Es una afirmación exacta,
experimentada y probada por nosotros todos, la de que sobre las piedras
constructivas de nuestros yoes muertos nos elevamos a más altas empresas. La
vida del hombre es un cambio constante en sus puntos de vista; a medida que las
experiencias se suceden, unas a otras, parece como si se elevase de un plano a
otro en su ascensión por la ladera de una montaña, con el resultado de que su
visión cambiase constantemente.
Reconocemos que son dos las clases de visión posibles para nosotros: la
del hombre de tipo corriente, que vive en el mundo, y la que nos ofrecen los
grandes guías de la humanidad, los fundadores de las religiones. Propendemos a
creer que esa elevada visión alcanzada por los Grandes Instructores, es algo,
exclusivamente reservado para ellos, y que nosotros, los hombres que vivimos en
niveles más bajos, somos incapaces de la visión divina. Y, sin embargo, el
definido propósito del mensaje que nos trae la Teosofía, es demostrarnos que lo
que los más elevados de la humanidad han realizado será, algún día, realizado
por todos nosotros. Voy a tratar, en el transcurso de estas tres conferencias,
de demostrar cómo, también nosotros, podemos llegar a la visión divina del
hombre, de la Naturaleza y de Dios.
Empezando
por la visión divina del hombre, veamos cuáles son las características de la
visión corriente del hombre. ¿Cuál es la actitud del hombre, de tipo medio,
hacia aquellos que están a su alrededor? Encontraréis que, en una forma o en
otra, se manifiesta en su actitud algo como un resentimiento. Ese hombre no
gusta de las cosas que le rodean si difieren de sí mismo; no encuentra
agradable una sociedad en la que las gentes piensen de una manera diferente a
la suya; no puede sentirse feliz si encuentra algo, como una provocación, a sus
pensamientos y sentimientos. Esto trae, como resultado, el que todos llevemos
en nuestro interior una especie de antipatía, por muy sutil que ella sea, y que
se manifiesta hacia los de distinta nacionalidad, a los que profesan ideas
religiosas diferentes de las nuestras; y si no llegamos a una antipatía
definida, conservamos, hacia ellos, un sentido de superioridad. Creamos un
ambiente de crítica y como razón determinante de nuestros juicios aceptamos
nuestros “Yos” y lo que a ellos conviene. Lo que nos favorece lo calificamos de
“bueno”; todo aquello que trata de reducir la expansión de nuestro yo, lo
denominamos “malo”. De ahí que nuestra visión corriente del hombre tenga un
fondo de espíritu de crítica y no nos abandonemos a una amplia simpatía para la
cual estamos capacitados.
Existe,
sin embargo, la posibilidad de una visión diferente, y todo hombre o mujer,
medianamente cultos, puede fácilmente llegar a ella, pues se encuentra en las
obras de los grandes poetas. El fondo esencial de un poeta es una visión más
amplia, y la característica especial de los grandes poetas es la visión más
completa del hombre, elevándolo sobre el nivel corriente de la humanidad. Tomad
a Shakespeare; lo vemos mirando a los hombres como si lo hiciera desde la
cumbre del Olimpo; observa sus debilidades y locuras, y, sin embargo, sonríe a
ellas. Es el espíritu de la visión divina el que le hace poner en boca de uno
de sus personajes: “Dios lo hizo así; tomémoslo como es”. Podéis observar que
siempre que Shakespeare introduce en escena un villano, no ceba en él su
antipatía; bien se llame Cassio o Yago, le deja que viva su vida y que se
manifieste tal cual es, pues Shakespeare no siente resentimiento contra la
maldad del villano. Aun en el caso de Falstaff, saturado de ordinariez y de
falsedad, Shakespeare lo ve tal y como es, pero no pronuncia contra él un
juicio condenatorio. El poeta contempla al hombre tal cual es, trayendo a su
juicio una visión mucho más amplia que la que siente el hombre corriente.
Cuando
avanzamos un paso más y, de los grandes poetas, llegamos a las cumbres de la
humanidad, a aquellos que le dieron sus normas y su dirección, entonces
encontramos la más amplia visión posible. Tomad tres grandes Instructores y
observad la manera cómo miran a los hombres. Meditad en Cristo, el grande,
cuando abría sus brazos y decía: “Venid a mí, todos los que andáis agobiados
con trabajos y cargas, que yo os aliviaré”. ¿Establecía, por ventura, alguna
distinción entre los que habían y los que no habían de ir a Él? “Todos los que
andáis agobiados con trabajos y cargas”. Todos son suyos y posa su mirada sobre
todos los hombres para darles Su Amor; pecadores o santos, buenos o malos,
jóvenes o viejos, todos los hombres son parte inseparable de Él mismo.
