sábado, 2 de marzo de 2019

SABIDURÍA ANTIGUA - LA ASCENCION DEL HOMBRE



Tan imponente es la cuesta escalada por algunos y que otros tratan de escalar, que al contemplarla por un esfuerzo de imaginación, se rinde extenuado el pensamiento ante la sola idea de tan interminable viaje. Desde el alma embrionaria del ínfimo salvaje hasta el alma espiritualmente perfecta, libre y triunfante del hombre divino, prosigue el largo proceso, y apenas puede concebirse que una contenga en germen todo lo que manifiesta otra, y que la diferencia entre ambas sólo sea de evolución, porque una está todavía en el comienzo de la “ascensión del hombre” que la otra concluye. 

Pero al pensar que por debajo del salvaje se extienden largas series de razas infrahumanas, animales, vegetales, minerales y esencias elementales, y que por encima del hombre perfecto se elevan en gradaciones infinitas las jerarquías superhumanas de Choans, Manús, Budas, Constructores y Lipikas, las poderosas cohortes que ningún mortal puede contar ni enumerar, entonces la evolución humana con sus grados tan diversos, se reduce a proporciones muy modestas, considerada como simple peldaño de una larguísima escala; y la ascensión humana es uno de los grados en la evolución de las vidas que, como no interrumpida cadena, se extienden, desde la esencia elemental hasta el esplendor del Dios manifestado. 

Hemos seguido ya la ascensión del hombre desde el nacimiento del alma embrionaria hasta la efloración de la espiritualidad; hemos estudiado los peldaños franqueados por la conciencia a medida que, desenvolviéndose, pasa de la vida de sensación a la del pensamiento; hemos visto al hombre recorrer incesantemente el ciclo de nacimientos y muertes en los res mundos, recogiendo en cada uno cosecha apropiada y hallando también en cada uno muchas ocasiones de progreso. 

Vamos a seguirle ahora a través de los estados que finalizan su evolución y a los que está aún por llegar la mayoría de la humanidad, pero que sus hijos primogénitos han ya franqueado y que un reducido número de hombres y de mujeres tratan actualmente de escalar. Esto estados se han subdividido en dos categorías: 

1ª “El Sendero probatorio”; 
2ª “El Sendero” propiamente dicho, o el “Sendero del discípulo”. 

Los estudiaremos por orden. A medida que se desenvuelve la naturaleza intelectual, moral y espiritual del hombre y que llega a tener conciencia del objeto de la vida, experimenta el anhelo de asegurar en su propia persona la realización de este objeto. 
La repetida sed de goces materiales, seguida de su completa posesión y de al inevitable laxitud que la acompaña, le hacen sentir gradualmente la naturaleza efímera y engañosa de los mejores dones de la tierra. Tantas veces se ha esforzado en el éxito y en el goce, seguidos del desengaño y del hastío, que enojado se resuelve contra cuanto la tierra puede ofrecerle, exclamando con el alma dolorida:

 “¿Para qué esto? Todo es vanidad y turbación. Miles y miles de veces lo poseí para sentir luego desconsuelo en la posesión misma. Estas alegrías son ilusiones semejantes a las burbujas que vagan en la superficie del agua; burbujas de colores hechiceros y tonos irisados que se deshacen al menor contacto. 
Estoy harto de sombras, necesito realidades; anhelante y angustioso busco lo eterno y lo verdadero; quiero libertarme de las cadenas que me sujetan y retienen prisionero en este mundo de cambiantes apariencias.” 

Concebid la tierra tan bella como la han soñado los poetas, suprimid todos los males, aumentado todos los goces, dad a toda belleza un nuevo brillo, elevadlo todo a la perfección y, sin embargo, el alma se hastiará apartándose, vacía de todo deseo, de este paraíso terrestre. He aquí el sentimiento íntimo que despierta en el fondo del alma esta primera llamada a la liberación. Si la tierra es una prisión, ¿para qué adornarla? Lo que el alma quiere es el espacio libre sin límites que se extiende más allá de los muros de su calabozo. 

