Como pueblo hablamos de “nuestro Dios,” imaginando que todos tenemos la
misma idea, que todos queremos decir lo mismo con el término. Los pueblos del
pasado tenía su significado de “nuestro Dios,” y los pueblos del presente también
dicen “nuestro Dios y otros Dioses” imaginando que su concepción es la única
verdadera—todas las otras, infieles, falsas. La Gran Guerra fue peleada entre los
así llamados pueblos cristianos, que en lo que respecta a tener en cuenta la
Cristiandad, deberían haber estado adorando al mismo Dios, y guiando el
pensamiento y la acción por los preceptos atribuidos a ese Dios. Pero ¿no es verdad
que nuestros teólogos y los teólogos de esos pueblos en Guerra con nosotros
dirigieron peticiones al mismo “Nuestro Dios,” para traer éxito a sus esfuerzos
contra otros pueblos que adoraban al mismo Dios? Parecería haber entonces una
multiplicidad de Dioses, o de lo contrario algo equivocado en las concepciones de
nosotros.
Si nos preguntamos individualmente, “¿Qué quiero decir con el término Dios?”
quizás todos diríamos: “Lo más elevado que hay.” Pero ¿queremos decir lo más
elevado que hay?
¿Queremos decir ese gran poder que sustenta a todos los seres,
todas la formas, y que por su mismísima naturaleza y por nuestra contemplación de
ella debe aparecer como infinito, como eterno, como inmutable? Si queremos decir
eso, entonces tendremos que enmendar una gran cantidad de muchas otras ideas
generalmente connotan con el término Dios. Por ejemplo, tendremos que abandonar
la idea de un ser enteramente fuera de nuestros cálculos. Hemos pensado que esa
fuente y sustentador de todas las cosas, todos los seres, desde el comienzo de los
tiempos y en todos los tiempos, es un ser; que la cosa en nosotros que se extiende
más allá de todo lo físico, más allá de todo lo pensable, está fuera de nosotros
mismos. ¿Cómo podría ser posible? ¿Cómo podría ser posible probar que este Dios
es un ser que existe en algún cielo lejano desconocido para nosotros y separado de
nosotros? ¿Cómo podemos imaginar un ser omnipresente, y al mismo tiempo
separado de nosotros o de alguna cosa?
Si la Deidad es infinita y omnipresente, no
hay un grano de arena ni un punto de espacio vacío en ningún lugar donde no esté
la Deidad. Y ¿cómo además podemos dar a la idea de Deidad, atributos—tales
como estar enojado o complacido, ser premiador o castigador, ya que todos los
atributos que le damos es una limitación y excluye la idea de omnipresencia?
Ningún ser podría ser el origen, el sustentador, la fuente de todo lo que era, es o
alguna vez será. Todo ser, sin importar lo grande que sea, está contenido y limitado
en el espacio; ningún ser puede ser omnipresente.
Hay eso que está más allá de la palabra, más allá de la descripción, y más allá de
la concepción—lo más elevado que hay en el universo. Pero ¿hemos de mirar
afuera en los cielos, en el mar, en los lugares secretos de la tierra, en algún lugar
que sea; o hemos de encontrarlo en un lugar mucho más cercano, es decir, dentro de
nosotros mismos? Porque todo lo que alguien puede conocer de Dios, o el Altísimo,
es lo que conozca de sí mismo, a través de sí mismo y por sí mismo.
No hay ningún
otro lugar de conocimiento para nosotros. Sin embargo al mismo tiempo tenemos
que percibir que Dios, o la Deidad, no está ausente en nada, es inmanente en el
todo, es omnipresente, está en la raíz y es la semilla de todo ser de toda clase en
cualquier lugar; que no hay cosa, ni siquiera un grano de arena ni un partícula de
polvo, ningún punto en el espacio, ausente de esa Fuente que sustenta todo el
universo manifestado. Podemos imaginar, entonces, a ese Dios, como lo ponían los
antiguos, “sentado en los corazones de todos los seres;” porque hay algo en el
corazón del hombre de donde proceden todos los sentimientos, toda la vida
verdadera, toda concepción verdadera.
El corazón no es lo mismo que la cabeza—el
corazón de un hombre puede tener la razón y su cabeza puede estar equivocada. El
sentimiento de lo verdadero en el corazón no es engañado por este pensamiento, o
ese pensamiento o el otro pensamiento; solo puede ser experimentado por cada uno
por sí mismo dentro de sí mismo. Dios no es un Dios externo, pero ha de ser
buscado en lo más recóndito de nuestra propia naturaleza—en la cámara del
silencio, el templo, dentro de nosotros—y en ningún otro lugar.