Hay
otra ocasión en la que manifiesta Su grande, divina visión y es cuando habla de
Su vuelta “para juzgar a los vivos y a los muertos”. Nos describe cómo colocará
a los hombres, unos a Su derecha, otros a Su izquierda, y cómo, aquellos que
coloque a Su derecha, serán designados para vivir con Él. Y, en el momento del
juicio, creeréis seguramente que la primera pregunta que dirigirá a aquellos
que han de sentarse a su diestra será: “¿fuisteis bautizados?” Digo esto porque
vosotros consideráis a Cristo como el maestro de la Cristiandad, únicamente, y
es natural que penséis que su criterio más certero para definir el bien y el
mal, sea si habéis visto en Él y Lo habéis recibido como Cristo. No es esa su
manera de pronunciarse, sino que, para juzgar, se limita a preguntar: “¿Disteis
de comer al hambriento y de beber al sediento? ¿Visitasteis los enfermos y
consolasteis a los que están en la cárcel?” Y añade: “Que cuanto hicisteis con
uno solo, el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicisteis”. ¿Dice, por
ventura, que son Sus hermanos sólo aquellos que fueron bautizados en la fe
cristiana? No; sólo dice: “Con uno solo, el más pequeño de mis hermanos”.
Volvámonos
ahora al gran Maestro de la India, Shri Krishna. Esta misma visión de todos los
hombres es la que le hace decir: “Cualquiera que sea el sendero por el cual los
hombres se acercan a Mí, sean bienvenidos, pues el sendero de cualquier lado
que venga es Mío”. Igual espléndida visión divina nos ofrece el gran Maestro,
fundador del Buddhismo, cuando nos señala el siguiente código de conducta que
invita a seguir a los que quieran imitarle: “Como una madre derrama su amor
sobre el hijo, su hijo único, así debe el hombre, ya esté sentado, de pie o
durmiendo, derramar amor por todos lados”. Esta es la esplendente visión que
del hombre nos han ofrecido los grandes conductores de la humanidad, aquellos
que han abierto las puertas del cielo suprimiendo las divisiones de razas,
credos o religiones.
Aceptamos
la creencia de que esa elevada visión no puede conseguirse sino por una exigua
minoría, por aquellos fuertes gigantes que constituyen las elevadas cumbres de
esa cadena de montañas que se llama la humanidad. Pues ,
precisamente, el mensaje de la Teosofía es que lo que consiguieron los más
avanzados de entre los hombres, lo conseguiréis algún día cada uno de los que,
en este momento, os encontráis en esta sala y las miríadas de los que se
encuentran fuera de ella. De ahí que sea muy interesante, para que nos
esforcemos en conseguirla, el estudio de la manera por la que todos los hombres
llegarán a la Visión
Divina.
Cuando,
a la luz de la Teosofía, analizáis el proceso de la vida, y, principalmente,
cuando se inicia en vosotros la comprensión del misterio de vuestro propio
sufrimiento, reconocéis que la vida os lleva, os empuja a la asimilación de
ciertas lecciones, y una lección capital es la de la Vida Una. Lentamente ,
el hombre se siente impulsado a comprender que existe la Unidad. El descubrimiento
de esa Unidad debe, cada hombre, hacerlo de acuerdo con su propio temperamento,
y, realmente importa poco qué nombre de cada uno a esa Vida Una. Aquellos en
quienes predomina el temperamento religioso exclamarán: “Todo es la vida de
Dios”. Tales son, por ejemplo, los hindúes, nacidos y criados en las antiguas
filosofías, y la Vida Una
llega a ellos como “Brahman”, ese principio misterioso que es la raíz de cuanto
existe, que crea el universo, que es hombre, Dios, planta, todo lo que vive y
aún las cosas muertas. El hindú, cuando misteriosamente murmura la palabra
“Brahman” siente que ha realizado, dentro de sí mismo, algo de la gran Unidad.
Pero
igualmente llegan a idéntica conclusión aquellos que derivan por otros caminos.
Cuando tropezáis con alguien que no se siente atraído por el sendero religioso,
pero que siente, dentro de sí, el corazón ardoroso del filántropo que se lanza
a las grandes empresas humanas, cuando ese hombre o mujer afirma que cree
firmemente en la “solidaridad de la humanidad”, en esta sencilla frase vive él
o ella la Vida Unica
y puede afirmarse que ya ha dado el primer paso hacia la Visión Divina. Gentes
de otro temperamento, fuertemente atraídos por la ciencia, quienes vislumbran,
aunque sea débilmente, algo así como un gran objetivo –una causa divina, aunque
lejana, hacia la cual tiende el movimiento de la Creación- comienzan también a
sentir, a través de la su inteligencia, la visión de la Vida Una. Cuando
se llega a esta visión, bien sea por la religión, la ciencia, la filosofía, el
arte o por otro medio cualquiera, puede afirmarse que el hombre ha sentado la
planta en el sendero que conduce a la Visión Divina del hombre.