El cielo mismo no le atrae tanto más que la tierra. Los goces celestes han perdido su atractivo, y ni las alegrías intelectuales y sentimentales del paraíso pueden satisfacerle. Son “pasajeros, efímeros, limitados, fugaces”, y como los contactos sensuales, no proporcionan satisfacción definitiva. El alma abandona todo lo que cambia; en su laxitud clama por la libertad. Muchas veces este concepto de la vanidad de las cosas terrenas y celestes ilumina un instante, a modo de relámpago fugaz, la conciencia del hombre. Luego los mundos exteriores afirman nuevamente su imperio, y la caricia engaladora de sus goces ilusorios mece al alma contentándola por un momento. Muchas vidas han de pasarse llenas de nobles trabajos, de desinteresadas empresas, de puros pensamientos, de acciones sublimes, antes de que el sentimiento de aniquilación de toda cosa fenomenal llegue a ser la actitud permanente del alma. Pero, tarde o temprano, renuncia al cielo y a la tierra, considerándolos incapaces de satisfacer sus necesidades; y ese instante en que se aparta una vez para siempre de lo pasajero, en que afirma claramente su voluntad de no atender sino a lo eterno señala su entrada en el Sendero probatorio. 

El alma abandona desde entonces el camino llano y sencillo de la evolución normal, para afrontar la escabrosa pendiente que conduce a la cumbre del monte, decidida a sustraerse de la servidumbre de las vidas terrenas y celestes y alcanzar el libre ambiente de la altura. La tarea que se le impone al hombre en el Sendero probatorio es completamente mental y moral. Debe prepararse gradualmente para “encontrarse con su Maestro frente a frente”. Pero expliquemos antes lo que significa la frase “su Maestro”. Hay seres elevados pertenecientes a nuestra raza, seres que han concluido su evolución humana, y a los que hemos aludido ya como miembros de una Fraternidad cuyo papel consiste en activar y guiar la evolución humana. Estos grandes seres, los Maestros, continúan encarnando voluntariamente en los cuerpos humanos a fin de constituir el lazo de unión entre nuestra humanidad y los seres sobrehumanos. Ellos permiten que, mediante ciertas condiciones, cualquiera sea su discípulo con objeto de apresurar su evolución y ser apto de entrar a su vez en la gran fraternidad cooperando en el glorioso y bienhechor trabajo a favor del hombre. 

Los Maestros velan siempre por la raza y se fijan en todos los que por la práctica de la virtud, el trabajo desinteresado, el esfuerzo intelectual consagrado al servicio de los hombres, la devoción sincera, la piedad y la pureza, destacan de la masa de sus semejantes y son capaces de recibir más especial asistencia que la concedida a la humanidad en masa. Antes de recibir socorro especial, el individuo debe dar prueba de receptividad también especial, pues los Maestros presiden la distribución de las energías espirituales que deben activar la evolución global de la humanidad, y la utilización de estas energías para el pronto crecimiento de una sola alma no se permite sino en tanto que esta alma sea realmente capaz de un progreso rápido y pueda enseguida ser a su vez uno de los servidores de la raza y dar a sus semejantes los socorros que haya recibido. 

Así, cuando un hombre, utilizando completamente el auxilio obtenido por medio de la religión y de la filosofía, ha llegado por sus propios esfuerzos a la cresta de la ola humana y demostrado una naturaleza amante, desinteresada y auxiliadora, es objeto de atención particularísima por parte de los celosos Guardianes de la raza. Se les suscitan además en su camino ocasiones especiales de probar su fuerza y provocar el despierte de su intuición. Tanto más aprovecha estas ocasiones, tanto mostrarle de un modo cada vez más claro la naturaleza engañadora e irreal de la existencia terrestre. De aquí esa laxitud, ya indicada, que no deja al hombre otro deseo que el de la liberación y le lleva a la entrada del Sendero probatorio. 

