Porque entonces, por la primera vez, empezaréis a comprender algo del entrejuego del bien y del mal en el hombre y a independizaros de las etiquetas con que el mundo ha señalado el bien y el mal, y sospecharéis que hay un plan divino organizándose con el bien y el mal que existe en el hombre, con su sufrimiento y su agonía, con su gloria y su renunciamiento, que se construye, no para una vida, sino para la eternidad.

Cuando en la sombra del pecador descubráis el arquetipo, podréis comprender por qué peca y, entonces, os compadeceréis de su caída, pues comprenderéis que, aun en sus caídas, se está esforzando por llegar y que, deslumbrado por la misma luz, se descarría. Nadie peca consciente, intencionalmente; trata el hombre de llegar a ver algo de luz; pero impedido, enredado por las fuerzas oscuras de su pasado, se deslumbra y cae. De ahí que cuando, detrás de cada hombre, hayáis encontrado el arquetipo, tendréis para cada uno una mirada de ternura y exclamaréis con perfecta realidad: “Venid a Mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que Yo os aliviaré”.

La visión del arquetipo divino detrás de cada uno, es el gran mensaje que os trae la vida cuando os halláis preparados para aprenderlo. Por primera vez os aparecerá la humanidad bajo una luz diferente. Y, entonces, todos los hombres, sin distinción de raza, credo, casta o color, el más grande como el más pequeño de la humanidad, a todos los consideraréis divinos.

Nos hemos acostumbrado a señalar solamente como divinos a unos pocos de nuestra humanidad. Cristo, Krishna, Buddha, Zoroastro, Mahoma; a tales seres extraordinarios, los calificamos de divinos, porque sentimos algo de divino en ellos. Tan fuertemente nos impresiona, a veces, su grandeza, que nos sentimos aniquilados en su presencia; podemos pensar en nosotros, únicamente como humanos y, de ellos, pensamos como algo trascendentalmente divino. Sentimos que la vida se ha transformado para nosotros porque han existido estas encarnaciones divinas, porque Dios descendió entre nosotros y “El Verbo se hizo carne”. Pero fijaos que el arrobamiento que el cristiano siente hacia Cristo, el hindú hacia Shri Krishna, la adoración con que el buddhista contempla a su Señor y Maestro, esa misma adoración podéis sentirla hacia todo hombre y mujer viviente, pues no existe diferencia, en calidad, entre el más grande y el más pequeño de la humanidad. Todos los hombres poseen la misma admirable naturaleza divina: sólo que, en Cristo, en Krishna, en Buddha, esta naturaleza divina está completamente libertada, mientras que en los que son, para vosotros, un número, cuyas caras nada os dicen, en éstos se halla aún oculta, aún aprisionada. Pero a medida que vais logrando la visión, esa atracción que sentís hacia vuestro amado la haréis extensiva hacia todo el mundo.

¿Cabe creer que sintáis disminuirse la tierna, refinada y admirable grandeza que habéis encontrado en el amor, si se os dijera que la ibais a encontrar en todos los otros sentimientos? ¡Ah! Que hay otra visión posible cuando al posar vuestra mirada sobre aquellos que calificamos de pecadores o de extraños, comprendéis que hay algo en cada pecador o extraño que os incita a bajar la cabeza con reverencia hasta amarlos, a pesar de sus pecados y extravíos. Y porque Cristo, Shri Krishna y Buddha sintieron esas admiraciones, vinieron al mundo para enseñarnos que hay una manera divina de mirar a las cosas.

Dondequiera que tropecéis con un arquetipo, es forzoso que lo améis, que dobléis vuestra rodilla y que lo adoréis. De aquí que exista una nueva visión de la humanidad, cuando seáis capaces de rendir a todos la adoración y de sentir por todos el entusiasmo que concedéis ahora a los grandes Avataras, a las Divinas Encarnaciones. La vida os enseñará de qué manera, al afrontaros con alguien, un forastero de quien nada sabéis, sentir como si se develara de súbito y lo vierais delante de vosotros en una majestad divina y no pudierais substraeros a la atracción de amarlo y reverenciarlo.