Vemos,
pues, que lo primero que nos llega es el reconocimiento de la Vida Una : pero no es
bastante; es también necesario que el hombre descubra su inmortalidad, la
ausencia de la muerte, aun viviendo en una envoltura que muere. Más tarde o más
temprano todos tenemos que resolver el problema de la inmortalidad. Es
necesario que estemos fundamentalmente convencidos de que somos inmortales.
Podemos investigar con la inteligencia; podemos asomarnos a esta o a la otra
filosofía, pero, únicamente, cuando encontramos algo como un objetivo al cual
consagrarnos, será cuando nos sentiremos seguros de nuestra inmortalidad;
únicamente cuando dedicándonos a un objetivo consagrado, nos entreguemos por
entero al esfuerzo y al sacrificio que ello representa, alcanzaremos el primer
vislumbre de nuestra naturaleza inmortal. Y cuando hayamos conseguido ese
atisbo y cuando hayamos sentido y conocido algo de esa Unidad, entonces, de
todos y cada uno de nuestros semejantes recibiremos un mensaje nuevo.
El hombre que empieza a hollar el sendero superior, pronto reconoce que
cada hombre le trae un mensaje. ¿Cuál es ese mensaje? Pensad en el reducido
número de los que están ligados a nosotros por lazos de amor, de ternura;
nuestros amigos, nuestros amados. ¿Qué mensaje nos traen? ¿Quién es capaz de
describirlo? ¿Desconocéis, acaso, que los más grandes poetas encontraron su
escollo, al querer explicarnos el misterio que constituye para nosotros nuestro
amigo, nuestro amado? Todo el que ama, al leer los poemas en los que se narran
los amores del pasado, siente como si se descubriera algo nuevo, no sentido
todavía; constata que su vida ha experimentado una transformación y que un
hombre, una mujer, un niño, un hermano o una hermana, un ser humano, débil como
él mismo, le ha revelado algo nuevo de la vida. Una de las más vivas maneras de describir
cuál sea el mensaje que nos traen los seres amados, se encuentra, tal vez, en
las líneas del poeta que dijo:
Aquello
que te hizo como tú eres,
Me
impulsará a adorar cada estrella.
Nuestro
amigo, nuestro amado, puede presentarnos este credo de la divinidad, y de la
amabilidad de toda la vida.
Otra
clase de mensaje llega a nosotros cuando descubrimos “nuestro Padre espiritual
en Dios” a quien en la India llamamos “El Guru”. Cuando habéis encontrado
vuestro Maestro, esa gran personalidad que derrama sobre vosotros la luz del
significado del misterio de la vida, su mensaje os revela lo más trascendental
que puede comprenderse. Existe en la India la afirmación de que cuando el
hombre ha encontrado su Gurú, ya se adivina el final, porque, según dice un
predicador famoso: “El Guru es Brahma, el Gurú es Vishnu, el Gurú es Mahâdico;
en verdad el Gurú es el mismo Parabrahman”. Por consiguiente para aquel que
encontró su Gurú, él le aclarará el significado de la Vida, y su mensaje
completo quedará revelado por el Gurú.
No
menor, pero sí de más difícil comprensión, rodeado de mayor misterio, es el
mensaje de vida que os trae vuestro enemigo. No podemos creer que nuestros
enemigos, aquellos que nos odian, puedan tener un mensaje cualquiera que
ofrecernos; pero coloquémonos indiferentes, ante nuestro enemigo; tratemos,
desapasionadamente, de comprenderlo y encontraremos que no nos odia sino con
aquello que, para odiarnos, encuentra en nosotros mismos. Es una porción de
nosotros a la que hemos dado suelta dejándola en libertad en la vida, la que
nuestro enemigo nos devuelve y esa porción de nosotros mismos la llamamos odio.
Nuestro enemigo puede enseñarnos algo del misterio de la vida; a sentirnos
indiferentes, a sentirnos serenos en medio de las contrarias impresiones del
dolor y el placer. Y así veis que los hombres, el amigo, el amado, el Gurú, el
Maestro, el enemigo, todos nos enseñan algo del valor de la vida.
Y,
dando un paso más, aquel que ha aprendido el mensaje que le traen los pocos que
viven a su alrededor, empezará a comprender que también los demás hombres le
traen un mensaje. Esas miríadas de seres con quienes os tropezáis en las calles
de vuestras ciudades, en los trenes, en los tranvías, son hoy para vosotros
como un enigma, como un cero; pero llegará un día en que, delante de ese cero,
coloquéis un uno y, de repente, llegará a vosotros con la importancia de un
diez; tomad una cadena de ceros, poned un uno delante y veréis surgir millones
y trillones. De igual manera para aquel que empieza a vislumbrar las
misteriosas cualidades que existen en el hombre, cada uno le trae un mensaje, y
la razón fundamental de tal mensaje es la de libertar en cada uno de nosotros
algo que se encuentra latente.