La entrada en este sendero le convierte en un discípulo (chela) en expectación de prueba. 
Uno de los Maestros le acoge bajo su guarda, reconociéndole como hombre que se aparte del camino ordinario de la evolución para buscar al Instructor destinado a guiar sus pasos a lo largo del áspero y angosto sendero. El Instructor le espera en la entrada y, sin embargo, el neófito no conoce a su Maestro; pero este conoce sus esfuerzos, guía sus pasos, le coloca en las condiciones más adecuadas para favorecer su progreso y vela por él con la tierna solicitud de una madre, con la prudencia que nace de la perfecta intuición. El camino puede parecer solitario y sombrío, pero “un amigo más íntimo que el mejor de los hermanos” está siempre allí, y el alma recibe directamente los socorros que los sentidos no perciben. Hay cuatro cualidades morales, perfectamente determinadas, que debe adquirir el chela en expectación de prueba. Tal es la condición impuesta por la sabiduría de la Gran Fraternidad a quien quiere ser un discípulo propiamente dicho. No es necesario, con todo, que estas cualidades se desenvuelvan en toda su perfección; pero el discípulo debe esforzarse en adquirirlas y poseerlas en parte antes de la iniciación. 

La primera de estas cualidades es el discernimiento entre lo real y lo irreal; cualidad que ya ha despuntado en el alma del discípulo, puesto que es la que le condujo a la entrada del sendero que seguirá en adelante. La distinción se acentúa entonces cada vez con más claridad en su espíritu, y llega gradualmente a liberarte en gran parte de las trabas que le sujetan; pues la segunda cualidad, la indiferencia por las cosas exteriores, es consecuencia natural del discernimiento que con toda claridad evidencia su poca valía. El neófito aprende, que la laxitud que roba a su existencia todo su sabor, se debía a las decepciones constantemente procedentes de buscar su satisfacción en lo irreal, cuando únicamente lo real puede satisfacer el alma. 

Aprende que todas las formas son ilusorias, que están desprovistas de estabilidad, que se transforman incesantemente bajo el impulso de la vida, y que nada hay de real en el mundo son la vida Una, inconscientemente buscada y amada bajo los múltiples velos que la ocultan a nuestra vista. 
Al discernimiento estimulan de un modo enérgico las múltiples vicisitudes, el torrente de circunstancias bruscamente variables, en medio de las cuales se encuentra envuelto ordinariamente el discípulo, al objeto de hacerle sentir con más intensidad la instabilidad de las cosas externas. Las existencias sucesivas de un discípulo son ordinariamente tempestuosas y atormentadas, pues las mismas cualidades que en el hombre ordinario se desenvolverán tras una larga sucesión de vidas en los tres mundos, deben desplegarse sin retardo en el discípulo dirigiéndose a la perfección por un rápido crecimiento. A fuerza de pasar bruscamente de la alegría a la tristeza, de la calma a la tormenta, del reposo al trabajo, el discípulo llega a ver en esas vicisitudes formas ilusorias, y a sentir, a través de todas ellas, una continua e invariable corriente de vida. 

Llega a serle indiferente el poseer o no las cosas, y su vista s fija cada vez más en la inconmovible y perpetuamente presente realidad. Al adquirir esta suerte de intuición y de estabilidad, el neófito trabaja en el desarrollo de la tercera de las cualidades requeridas, cuyo conjunto de ser atributos mentales se les exige antes de permitirle a seguir el Sendero propiamente dicho. 
No está obligado a poseerlos todos con perfección; pero todos ellos deben haberlos adquirido, cuando menos parcialmente, antes de que se le permita ir más adelante. En primer lugar, el neófito debe adquirir imperio sobre los pensamientos que crea sin cesar en su inteligencia, agitada y turbulenta, “tan difícil de subyugar como el viento”. 

La práctica sostenida y cotidiana de la meditación y de la concentración, háyase ya establecida, desde antes de la entrada en el Sendero probatorio, y pone en orden a la mentalidad rebelde; y así, con concentrada energía trabaja el discípulo para completar su obra, porque sabe que el inmenso acrecentamiento de potencia central que acompañe a su rápido crecimiento, constituirá un peligro para sus semejantes y para él mismo, a menos que no subyugue por completo la fuerza agigantada. Valdría tanto entregar dinamita a un niño para que jugase, como el confiar los poderes creadores el pensamiento en manos de un egoísta o de un ambicioso. 