Esta vida que parece tan oscura y árida es susceptible de transformarse con tal de que la acechéis en su transformación. Quien tiene algo de esa visión divina, encuentra esa admirable transformación por todos lados. Es imposible dar completa descripción de este inmenso cambio, pero puede encontrarse, en parte, indicado en las escrituras sagradas del mundo. Y, sin embargo, ¡qué apartadas se quedan de la realidad que cada uno de vosotros comprobará algún día! Es la visión del Uno, indescriptible, magnífica, trascendente, totalmente inspiradora, absorbente, arrebatadora, algo que constantemente está delante de vosotros y que jamás podrán explicar las palabras. Los poetas lo intentan: así en el Bhagavad Gîtâ, el poeta la canta y dice:

Unos consideran el Espíritu como una maravilla, otros hablan de Él como un portento, y otros oyen hablar de Él como un prodigio; pero nadie, aun después de oír, es capaz de comprenderlo.

Es el mismo caso que nos ocurre cuando, delante de una espléndida puesta de sol, miramos y miramos, sin palabras para describirla, y , a medida que se transforma y se enriquece con matices nuevos y la imaginación se da por vencida, apenas podemos decir otra cosa sino: “¡Qué magnífico! ¡que admirable!” Así se manifiesta la vida cuando llega la visión divina. Entonces vemos que todo ser humano que vive es, en realidad, el “Dios verdadero y viviente”. Y llega entonces el momento en que, por muy grande que sea vuestro amor a vuestra religión, vuestro credo, vuestra nación o una clase especial de cultura, traspasáis estas barreras que existen en vuestra imaginación y abandonáis toda cultura, toda religión, toda fe y os prosternáis y adoráis el verdadero y viviente Dios en todas partes.

Muchos de nosotros nos hemos acostumbrando a buscar a Dios en nuestra iglesia particular, en nuestro templo especial. Los hombres, a millones, perciben solamente a Dios muy lejos, en la iglesia, en el templo. Ven a Dios a través de una tradición, a través de una forma especial que les ha sido mostrada. El único camino para llegar a Dios, el Dios tradicional, son los ritos y las ceremonias, las fórmulas y las creencias. Pero cuando habéis visto a Dios en su verdadero aspecto, no desfigurado a través de una tradición, sino directamente, entonces de súbito, toda tradición se desploma. Decía Shri Krishna a los hindúes que “cuando las aguas de una crecida nos rodean por todos lados, ¿qué necesidad tiene de ir a buscarla en los Vedas? De igual modo, cuando un hombre ha llegado a Cristo, ya no necesita ni iglesia cristiana, ni Antiguo ni Nuevo Testamento, pues Cristo le basta. Cuando un hindú ha llegado a Shri Krishna ya no necesita visitar ni tabernáculos ni templos, ni emprender peregrinaciones, ni hacer sacrificios, ya que para él, todas estas cosas han perdido su significado. Puede seguir, sin embargo, algunas veces, en la práctica de una ortodoxia, pues, según observa el Bhagavad Gîtâ, si el sabio quiere que todos vivan de acuerdo con el nivel que ha alcanzado, hará que los niños no le sigan y que caigan. Pero si aun practica, no condicionará sus prácticas a las estrechas formas de la religión, ni esclavizará su mente dentro de los reducidos límites marcados por las iglesias. ¡Qué verdad es que únicamente algunos pocos pueden ver siempre a Dios cerca! Ojalá que aún éstos pidiesen verlo de cerca.

Frecuentemente nos quejamos de que buscamos a Dios y no lo encontramos. ¿Pero, lo buscamos por medio de sacrificios o queremos llegar a Él y pedimos que quiera Él aparecérsenos en la forma particular de unas imágenes por medio de las cuales nos ofrecemos a Él? Nos acercamos a Él con nuestro tipo particular de aspiración y decimos: “Dios mío; llegad a mí a través de éste mi personal deseo”. De esta manera lo limitamos impidiendo que llegue a nosotros en aquella forma en la que Él deseaba venir. Ojalá llegásemos a comprender que Él necesita libertad absoluta para su manifestación; que no debemos llegar a Él arropados en nuestro credo, nuestra religión, nuestra cultura, sino que, por el contrario, debemos ofrecernos completamente desnudos, preparados a vestir aquel ropaje que Él mismo va a darnos; entonces veremos la faz de Dios a quien anhelamos ver.

¡Cuán repetidamente se ha dicho que si nosotros damos un paso hacia Dios, Él da diez hacia nosotros! ¿Por qué, pues, afanarnos por venir a estas salas de conferencias, como en la que nos encontramos, buscando a Dios?; es porque no hemos aprendido la dirección en que hemos de dar el paso hacia Él, para que Él de los diez pasos hacia nosotros. El día en que hayáis visto la faz de Dios, ya no necesitaréis conferencias, libros, iglesias, misas ni ceremonias. Dios es omnipotente y Su faz se nos mostrará en todo y en todas partes del mundo. Con cuánta verdad dijo el místico Jorge MacDonald, quien debió alcanzar algo de la Visión Divina:

Oh Dios de las estrellas y espacios infinitos,
Dios de la libertad y de los corazones gozosos;
Cuanto Tu faz se asome a la faz de los hombres todos
Habrá lugar bastante en los populosos mercados
Si tú me cobijas, pasó el ruido;
Tu universo es el aposento en que moro a puerta cerrada.