¿Qué
experimento cuando quiero a un amigo? Desde luego una gran dicha; pero también,
algo más. Él liberta en mí la capacidad de amor y ternura y, desde el momento
en que estos sentimientos se han libertado en mí, puedo ya darlos a los demás.
Y yo que me había creído incapaz para aquello que algo valiera, incapaz de todo
sacrificio, me siento preparado para cualquier cosa grande, porque aprendí a
amar. Esa acción magnánima existía siempre en mí, pero era necesario que
esperara hasta que alguien llegara y llamase, alguien que poseyera la llave de
mi puerta y que, al abrirla, me libertase a mí mismo. Siempre es un amigo el
que liberta las capacidades ocultas en el otro.
Existen
algunos a quienes no podemos amar con la misma ternura íntima con la que amamos
a un amigo: tal vez, a éstos, no podamos sino admirarlos; pero decidme: ¿qué es
la admiración que sentimos por un héroe, sino el descubrimiento de heroicas
capacidades que existen en el interior de nuestro ser? Cuando admiro a un héroe
y me siento conmovido por alguno de sus heroicos actos de sacrificio, ¿qué hago
sino comprender que existe en mí la posibilidad de convertirme en un héroe?
Cuando me hago a mí mismo la promesa de vivir su vida, cuando me alisto como su
seguidor, lo que hago es cortar las amarras que me sujetan de manera que pueda
elevarme a su nivel. ¿Qué nos sucede cuando visitamos los museos de pintura, admiramos
las obras de los grandes artistas? Descubrimos algo como el instinto de la
belleza que yace en nuestro interior, y al vivificarla la reverenciamos y
comprendemos cuando se presenta ante nosotros. Cuando en esta misma sala, año
tras año, se nos deleita con el mensaje de la música y miles y miles la oyen y
se sienten arrebatados por ella, ¿qué misterio es el que se realiza? ¿Es
solamente la expresión que nos da Beethoven de la grandeza de la vida según él
la comprendió y expresó? Ciertamente es esto, pero también mucho más; remueve
en los que le oyen esa grandeza de la vida y liberta, en cada uno de nosotros,
el oculto músico que está latente en nuestro interior.
Este es
uno de los aspectos de la vida; el de que la vida nos está libertando
constantemente. De modo que cuando esparciendo la vida a nuestro alrededor
vemos a nuestros amigos, cada uno de ellos vitaliza en nosotros la capacidad de
la Visión Divina. El
héroe vitaliza una valentía que es divina; el artista vitaliza una belleza que
existe en nosotros y que es divina. Y así, continuamente, por el intercambio de
pensamientos y sentimientos, por el juego recíproco de fuerzas ocultas de
hombre a hombre, cada uno se va libertando, descartando nuestro yo perecedero y
descubriendo algo de nuestra oculta naturaleza inmortal.
Cuando
quienes viven buscando la
Visión Divina han alcanzado este punto y sienten que todo
hombre les trae un mensaje; cuando miran a la humanidad con “esos ojos más
grandes”, entonces se presenta ante ellos como parte de esa Divina Visión, una
extraordinaria escena. Comprenden que su vida de deber, su vida de
tribulaciones, todo cuanto presta al mundo su tinte de oscuridad y tristeza, se
ha transformado; es como, si de repente, este mundo se cambiase en un inmenso
taller habitado por un poderoso artista que ha constituido cientos y miles de
magníficas estatuas, y ese artista los toma por la mano, levanta el velo que
cubre a cada una y hace una exposición de las grandes creaciones de sus sueños.
Son los “Arquetipos”, denominados así por Platón; esas grandes creaciones que
Dios está modelando usándonos como barro; son las manifestaciones fundamentales
de pensamiento y sentimiento divinos que la Divinidad trata de vitalizar aquí
abajo a través de nuestra humana naturaleza.
Llegado
que hemos a esta etapa en la cual observamos a los hombres desde un mero punto
de vista, cuando reconocemos que cada uno nos trae un mensaje, entonces, detrás
de cada hombre y de cada mujer, empezamos a adivinar primero y a ver después lo
admirable del arquetipo divino. Y así como en un museo se nos muestran las
geniales creaciones del artista, encontramos la vida llena de las grandes
creaciones de Dios, y, en cada hombre y en cada mujer, vemos presente el gran
arquetipo, el tipo básico de su pensamiento y de su sentimiento que Dios trata
de vitalizar creando, con nuestra naturaleza deleznable y mortal algo inmortal
y divino. El legislador y el maestro, el santo y el artista, el filósofo y el
científico, el filántropo y el héroe,
éstos y muchos otros más, son los arquetipos que constantemente nos rodean por
todos lados.