En segundo lugar, el chela novicio debe añadir la posesión exterior a la dominación interior; Debe regular sus palabras y sus acciones tan rigurosamente como sus pensamientos. La naturaleza inferior debe obedecer a la inteligencia, como ésta debe obedecer al alma. Los servicios que el discípulo puede prestar en el mundo externo dependen del puro y noble ejemplo que su conducta ofrezca a los hombres, lo mismo que lo que puede hacer en el mundo interno depende de la estabilidad de sus pensamientos. El descuido respecto a esas regiones inferiores de la actividad basta muchas veces para estropear una buena obra. 

El aspirante deberá esforzarse en ir hacia un ideal perfecto bajo todos conceptos, a fin de que más tarde, cuando huelle el sendero, no tropiece y con ello excite los improperios del enemigo. 
Ahora bien, como ha hemos dicho, semejante grado de perfección no se exige todavía en ningún punto, pero si el aspirante se conduce con prudencia va siempre hacia la perfección, pues sabe que aun haciéndolo lo mejor quedará siempre por debajo de su ideal. En tercer lugar, el candidato a la iniciación debe edificar en su interior la sublime y amplia virtud de tolerancia: la aceptación pacífica de todo hombre, de todo ser, tal como es, sin tratar de hacerle otro, sin querer que se pliegue a las exigencias de su gusto particular. 

El aspirante comienza a comprender que la Vida Una reviste apariencias innumeras, todas ellas buenas en tiempo y en lugar, y acepta cada manifestación determinada de esta vida sin querer transformarla en otra distinta. Aprende a venerar la Sabiduría que ha concebido el plan de este universo cuya ejecución dirige, y considera serenamente los fragmentos, aún imperfectos, que desarrollan con lentitud la trama de su existencia parcial. El beodo en camino de deletrear el alfabeto de los sufrimientos que produce la supremacía de la naturaleza inferior hace en su etapa una obra tan útil como el santo que acaba de aprender las más elevadas lecciones que la tierra pueda dar, y será injusto exigir del uno o del otro más de lo que pueden cumplir. El uno está en la escuela de párvulos asimilándose, gracias a las lecciones de cosas, una instrucción todavía rudimentaria; el otro, pronto a salir de la Universidad, está en el doctorado. Ambos obran como conviene a su edad y a su situación, y nos debemos poner a su nivel para proporcionarles ayuda. 

He aquí una de las lecciones que enseña lo que en ocultismo se llama “tolerancia”. En cuarto lugar, el aspirante debe fortalecerse, cultivar la paciencia que lo soporta todo, sin debilitarse jamás y perseguir rectamente el fin de su camino sin interrumpirla. Nada ocurre sino por la Ley, y él sabe que la Ley es buena. Comprende que el pedregoso sendero conduce directamente a la cumbre, y sube los espinosos atajos que no pueden seguirse con tanta comodidad como el camino amplio y frecuentado que como interminable meandro rodea los flancos del monte. Comprende que ha de satisfacer en brevísimas existencias todas las obligaciones Kármicas acumuladas en su pasado, y que la cuantía de los pagos acrece en proporción a la premura del vencimiento. 

Las continuas luchas en cuyo seno el aspirante se halla envuelto, desarrollan gradualmente en él la quinta cualidad atributiva: la fe. La fe en su Maestro y la fe en sí mismo, una confianza serena y firme que nada pueden conmover. Aprende a confiar en al sabiduría, en el amor y en el poder de su Maestro, y comienza a sentir –no ya sólo a afirmar verbalmente—al Dios que reside en su corazón y que debe extender poco a poco su imperio sobre todas las cosas. La última cualidad mental, el equilibrio, se desenvuelve en cierta medida, sin necesidad de esfuerzo consciente, mientras el aspirante trabaja en la adquisición de las cinco anteriores. El mero hecho de querer seguir el sendero indica que la naturaleza superior comienza a desplegarse y que el mundo externo definitivamente se relega a segundo término. Después, los sostenidos esfuerzos ejecutados para dirigir la vida más conveniente al discípulo, viene a desatar poco a poco el alma de todos los lazos que la atan todavía a la vida de los sentidos. 