Pensamos que nuestra civilización actual trasciende por lejos cualquier
civilización pasada que haya alguna vez existido, sin embargo hay registros y
reliquias de artes, ciencias, de conocimiento, de religión, de filosofía tales que aún
no hemos dominado. No somos sino un pueblo joven, en realidad.
No hace muchas
centurias desde que el Fundador de la Religión Cristiana vivió en la tierra, y hubo
muchos miles de centurias antes de eso. La gente que vivió en el curso de esas
centurias sabía mucho más que nosotros. Sabían, como podemos saber nosotros,
que no hubo tal cosa como la creación. Ningún ser creó la tierra, o sus condiciones.
Este planeta, o cualquier otro planeta, nunca fue creado por algún ser. Este sistema
solar y otros sistemas solares no fueron creado por ningún ser. Algo los produjo. Si,
y es posible entender cómo se produjo esa producción! Por evolución—siempre un
desplegar desde adentro hacia afuera—desde la mismísima raíz de todo ser, desde
la Deidad, el Alma de todos, el Espíritu de todo.
El Espíritu es la raíz, el
sustentador, la energía que produce la fuerza para toda la evolución que ha
continuado. Todos los seres en el universo son un producto de la evolución—todos
de la misma idéntica raíz del ser, todos extrayendo sus poderes de expresión de la
única Fuente. Todos son rayos desde y uno con ese Principio Absoluto, que es
nuestro mismísimo Yo—el Yo de todas las criaturas.
¿Y qué será de todos aquellos seres que fueron el Yo en proceso de evolución,
que alcanzaron una comprensión de esta verdad eras y eras antes de la civilización
actual? ¿Qué sucedió con ellos? ¿Se han perdido todas sus esperanzas y temores?
¿Cuál es el significado de esas razas, esas civilizaciones—fue la muerte para ellos
cuando su civilización terminó como debe terminar la nuestra, ya que con la
seguridad de que tuvo un comienzo, así tendrá un final? Con la misma seguridad de
que hay esos ascensos y caídas en las civilizaciones, así hay un ciclo de tiempo a
través del cual va el hombre consciente, y un ciclo de forma que el hombre
consciente anima, usa, y abandona—para tomar otro—de civilización en
civilización.
Cuando, entonces, buscamos en nosotros los resultados de las
civilizaciones que han existido, y tratamos de entender las condiciones de la
civilización actual, tenemos que ver que la gente del mundo de hoy son
exactamente los mismos que pasaron a través de esas civilizaciones antiguas, las
abandonaron, y sumaron cualquier clase de conocimiento o de ignorancia, de
verdad o de error, que habían ganado durante esos vastos períodos de tiempo.
Porque la LEY rige en todas las cosas y todas las circunstancia, en todo lugar. Hay
una ley de nacimiento—de vidas sucesivas en la tierra, cada vida el sucesor y
resultado de la vida o vidas que precedieron. Lo que sustenta al hombre, acumula
toda experiencia, la retiene, la suma, e impulsa la evolución, es el Único Yo
inmutable, eterno, inmortal—el perceptor real, el conocedor real, el experimentador
real en todos los cuerpos, en todas las formas.
El Yo es su propia ley.
Cada uno es el Yo, y cada uno—como Yo—ha
producido las condiciones bajo las cuales se encuentra. Cuando el Yo actúa, recibe
la re-acción. Si no actúa en absoluto, entonces no hay no re-acción. Toda acción
produce su re-acción de aquellos que son afectados por ellas para bien o para mal.
Porque el bien y el mal no existen en sí mismos ni en nosotros, no son sino los
efectos que sentimos y clasificamos como Buenos o malos de acuerdo con nuestra
actitud hacia ellos, lo que parece “bueno” para uno es “malo” para otro. Cuando
hemos eliminado la idea de que hay un Dios que produce y sustenta el bien, y un
demonio que produce y sustenta el mal, hemos llegado al hecho de la verdadera
percepción de adentro hacia afuera.
Todas las civilizaciones que han existido, y en la que estamos viviendo ahora, se
deben a una percepción verdadera o falsa de lo que es nuestra naturaleza real. Si
queremos conocer y entender nuestras naturalezas, debemos primero entender que
hay en nosotros Aquello que nunca cambia, cualquiera sean los cambios producidos
por él. Nunca somos las cosas que vemos, o sentimos, o escuchamos, o conocemos,
o experimentamos. No importa cuántas puedan ser las experiencias, aún
permanecemos inalterables con la posibilidad de otras experiencias infinitas.