Y al
acercarnos a esta visión, aunque sea de un modo pasajero, a esta visión del
hombre tal y como Dios lo ve miraréis las caras de los hombres hundidos en la
ignorancia y el pecado, débiles y sucumbiendo en cientos de caídas y empezaréis
a descubrir los arquetipos detrás de todos ellos y vuestro juicio será
completamente distinto del de los demás hombres. Porque entonces, por la
primera vez, empezaréis a comprender algo del entrejuego del bien y del mal en
el hombre y a independizaros de las etiquetas con que el mundo ha señalado el
bien y el mal, y sospecharéis que hay un plan divino organizándose con el bien
y el mal que existe en el hombre, con su sufrimiento y su agonía, con su gloria
y su renunciamiento, que se construye, no para una vida, sino para la
eternidad.
Cuando
en la sombra del pecador descubráis el arquetipo, podréis comprender por qué
peca y, entonces, os compadeceréis de su caída, pues comprenderéis que, aun en
sus caídas, se está esforzando por llegar y que, deslumbrado por la misma luz,
se descarría. Nadie peca consciente, intencionalmente; trata el hombre de
llegar a ver algo de luz; pero impedido, enredado por las fuerzas oscuras de su
pasado, se deslumbra y cae. De ahí que cuando, detrás de cada hombre, hayáis
encontrado el arquetipo, tendréis para cada uno una mirada de ternura y
exclamaréis con perfecta realidad: “Venid a Mí todos los que andáis agobiados
con trabajos y cargas, que Yo os aliviaré”.
La
visión del arquetipo divino detrás de cada uno, es el gran mensaje que os trae
la vida cuando os halláis preparados para aprenderlo. Por primera vez os
aparecerá la humanidad bajo una luz diferente. Y, entonces, todos los hombres,
sin distinción de raza, credo, casta o color, el más grande como el más pequeño
de la humanidad, a todos los consideraréis divinos.
Nos
hemos acostumbrado a señalar solamente como divinos a unos pocos de nuestra
humanidad. Cristo, Krishna, Buddha, Zoroastro, Mahoma; a tales seres
extraordinarios, los calificamos de divinos, porque sentimos algo de divino en
ellos. Tan fuertemente nos impresiona, a veces, su grandeza, que nos sentimos
aniquilados en su presencia; podemos pensar en nosotros, únicamente como
humanos y, de ellos, pensamos como algo trascendentalmente divino. Sentimos que
la vida se ha transformado para nosotros porque han existido estas
encarnaciones divinas, porque Dios descendió entre nosotros y “El Verbo se hizo
carne”. Pero fijaos que el arrobamiento que el cristiano siente hacia Cristo,
el hindú hacia Shri Krishna, la adoración con que el buddhista contempla a su
Señor y Maestro, esa misma adoración podéis sentirla hacia todo hombre y mujer
viviente, pues no existe diferencia, en calidad, entre el más grande y el más
pequeño de la
humanidad. Todos los hombres poseen la misma admirable
naturaleza divina: sólo que, en Cristo, en Krishna, en Buddha, esta naturaleza
divina está completamente libertada, mientras que en los que son, para
vosotros, un número, cuyas caras nada os dicen, en éstos se halla aún oculta,
aún aprisionada. Pero a medida que vais logrando la visión, esa atracción que
sentís hacia vuestro amado la haréis extensiva hacia todo el mundo.
¿Cabe
creer que sintáis disminuirse la tierna, refinada y admirable grandeza que
habéis encontrado en el amor, si se os dijera que la ibais a encontrar en todos
los otros sentimientos? ¡Ah! Que hay otra visión posible cuando al posar
vuestra mirada sobre aquellos que calificamos de pecadores o de extraños,
comprendéis que hay algo en cada pecador o extraño que os incita a bajar la
cabeza con reverencia hasta amarlos, a pesar de sus pecados y extravíos. Y
porque Cristo, Shri Krishna y Buddha sintieron esas admiraciones, vinieron al
mundo para enseñarnos que hay una manera divina de mirar a las cosas.
Dondequiera
que tropecéis con un arquetipo, es forzoso que lo améis, que dobléis vuestra
rodilla y que lo adoréis. De aquí que exista una nueva visión de la humanidad,
cuando seáis capaces de rendir a todos la adoración y de sentir por todos el
entusiasmo que concedéis ahora a los grandes Avataras, a las Divinas
Encarnaciones. La vida os enseñará de qué manera, al afrontaros con alguien, un
forastero de quien nada sabéis, sentir como si se develara de súbito y lo
vierais delante de vosotros en una majestad divina y no pudierais substraeros a
la atracción de amarlo y reverenciarlo.