A medida que el alma aparta su atención de los objetos inferiores, disminuye la atracción que éstos ejercen sobre ella. “Cuando es austero el morador del cuerpo, los objetos de los sentidos se desvanecen” y pierden enseguida todo el poder de producir el desequilibrio. 
Aprende, pues, el discípulo a moverse, serenamente impasible, entre los objetos de los sentidos, no teniendo ni deseo ni aversión por ellos. —Los disturbios intelectuales de toda suerte, las alternativas de alegría y sufrimiento mental por medio de las bruscas alteraciones introducidas en su vida por los cuidados siempre vigilantes de su Maestro, todas estas vicisitudes contribuyen a la fortificación de la preciosa virtud del equilibrio en el aspirante. Una vez adquiridos estos seis atributos mentales en suficiente medida, el chela probacionario sólo necesita la cuarta cualidad: el intenso y profundo deseo de liberación, la sed ardiente del alma que quiere unirse a Dios, deseo que lleva consigo la promesa de su propia realización. He aquí al aspirante pronto a entrar en el estado de verdadero discípulo, pues, una vez afirmado claramente este deseo, jamás podrá destruirse. 

El alma que lo ha experimentado ya no podrá apagar su sed en las fuentes terrenales cuyas aguas le parecerán insípidas, y más sediento aún se alejará de ellas hacia la senda vivificante de la Vida real. Al llegar a este grado, queda “el hombre apto para recibir la iniciación”, presto para “entrar en la corriente” que le separará pro siempre de los intereses de la vida terrenal, salvo en lo que en ella pueda servir a su Maestro y ayudar a la evolución de la raza. Para él no existe en adelante la separación; su vida debe ofrecerse en el altar de la humanidad, y gozoso sacrificio todo lo que es, a fin de utilizarlo a favor del bien común *. Durante los años empleados en adquirir las cuatro cualidades fundamentales, el chela probacionario habrá realizado considerables progresos en otros sentidos. Habrá recibido de su Maestro muchas enseñanzas dadas generalmente durante el sueño profundo del cuerpo. El alma revestida de su cuerpo astral bien organizado, se acostumbrará a utilizarlo como vehículo de su conciencia e irá frecuentemente hacia su Maestro para recibir de él instrucción e iluminación espiritual. Estará acostumbrado a meditar, y esta práctica efectiva fuera del cuerpo físico vivificará y dirigirá más de un poder superior al estado de función activa. 

Durante las horas de meditación en el plano astral, la conciencia llegará a las cimas más elevadas del ser, conociendo mejor la vida del plano mental. El neófito aprenderá a emplear en servicio del hombre sus grandísimos poderes, y gran parte de las horas de libertad que le proporciones el sueño del cuerpo las empleará en socorrer a las almas llevadas al mundo astral por la muerte, en auxiliar a las víctimas de los accidentes, en instruir a los hermanos menos avanzados que él, y en ayudar en gran manera a cuantos necesiten ayuda. Así el alma colabora, según sus humildes medios, en el trabajo bienhechor de los Maestros, y se asocia, en la medida de su esfuerzo, a la obra de la Sublime Fraternidad. 

Mientras prosigue el Sendero de la prueba, o más tarde, se le ofrece al chela el privilegio de cumplir uno de esos actos de renunciación que señalan el más rápido ascenso del hombre. Se le permite “renunciar al Devachán”, es decir, renunciar a la gloriosa existencia que le aguarda en las regiones celestes, después de cruzar por el mundo físico, existencia que en su mayor parte hubiera pasado en la región media del mundo “arupa” en compañía de los Maestros y entre los puros y sublimes goces de la sabiduría y del amor. Si el chela renuncia a esta recompensa de una vida noble y devota, las fuerzas espirituales que hubiese empleado en el Devachán pueden aplicarse al servicio del mundo, permaneciendo el chela en el plano astral en espera de un casi inmediato renacimiento en la tierra. 
En este caso su Maestro escoge el lugar a donde ha de volver y preside su reencarnación. 