Que el
Yo en nosotros es inmutable puede parecer difícil de comprender para la mente
occidental, que piensa que sin cambio no hay progreso; pero puede percibirse por el
hecho de que nuestra identidad permanece siempre la misma en el cuerpo de un
niño y a través de los cambios del cuerpo que han ocurrido desde la niñez. Si la
identidad alguna vez cambiara, nunca podría observar el cambio.
Solo aquello que
es permanente y estable ve el cambio, puede conocerlo, puede hacerlo. Y—lo que
la teología, la filosofía moderna, la ciencia moderna nunca nos han enseñado— allí
está este hecho: como somos el espíritu inmortal en la mismísima raíz de nuestro
ser, hemos construido para nosotros mismos muchas mansiones a través de todo el
proceso de los cambios de naturaleza. La condensación gradual que continua con
cada planeta y en cada sistema solar continua con cada cuerpo, cada forma tiene su
existencia inicial como forma en el estado más fino de la materia, de la cual es
condensada y endurecida al estado físico de la materia actual. Pero las experiencias
ilimitables de los planos superiores, de regreso a través de todos esos cambios,
están ahora residentes dentro de nosotros mismos— presentes con nosotros donde
quiera que estemos o podamos estar—salvo que hayamos cerrado las puertas a
ellas.. ¿Por qué?
Porque este cerebro nuestro, el órgano más sensible del cuerpo,
debido a que se usa en nuestras modificaciones de pensamiento, está preocupado
con las cosas de la tierra, en relación con el cuerpo. Un cerebro entrenado y
sostenido por esta clase de pensamiento no puede registrar desde la naturaleza más
elevada—desde las cubiertas más finas del alma. Pero una vez que comenzamos a
pensar y actuar desde la base de estas verdades, el cerebro —que es el órgano del
cuerpo que cambia más rápidamente—se hace poroso a las impresiones de nuestra
vida interna. Débilmente, al principio, y con más fuerza a medida que pasa el
tiempo, comenzamos a darnos cuenta del hecho de esta experiencia interna, y —lo
que es más para nosotros que todo lo demás—la continuidad de nuestra conciencia,
el hecho de que la conciencia nunca cesa, sin importar en qué plano podamos estar
actuando. En consecuencia, podemos tener en nuestros propios cuerpos y durante
nuestra vida—no una promesa— sino un sentido, una comprensión, un
conocimiento de la inmortalidad aquí y ahora!
Nos han enseñado a creer. Pero, la creencia no es conocimiento.
Nos han enseñado a creer en una formula, pero una formula no es conocimiento.
Por lo tanto nos hemos extraviado en todas direcciones y hemos hecho de esta vida
un horror para nosotros. Tenemos miedo a la muerte, al desastre; estamos siempre
reforzándonos con alguna clase de guardia en esta o aquella dirección. Tenemos
miedo de confiar en el mismísimo Dios en el que decimos que creemos. No
confiaremos en Cristo. No usaremos todos los medios en los que podemos pensar
para buscar por nosotros mismos. Cada uno de nosotros es Espíritu y cada uno de
nosotros está usando poderes espirituales para inducir lo que llamamos bueno y lo
que llamamos malo; pero la mala aplicación de los poderes espirituales, en ausencia
del conocimiento real, debe conducirnos al sufrimiento. Por lo tanto tenemos que
saber qué somos, y pensar y vivir a la luz de nuestras propias naturalezas reales.
Entonces conoceremos la verdad dentro de nosotros mismos. Nos entenderemos a
nosotros mismos y entenderemos a nuestro prójimo, y nunca volveremos a decir,
“Nuestro Dios y otros Dioses,” sino el YO de todas las criaturas.
Veremos al Yo
como todo y en todo; actuaremos por y como el YO, porque el YO actúa solo a
través de las criaturas, y veremos a todos los seres —hombre, por debajo del
hombre, o por encima del hombre—como un aspecto de nosotros mismos; como
seres individualizados trataremos más y más de ejercer el conocimiento espiritual
que es nuestra propia herencia. Como el hijo pródigo que comía las cáscaras con el
cerdo y de repente recordó la casa de su Padre, diremos: “Voy a levantarme e iré a
mi Padre” Porque no hay nadie tan malvado, tan ignorante, tan pobremente dotado
que no pueda hacer un buen progreso en la dirección correcta; sobre quien la luz no
pueda nacer y un sentimiento de poder y fuerza y propósito surja que eliminará el
miedo y lo hará un ser fuerte y servicial en el mundo de los hombres. Lejos de
quitarnos a nuestras familias, nuestros deberes, nuestros negocios, o nuestra
ciudadanía, este conocimiento no hará mejores ciudadanos, mejores esposos,
mejores padres, mejores patriotas, si Uds. quieren, de lo alguna vez fueron antes—
patriotas no simplemente de un país, sino de todo.
Robert Crosbie
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