Esta
vida que parece tan oscura y árida es susceptible de transformarse con tal de
que la acechéis en su transformación. Quien tiene algo de esa visión divina,
encuentra esa admirable transformación por todos lados. Es imposible dar
completa descripción de este inmenso cambio, pero puede encontrarse, en parte,
indicado en las escrituras sagradas del mundo. Y, sin embargo, ¡qué apartadas
se quedan de la realidad que cada uno de vosotros comprobará algún día! Es la
visión del Uno, indescriptible, magnífica, trascendente, totalmente
inspiradora, absorbente, arrebatadora, algo que constantemente está delante de
vosotros y que jamás podrán explicar las palabras. Los poetas lo intentan: así
en el Bhagavad Gîtâ, el poeta la canta y dice:
Unos consideran el Espíritu como una
maravilla, otros hablan de Él como un portento, y otros oyen hablar de Él como
un prodigio; pero nadie, aun después de oír, es capaz de comprenderlo.
Es el
mismo caso que nos ocurre cuando, delante de una espléndida puesta de sol,
miramos y miramos, sin palabras para describirla, y , a medida que se
transforma y se enriquece con matices nuevos y la imaginación se da por
vencida, apenas podemos decir otra cosa sino: “¡Qué magnífico! ¡que admirable!”
Así se manifiesta la vida cuando llega la visión divina. Entonces vemos que
todo ser humano que vive es, en realidad, el “Dios verdadero y viviente”. Y
llega entonces el momento en que, por muy grande que sea vuestro amor a vuestra
religión, vuestro credo, vuestra nación o una clase especial de cultura,
traspasáis estas barreras que existen en vuestra imaginación y abandonáis toda
cultura, toda religión, toda fe y os prosternáis y adoráis el verdadero y
viviente Dios en todas partes.
Muchos
de nosotros nos hemos acostumbrando a buscar a Dios en nuestra iglesia
particular, en nuestro templo especial. Los hombres, a millones, perciben
solamente a Dios muy lejos, en la iglesia, en el templo. Ven a Dios a través de
una tradición, a través de una forma especial que les ha sido mostrada. El
único camino para llegar a Dios, el Dios tradicional, son los ritos y las
ceremonias, las fórmulas y las creencias. Pero cuando habéis visto a Dios en su
verdadero aspecto, no desfigurado a través de una tradición, sino directamente,
entonces de súbito, toda tradición se desploma. Decía Shri Krishna a los
hindúes que “cuando las aguas de una crecida nos rodean por todos lados, ¿qué
necesidad tiene de ir a buscarla en los Vedas? De igual modo, cuando un hombre
ha llegado a Cristo, ya no necesita ni iglesia cristiana, ni Antiguo ni Nuevo
Testamento, pues Cristo le basta. Cuando un hindú ha llegado a Shri Krishna ya
no necesita visitar ni tabernáculos ni templos, ni emprender peregrinaciones,
ni hacer sacrificios, ya que para él, todas estas cosas han perdido su
significado. Puede seguir, sin embargo, algunas veces, en la práctica de una
ortodoxia, pues, según observa el Bhagavad Gîtâ, si el sabio quiere que todos
vivan de acuerdo con el nivel que ha alcanzado, hará que los niños no le sigan
y que caigan. Pero si aun practica, no condicionará sus prácticas a las
estrechas formas de la religión, ni esclavizará su mente dentro de los
reducidos límites marcados por las iglesias. ¡Qué verdad es que únicamente algunos
pocos pueden ver siempre a Dios cerca! Ojalá que aún éstos pidiesen verlo de
cerca.
Frecuentemente
nos quejamos de que buscamos a Dios y no lo encontramos. ¿Pero, lo buscamos por
medio de sacrificios o queremos llegar a Él y pedimos que quiera Él aparecérsenos
en la forma particular de unas imágenes por medio de las cuales nos ofrecemos a
Él? Nos acercamos a Él con nuestro tipo particular de aspiración y decimos:
“Dios mío; llegad a mí a través de éste mi personal deseo”. De esta manera lo
limitamos impidiendo que llegue a nosotros en aquella forma en la que Él
deseaba venir. Ojalá llegásemos a comprender que Él necesita libertad absoluta
para su manifestación; que no debemos llegar a Él arropados en nuestro credo,
nuestra religión, nuestra cultura, sino que, por el contrario, debemos
ofrecernos completamente desnudos, preparados a vestir aquel ropaje que Él
mismo va a darnos; entonces veremos la faz de Dios a quien anhelamos ver.