El chela es conducido así al medio adecuado para asegurar su utilidad en el mundo, entre las condiciones más favorables para su progreso y para el trabajo que en él le aguarda. Y consigue en este punto que todos sus intereses individuales se subordinen a la obra divina, y que su voluntad se fije inmutablemente en el servicio sin inquietarse del lugar donde lo presta ni del género de trabajo que le incumbe. Abandonase también gozosamente en manos de quien le inspira confianza, aceptando de buen grado el lugar en que pueda prestar al mundo los mejores servicios y desempeñar su papel en la obra gloriosa de Aquellos que ayudan a la evolución humana. 

Bendita es la familia en que nace un niño con un alma semejante, pues trae consigo la bendición del Maestro que le vela, le guía constantemente y le presta todo su concurso, ayudándole para adquirir inmediato imperio sobre sus vehículos inferiores. Ocurre a veces, si bien muy raramente, que un chela reencarna en un cuerpo que ha atravesado ya la infancia y la primera juventud como tabernáculo de un “Ego” menos desarrollado. Y cuando un alma viene a la tierra para un período brevísimo, para quince o veinte años, por ejemplo, se ve obligada a dejar su cuerpo al llegar a la adolescencia, después de haber surgido todo el trabajo de primera formación y de hallarse en vías de llegar a ser muy pronto un vehículo verdaderamente útil para la inteligencia. Si un cuerpo tal es bonísimo y puede convertir a cualquier chela presto a reencarnar, será objeto de especial cuidado durante la vida del primer ocupante, en vista de una utilización posible cuando aquél no tenga necesidad de él. Al acabar el “Ego” su período vital, desencarna para pasar al Kamaloka, y entonces el chela en expectativa de reencarnación entra en la envoltura abandonada, y el cuerpo aparentemente muerto revive bajo la acción del nuevo ocupante. 

Semejantes casos, aunque muy raros, no son desconocidos de los ocultistas, y en las obras ocultas se pueden encontrar pasajes referentes a ello. El progreso del alma del chela continúa, prescindiendo de que su reencarnación sea normal o anormal; y según ya se ha visto, llega el momento en que el hombre “está dispuesto a recibir la iniciación”. Por esta puerta de la iniciación entra en el Sendero propiamente dicho, como chela ya definitivamente aceptado. El Sendero está constituido por cuatro etapas o grados distintos, y la entrada de cada una está velada por una iniciación. 

Cada iniciación va acompañada de una expansión de la conciencia individual y da así la “clave del saber”, pertenece al grado correspondiente. Al mismo tiempo da también la clave del poder, porque en todos los reinos de la naturaleza saber y poder marchan a la par. Una vez en el Sendero, el chela viene a ser el hombre sin hogar, porque o considera la tierra como su morada. No tiene tampoco residencia especial, y su única patria es el sitio donde pueda servir a su Maestro. Mientras franquea este primer grado del Sendero debe evitar tres obstáculos llamados técnicamente “trabas” o “ligaduras”, pues como ahora se dirige a grandes pasos hacia la perfección, trata de eliminar radicalmente los defectos de carácter, llevando hasta el extremo las tareas que se ha impuesto. 
Las tres trabas de que debe librarse el discípulo antes de ser admitido a la segunda iniciación, son: la ilusión del “yo” personal, la duda y la superstición. El yo personal debe conscientemente sentirse como una ilusión perdiendo para siempre la facultad de imponerse al alma como realidad. 
El discípulo debe sentirse uno con los demás; todos los seres deben vivir y alentar en él como él vive y alienta en ellos. 