Si supiéramos buscar a Dios por el camino por el que Él nos busca, todos Sus magníficos dones distribuidos en le Universo, serían nuestros en este momento. Cuando consigáis realizar la Visión Divina en el hombre; cuando algo de esa visión llegue a vosotros, usando como instrumento al amigo, al amante, al maestro, al desconocido o al enemigo y empecéis a comprender algo de lo que es esa visión del hombre, entonces sentiréis el deseo de libertarlos a todos de su esclavitud. Y sabed que todo hombre y mujer, aun los que viven, en este momento, en los barrios más sórdidos de Londres, París y Berlín, o en cualquier otra parte donde hay corrupción y miseria, es un alma como un brillante de inestimable valor. Salís a la calle; tropezáis con caras enfermizas, ignorantes, degradadas y, en ellas, sólo veis el principio del hombre emancipándose del animal. Pero hay otra visión distinta, en el momento en que comprendéis que, detrás de cada ser, hay un estupendo mensaje que la vida ansía revelaros; cada uno de ellos, el ignorante, el pecador, tienen una palabra que comunicaros sobre la vida y, mientras esa palabra no se pronuncie, el mensaje que la vida os reserva no será completo.

Y al encontrar por doquiera los arquetipos de Dios, trabajaréis por el hombre y comprenderéis la nobleza del sacrificio que hagáis por los hombres. ¿Qué importancia tendrá para vosotros, entonces, si Dios es una Trinidad o una Unidad, y hasta si Dios existe o no? Habréis encontrado el supremo Dios Director en este mundo, aquí abajo, en todas sus miríadas, y ellas os dirán cuál es la vida de Dios, y, sin ellas, no entenderíais cuál es la naturaleza divina. En aquel momento es cuando la vida empieza, para vosotros, por la primera vez. Nos figuramos comprender la santidad cuando en la iglesia, en el templo sentimos algo que se transforma en nosotros; pero ello es solamente el principio de la santidad; pero cuando sintáis ese arrobamiento en los barrios mas abyectos y en presencia del pecador, entonces, y por vez primera, la santidad se vivificará en vosotros en su total esplendor. Una y otra vez clamamos: “¡Dios mío, Dios mío!” y levantamos nuestros ojos al cielo, ¿pero por qué, en vez de esto, no miramos a las caras de nuestros hermanos? Con que tuviéramos solamente ojos para mirar, allí encontraríamos, palpable, el misterio de Dios. Todos los Testamentos, todos los Vedas, todos los Tripitakas, todos están, como páginas abiertas, en las caras de esos hombres y mujeres que nos rodean por todos lados. La humanidad es el gran libro de la revelación divina. Su extraordinario mensaje es que cada hombre es un antídoto contra todas las maldades del mundo. Es completamente cierto que Dios existe; que Su poder está aquí, allí, y en lo más alto. Todo lo que las religiones nos han enseñado sobre la Naturaleza de Dios es absolutamente cierto; pero les ha faltado enseñarnos la Naturaleza Divina del Hombre. Les falta enseñarnos que cada uno de nosotros lleva en su interior ese portentoso misterio de que cada hombre es, al mismo tiempo, iglesia y templo; que cada individuo es no sólo el adorador, sino también el adorado; que el Sacrificio Divino tiene lugar no sólo en edificios consagrados, sino también en las mentes y en los corazones de las miríadas de seres que nos rodean.

La venida de cada Instructor tuvo como razón enseñarnos ese mensaje. ¿Por qué vino Cristo a Palestina? ¿Fue sólo para que los hombres cayesen a sus pies y, Lo adorasen? No; vino para demostrar que cada uno podía vivir la vida del Cristo. ¿Por qué bajó Shri Krishna entre nosotros? ¿Para afirmar que era un nuevo Avatar? No; sino para enseñarnos que cada uno podía vivir la vida de Brahma revelado. ¿Por qué vino el gran Buddha? Fue para decir, como dijo: “Yo, como vosotros, soy un hombre en medio de los hombres; he luchado, y, ahora, mi puesto es el de Salvador de la humanidad, para mostraros a todos que si halláis el sendero y vivís la vida, vosotros también estaréis donde Yo estoy”. Es para mostrarnos que esa Visión Divina de la que ellos son capaces es también asequible para nosotros y que los más grandes del mundo han venido y volverán una y varias veces. Este es Su regocijo en el sacrificio; miles de veces vendrán Ellos, a fin de que millones de nosotros nos sumemos a Ellos, para formar Su ejército en posesión de Su Visión Divina.