¡Cuán repetidamente se ha dicho que si nosotros damos un paso hacia
Dios, Él da diez hacia nosotros! ¿Por qué, pues, afanarnos por venir a estas
salas de conferencias, como en la que nos encontramos, buscando a Dios?; es
porque no hemos aprendido la dirección en que hemos de dar el paso hacia Él,
para que Él de los diez pasos hacia nosotros. El día en que hayáis visto la faz
de Dios, ya no necesitaréis conferencias, libros, iglesias, misas ni
ceremonias. Dios es omnipotente y Su faz se nos mostrará en todo y en todas
partes del mundo. Con cuánta verdad dijo el místico Jorge MacDonald, quien
debió alcanzar algo de la
Visión Divina :
Oh Dios
de las estrellas y espacios infinitos,
Dios de
la libertad y de los corazones gozosos;
Cuanto
Tu faz se asome a la faz de los hombres todos
Habrá
lugar bastante en los populosos mercados
Si tú
me cobijas, pasó el ruido;
Tu
universo es el aposento en que moro a puerta cerrada.
Si
supiéramos buscar a Dios por el camino por el que Él nos busca, todos Sus
magníficos dones distribuidos en le Universo, serían nuestros en este momento.
Cuando consigáis realizar la
Visión Divina en el hombre; cuando algo de esa visión llegue
a vosotros, usando como instrumento al amigo, al amante, al maestro, al
desconocido o al enemigo y empecéis a comprender algo de lo que es esa visión
del hombre, entonces sentiréis el deseo de libertarlos a todos de su
esclavitud. Y sabed que todo hombre y mujer, aun los que viven, en este
momento, en los barrios más sórdidos de Londres, París y Berlín, o en cualquier
otra parte donde hay corrupción y miseria, es un alma como un brillante de
inestimable valor. Salís a la calle; tropezáis con caras enfermizas,
ignorantes, degradadas y, en ellas, sólo veis el principio del hombre
emancipándose del animal. Pero hay otra visión distinta, en el momento en que
comprendéis que, detrás de cada ser, hay un estupendo mensaje que la vida ansía
revelaros; cada uno de ellos, el ignorante, el pecador, tienen una palabra que
comunicaros sobre la vida y, mientras esa palabra no se pronuncie, el mensaje
que la vida os reserva no será completo.
Y al encontrar
por doquiera los arquetipos de Dios, trabajaréis por el hombre y comprenderéis
la nobleza del sacrificio que hagáis por los hombres. ¿Qué importancia tendrá
para vosotros, entonces, si Dios es una Trinidad o una Unidad, y hasta si Dios
existe o no? Habréis encontrado el supremo Dios Director en este mundo, aquí
abajo, en todas sus miríadas, y ellas os dirán cuál es la vida de Dios, y, sin
ellas, no entenderíais cuál es la naturaleza divina. En aquel momento es cuando
la vida empieza, para vosotros, por la primera vez. Nos figuramos comprender la
santidad cuando en la iglesia, en el templo sentimos algo que se transforma en
nosotros; pero ello es solamente el principio de la santidad; pero cuando
sintáis ese arrobamiento en los barrios mas abyectos y en presencia del
pecador, entonces, y por vez primera, la santidad se vivificará en vosotros en
su total esplendor. Una y otra vez clamamos: “¡Dios mío, Dios mío!” y
levantamos nuestros ojos al cielo, ¿pero por qué, en vez de esto, no miramos a
las caras de nuestros hermanos? Con que tuviéramos solamente ojos para mirar,
allí encontraríamos, palpable, el misterio de Dios. Todos los Testamentos,
todos los Vedas, todos los Tripitakas, todos están, como páginas abiertas, en
las caras de esos hombres y mujeres que nos rodean por todos lados. La
humanidad es el gran libro de la revelación divina. Su extraordinario mensaje
es que cada hombre es un antídoto contra todas las maldades del mundo. Es
completamente cierto que Dios existe; que Su poder está aquí, allí, y en lo más
alto. Todo lo que las religiones nos han enseñado sobre la Naturaleza de Dios
es absolutamente cierto; pero les ha faltado enseñarnos la Naturaleza Divina
del Hombre. Les falta enseñarnos que cada uno de nosotros lleva en su interior
ese portentoso misterio de que cada hombre es, al mismo tiempo, iglesia y
templo; que cada individuo es no sólo el adorador, sino también el adorado; que
el Sacrificio Divino tiene lugar no sólo en edificios consagrados, sino también
en las mentes y en los corazones de las miríadas de seres que nos rodean.
La
venida de cada Instructor tuvo como razón enseñarnos ese mensaje. ¿Por qué vino
Cristo a Palestina? ¿Fue sólo para que los hombres cayesen a sus pies y, Lo
adorasen? No; vino para demostrar que cada uno podía vivir la vida del Cristo.
¿Por qué bajó Shri Krishna entre nosotros? ¿Para afirmar que era un nuevo
Avatar? No; sino para enseñarnos que cada uno podía vivir la vida de Brahma
revelado. ¿Por qué vino el gran Buddha? Fue para decir, como dijo: “Yo, como
vosotros, soy un hombre en medio de los hombres; he luchado, y, ahora, mi
puesto es el de Salvador de la humanidad, para mostraros a todos que si halláis
el sendero y vivís la vida, vosotros también estaréis donde Yo estoy”. Es para
mostrarnos que esa Visión Divina de la que ellos son capaces es también
asequible para nosotros y que los más grandes del mundo han venido y volverán
una y varias veces. Este es Su regocijo en el sacrificio; miles de veces
vendrán Ellos, a fin de que millones de nosotros nos sumemos a Ellos, para
formar Su ejército en posesión de Su Visión Divina.
Hermanos:
aún tiene que empezar para nosotros lo admirable de la vida; y empezará cuando
esas almas que en busca de la comprensión del misterio de la vida y del
misterio de Dios han elevado constantemente sus miradas al Cielo, las dirijan
hacia abajo, hacia los hombres, y buceen en sus corazones, y descartando todo
prejuicio de raza y de color simpaticen con todos los hombres, trabajen y se
sacrifiquen por ellos. Allí en Regent Street[2]
se encuentra el misterio de Dios y allí, conforme vais andando, encontraréis en
Regent Street que la
Visión Divina está preparada para saltaros a la vista, con
tal que viváis como vivieron los más Grandes en la tierra. Podéis lo
mismo que Ellos vivir esa vida si al haberos alistado bajo la bandera de
vuestro Maestro, el Cristo, os sentís dispuesto a abrir vuestros brazos y
exclamar: “Venid a Mí los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que Yo os
aliviaré”. Si cada uno de vosotros se sintiera cristiano en esta forma, sería
prueba evidente de que habéis alcanzado la Visión Divina , y, de
rechazo, comprenderíais cuál es Su naturaleza, la verdadera naturaleza de
vuestro Maestro.
Lo
mismo sucede con cuantos siguen una fe determinada; si en vez de levantar a su
Instructor un pedestal y de colocarlo en él, se deciden a levantarse hasta
alcanzar el nivel del Instructor, y aunque cuenten a miles sus caídas tiene el
decidido propósito de igualar a su Maestro, entonces puede asegurarse que
llegarán al logro de la
Visión Divina. Esta visión divina está hoy pronta a irrumpir
hacia vosotros porque, en cierta medida, os habéis hecho libres y habéis
comprendido algo de la más dilatada cultura del mundo: vuestros corazones se
han abierto a muchas más religiones que la primera que conocisteis y empezáis a
sentiros capaces de hollar el camino hacia la deificación. Para
algunos de vosotros sólo unos pocos sacrificios más son requeridos. Si os
decidís a hacer esos sacrificios, apartando todo cuanto limito, incluso la
nacionalidad y las estrechas ideas que se proclaman como única forma de
patriotismo; si os eleváis a una más alta concepción de la humanidad; si os
constituís vosotros y vuestra patria en cáliz en el cual ofrecer el divino
sacrificio y no como rival de otro cáliz cualquiera, sea cual sea, entonces se
extenderá claro delante de vosotros el camino hacia la Visión Divina y
daréis principio a la gran transformación de la vida.
La vida
no está, en estos momentos, radiante de esplendor ¡hay tantas espinas debajo de
las rosas, tantos agobios, tantas angustias! y, sin embargo, a través de esa
oscura nube de sufrimiento podréis percibir una admirable melodía, pues en su
centro anida el amor. Ese canto os recordará vuestra alegre naturaleza y
sentiréis que las sublimidades de lo Bueno y lo Amable y vosotros, sois uno, no
dos. Podéis ser poseedores de todos esos tesoros del Reino de Dios. No están
apartados en altas esferas celestiales, esperando para ofrecerse a vuestro
disfrute que hayáis muerto y subido al los cielos; los cielos y todos sus
esplendores vendrán a vosotros con tal de que viváis y trabajéis por la Visión Divina.
No
creáis, pues, hermanos, que la espiritualidad se consigue con asistir a
ceremonias, oír conferencias y leer libros. Es, por el contrario, cuestión de
escudriñar el corazón de los hombres, compartiendo sus alegrías y sus angustias
y de comprender que vosotros, por vuestra condición de ser un poco más viejos y
un poco más fuertes que muchos, podéis sostener al débil y purificar los fondos
cenagosos del mundo. Comenzad a trabajar valerosamente por la vida integral y
llegará a vosotros, inevitablemente, la Visión Divina del
Hombre.
(The Divine Vision, 1927)
C. Jinarâjadâsa
Conferencia dada el 8 de mayo de 1927 en “Queen’s Hall”, en Londres
[2] Estas conferencias se dieron en Londres. Regent Street es una de
las principales calles de la ciudad.
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