La duda debe desaparecer de su corazón, desvanecida por el conocimiento y no por ciega repulsión. Debe conocer la reencarnación, el Karma y la existencia de los Maestros como hechos no sólo intelectualmente necesarios, sino como realidades de la naturaleza, comprobadas por él mismo, de suerte que en estos puntos no pueda en adelante turbar su espíritu duda alguna. La superstición, por último, se desvanece por sí misma a medida que el hombre progresa en el conocimiento de las realidades y a medida que comprende el papel desempeñado en la economía de la naturaleza por los ritos y las ceremonias. También aprenden entonces a utilizar estos diversos medios sin que ninguno le ligue. Quebrantadas estas tres ligaduras –tarea que necesita a veces una labor de muchas encarnaciones, pero que puede reducirse para algunos a los límites de una sola vida –ve el chela abrirse ante él la segunda iniciación con nueva “clave del saber” y más amplios horizontes. 

Ve disminuir rápidamente el período de existencia obligatoria que aún le espera sobre la tierra; porque al llegar a este punto franqueará la tercera y la cuarta iniciación en su encarnación actual o en la inmediata (El chela en el segundo grado del Sendero es para el indo el Kutichaka: El hombre que construye una cabaña y alcanza un lugar de paz. El budista lo denomina Sakridâgamin: el que sólo renacerá una vez más.) En este grado el discípulo debe desarrollar y hacer mas activas las facultades internas, aquellas que pertenecen a los cuerpos sutiles, porque en adelante necesitará de ellas para su servicio en las regiones más elevadas del universo. Si las hubiese desenvuelto anteriormente, este estado podrá ser entonces brevísimo. 

No obstante, el alma puede verse obligada a franquear una vez más las puertas de la muerte antes de pasar al siguiente grado. La tercera iniciación hace del discípulo el “Cisne”, el ser que remonta su vuelo al Empíreo, la maravillosa Ave de Vida, sobre la que existen tantas leyendas (En términos indos, el Hamsa, el que concibe el “yo soy aquel”. Para los budistas el Anâgâmin: el que ya no renacerá más.) En este tercer grado del Sendero el hombre debe quebrantar aún dos trabas, la cuarta y la quinta: el deseo y la aversión. Ve en todos el Yo único, y no puede cegarle el velo externo, por agradable que sea. Ve del mismo modo todos los seres, y el germen precioso de la tolerancia, ya cultivado en el Sendero probatorio, se desparrama ahora en amor universal, cuya ternura irradia sobre todo lo existente. Es el “amigo de todas las criaturas”, y “ama todo cuanto tiene vida” en un mundo donde todo vive. Encarnación viva del amor divino, franquea en seguida la puerta de la cuarta iniciación que le admite al cuarto grado del Sendero. Entonces es el Santo, el Venerable, el que está “más allá de la individualidad” (Paramahamsa en indo: el que está más allá del Yo. 

El budista lo llama Arhat: venerable.) En este grado el discípulo permanece, tanto tiempo como desee, limando los últimos eslabones que le atan aún a las regiones inferiores y le interceptan con su red sutilísima el camino de la liberación final. Rechaza toda sujeción hacia la existencia “formal”, y toda sujeción hacia la vida “sin forma”. Por sutiles que puedan parecer, estas sujeciones constituyen graves obstáculos, y el hombre debe ser enteramente libre. Debe moverse a través de los tres mundos sin que nada pueda detenerle. Los esplendores del “mundo sin forma” deben ser tan impotentes para seducirle como las bellezas concretas de los mundos de la forma. Después el Arhat rechaza –la tarea más difícil de todas—el último lazo de la separatividad, la facultad que crea el “Yo” (Ahamkara, más generalmente Mana, orgullo, porque el orgullo es al más sutil manifestación del Yo individual como distinto de los demás), tendencia perteneciente a la naturaleza del alma individual, y por la que el individuo se considera instintivamente como un ser aparte y distinto de los demás. 

Deben desaparecer las últimas sombras de esta tendencia, porque, en adelante, la conciencia del hombre reside siempre, aun en el estado de vigilia, en el plano búdico, donde siente y conoce como Uno el Yo de todos. 

Esta tendencia (Ahamkara), nacida con el alma, es la esencia misma de la individualidad, y persiste hasta el día en que es absorbido por la Mónada todo lo que en el alma individual tiene algún valor. En el umbral de la liberación debe abandonarse la separatividad, dejando a la Mónada su resultado inestimable, aquel sentimiento de identidad individual tan puro y sutil, que ya no más oculta en el Ser la conciencia de la Unidad. Entonces desaparecen fácilmente todos los elementos susceptibles de responder a los contactos irritantes del exterior, y el chela queda revestido del glorioso vestido de inmutable paz que nada puede conturbar. En fin, la completa destrucción de la separatividad ha barrido del campo de la visión espiritual las últimas sombras capaces de velar su penetrante intuición, y al contemplar la Unidad, desaparece por siempre la ignorancia (Avidya, el primer Nidâna, la primera y última de las ilusiones por que aparecen separados los mundos. Se desvanece al conseguir la liberación) o sea la limitación que da origen a la separatividad. 

El hombre es perfecto; ha conquistado la libertad. Entonces llega al fin del Sendero, al dintel del Nirvana. Ya durante la última etapa del Sendero había logrado el chela pasar a este maravilloso estado de conciencia normal, porque el Nirvana es la morada del ser liberado (Jivanmukta, “vida libertada” de los indos; el Asekha: “El que nada tiene que aprender” de los budistas). Ha terminado la ascensión humana y toca el límite de la humanidad. Sobre él se extienden las cohortes de poderosos seres sobrehumanos. Ha concluido la crucifixión en la carne, ha sonado la hora de la liberación, y el triunfante grito: “¡Todo se ha consumado!” resuena en los labios del vencedor. ¡Ved!. Ha franqueado el umbral, ha desaparecido en el resplandor de la luz nirvánica. No sabemos que misterios vela esa luz; vagamente sentimos que allí se halla el Yo supremo y que el amador es uno con el Amado. Concluyó el prolongado anhelo, se apagó para siempre la sed del corazón, y el hombre se sumió en la alegría de su Señor. Pero ¿ha perdido la tierra su criatura? ¿La humanidad queda privada de su hijo triunfante? No. Vedle que surge del seno de su divino resplandor. Reaparece en el umbral del Nirvana como encarnación viviente de la suprema luz, vestido de gloria indecible, Hijo de Dios manifiesto. 

Pero Su rostro está vuelto hacia la tierra, Sus ojos irradian compasión infinita sobre los hijos de los hombres, Sus hermanos en la carne. No puede dejarles sin consuelo, dispersos como ovejas sin pastor. Revestido de la majestad de renunciación sublime, glorioso con la fuerza de la perfecta sabiduría y el “poder de vida eterna”, vuelve a al tierra a bendecir y guiar a la humanidad como Maestro de Sabiduría, Instructor real y Hombre divino. Vuelto a la tierra, el Maestro se consagra al servicio de la humanidad con mayores fuerzas disponibles que cuando erraba por el Sendero de la iniciación. Se dedica al auxilio de los hombres, y emplea todas sus potencias en activar la evolución del mundo. Satisface con los que se aproximan al Sendero la deuda contraída en el discipulado, guiándolos, confortándolos e instruyéndolos como a El le guiaron, confortaron e instruyeron. 

Tales son las etapas, los peldaños de la ascensión humana. Desde el ínfimo de los salvajes hasta el Hombre Divino se extiende la escala y llega la meta a que propende la raza toda, hasta la gloria sin límites que todos alcanzaremos algún día. *- El estudiante querrá sin duda conocer los nombres técnicos que designan en sánscrito y en pali los grados del Sendero de prueba. Esto le permitirá hallarlos en las obras especiales. –Véase al efecto la obra “Protectores Invisibles”, de C. W. Leadbeater. Biblioteca Orientalista. –Traducción de Federico Climent Terrer. 

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