Hermanos: aún tiene que empezar para nosotros lo admirable de la vida; y empezará cuando esas almas que en busca de la comprensión del misterio de la vida y del misterio de Dios han elevado constantemente sus miradas al Cielo, las dirijan hacia abajo, hacia los hombres, y buceen en sus corazones, y descartando todo prejuicio de raza y de color simpaticen con todos los hombres, trabajen y se sacrifiquen por ellos. Allí en Regent Street[2] se encuentra el misterio de Dios y allí, conforme vais andando, encontraréis en Regent Street que la Visión Divina está preparada para saltaros a la vista, con tal que viváis como vivieron los más Grandes en la tierra. Podéis lo mismo que Ellos vivir esa vida si al haberos alistado bajo la bandera de vuestro Maestro, el Cristo, os sentís dispuesto a abrir vuestros brazos y exclamar: “Venid a Mí los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que Yo os aliviaré”. Si cada uno de vosotros se sintiera cristiano en esta forma, sería prueba evidente de que habéis alcanzado la Visión Divina, y, de rechazo, comprenderíais cuál es Su naturaleza, la verdadera naturaleza de vuestro Maestro.

Lo mismo sucede con cuantos siguen una fe determinada; si en vez de levantar a su Instructor un pedestal y de colocarlo en él, se deciden a levantarse hasta alcanzar el nivel del Instructor, y aunque cuenten a miles sus caídas tiene el decidido propósito de igualar a su Maestro, entonces puede asegurarse que llegarán al logro de la Visión Divina. Esta visión divina está hoy pronta a irrumpir hacia vosotros porque, en cierta medida, os habéis hecho libres y habéis comprendido algo de la más dilatada cultura del mundo: vuestros corazones se han abierto a muchas más religiones que la primera que conocisteis y empezáis a sentiros capaces de hollar el camino hacia la deificación. Para algunos de vosotros sólo unos pocos sacrificios más son requeridos. Si os decidís a hacer esos sacrificios, apartando todo cuanto limito, incluso la nacionalidad y las estrechas ideas que se proclaman como única forma de patriotismo; si os eleváis a una más alta concepción de la humanidad; si os constituís vosotros y vuestra patria en cáliz en el cual ofrecer el divino sacrificio y no como rival de otro cáliz cualquiera, sea cual sea, entonces se extenderá claro delante de vosotros el camino hacia la Visión Divina y daréis principio a la gran transformación de la vida.

La vida no está, en estos momentos, radiante de esplendor ¡hay tantas espinas debajo de las rosas, tantos agobios, tantas angustias! y, sin embargo, a través de esa oscura nube de sufrimiento podréis percibir una admirable melodía, pues en su centro anida el amor. Ese canto os recordará vuestra alegre naturaleza y sentiréis que las sublimidades de lo Bueno y lo Amable y vosotros, sois uno, no dos. Podéis ser poseedores de todos esos tesoros del Reino de Dios. No están apartados en altas esferas celestiales, esperando para ofrecerse a vuestro disfrute que hayáis muerto y subido al los cielos; los cielos y todos sus esplendores vendrán a vosotros con tal de que viváis y trabajéis por la Visión Divina.

No creáis, pues, hermanos, que la espiritualidad se consigue con asistir a ceremonias, oír conferencias y leer libros. Es, por el contrario, cuestión de escudriñar el corazón de los hombres, compartiendo sus alegrías y sus angustias y de comprender que vosotros, por vuestra condición de ser un poco más viejos y un poco más fuertes que muchos, podéis sostener al débil y purificar los fondos cenagosos del mundo. Comenzad a trabajar valerosamente por la vida integral y llegará a vosotros, inevitablemente, la Visión Divina del Hombre.

(The Divine Vision, 1927)

 C. Jinarâjadâsa

 Conferencia dada el 8 de mayo de 1927 en “Queen’s Hall”, en Londres
[2] Estas conferencias se dieron en Londres. Regent Street es una de las principales calles de la ciudad.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario