Este es un tema que se ha discutido casi hasta
agotarlo, tanto en la antigua India como entre los filósofos occidentales. Pero
en estos días nuestros pensamientos al respecto tienen una base diferente a la
de aquellos tiempos. El tono distintivo de la mente moderna, a pesar de sus
extravagancias, es más bien científico que metafísico; tiende a basarse en observaciones
sensorias y en el análisis a que ahora estamos en condición de someterlas. No
estamos viviendo en un mundo tradicional edificado sobre ciertas suposiciones
metafísicas, por muy verdaderas que esas suposiciones sean como postulados para
un sistema coherente y satisfactorio, o hasta como axiomas para quienes puedan
probar mentalmente su validez evidente. Vivimos en una era de empirismo, aunque
el campo del conocimiento empírico se ha ampliado y se ha definido tan
minuciosamente que los intelectos más adelantados del día pueden construir
sobre él una estructura de ilaciones o conocimientos, que se mantiene junta,
coherentemente, como un sistema deductivo basado en ciertos principios fundamentales.
Nada
puede ser más deductivo y más integrado en el campo científico que las matemáticas;
sin embargo, según Sir James Jeans, bien conocido astrónomo inglés y exponente
del pensamiento científico moderno, las últimas revelaciones de la ciencia
llevan, a la conclusión de que “el universo (del científico) puede describirse
mejor, aunque todavía muy imperfecta e inadecuadamente, como consistente de
pensamiento puro, del pensamiento de quien, por falta de un término más amplio,
hemos de designar como un pensador matemático”. Puesto que todo conocimiento
tiende así a integrarse no podremos en adelante aislar un solo punto de mira,
tal como el religioso o el filosófico, del científico, y contentarnos con dejar
que cada uno desarrolle sus tesis sin la influencia de los otros, si bien cada
punto de mira distintivo tendrá interés para sus partidarios.
Podría
preguntarse: ¿Hay necesidad de discutir esta cuestión de la apariencia y la realidad,
en el moderno mundo práctico? La respuesta es clara en el momento en que nos
damos cuenta del imperio tan completo que la apariencia tiene en nuestra vida
ordinaria. Por ejemplo, en lo referente al movimiento de la Tierra en torno de
su propio eje y alrededor del sol, sólo en fecha comparativamente reciente, por
lo menos en Occidente, se descubrió y se aceptó que la realidad es exactamente
contraria a la apariencia.
No
vemos las estrellas en el cielo, tal como aparecen de día. Sin embargos ahí
están las estrellas, y si poseyéramos una vista que pudiéramos proyectar en el
espacio como los rayos luminosos, las veríamos como soles resplandecientes de
diversas magnitudes, orbe tras orbe, en ruedas cada vez más gigantescas.
Otro
caso, todavía relacionado con la materia, pero que toca más intrincadamente con
las percepciones de nuestra consciencia normal, es el de la aparente solidez de
tantos objetos que nos rodean, tales como mesas, casas, árboles y metales. Las
investigaciones científicas, tanto sobre las diminutas partículas que componen
todas las cosas, como sobre las infinitas regiones de las estrellas, han
establecido ahora que existe un vacío de materia tal como la conocemos, en el
universo.
Sir James Jeans explica de esta manera ese vacío: “Escójase al azar
un punto en el espacio, y las probabilidades en contra de que esté ocupado por
una estrella son enormes... Escójase al azar un lugar dentro del sistema solar,
y todavía habrá inmensas probabilidades en contra de que esté ocupado por un
planeta o siquiera por un cometa, un meteorito o un cuerpo menor.
Aún si dentro
de un átomo escogemos un punto al azar, las probabilidades en contra de que
esté ocupado son inmensas... Al pasar revista a toda la estructura del
universo, desde la gigantesca nebulosa y los inmensos espacios interestelares e
internebulares, hasta la diminuta estructura del átomo, pocas cosas fuera de espacios
vacíos pasan ante nuestra visión mental. Vivimos en un universo sutil; modelo,
plano y diseño abundan, pero la substancia sólida es rara.”
La sustancialidad
de todos los objetos que vemos o tocamos es meramente una impresión de nuestra
consciencia. Así nos vemos obligados a contemplar el hecho de que el mundo familiar
a nuestros sentidos no es sino una interpretación de las cosas por los sentidos
que poseemos. ¿Quién puede decir lo que esas cosas son en realidad, o qué
impresión nos causarán en una etapa futura de nuestra evolución?
La
ciencia ha hecho muchas revelaciones dramáticas en el último siglo, lo cual nos
prueba que existe un velo, o quizá muchos velos, creado por las limitaciones de
nuestra consciencia y de nuestras percepciones. ¿Qué puede haber más
contradictorio del mundo material, tal como nos lo presentan nuestros sentidos,
que las energías y sistemas de energías en que la Ciencia lo ha convertido?
Si
a esto queda reducido el mundo de la materia, ¿qué decir de la naturaleza de
nuestra consciencia? La Ciencia moderna comenzó considerando a la materia como
la única realidad, y a la mente como producto de ella, pero se ha ido alejando
mucho de esa posición. Ha llegado ahora a un punto en sus análisis, en el que
la materia no es sino una cortina que parece ocultar algo que es de la
naturaleza de la mente o del pensamiento. Materia y mente están más mezcladas
que antes en nuestra visión actual, en continuo desarrollo, pero con creciente
predominio del elemento mental.
Es
evidente que el proceso de la evolución está incompleto, y tenemos que admitir
que la mente, con el desarrollo que ha alcanzado hasta ahora en nosotros, no es
capaz de traspasar el velo de sombras constituido por los fenómenos que
estudiamos. Las antiguas escuelas filosóficas de India apreciaban este hecho.
Pero tenían la opinión de que hay un orden más elevado de percepción, latente
en nosotros, por desarrollarse en el curso del tiempo, y cuyo desarrollo puede
anticiparse ahora mediante métodos adecuados.
El
Señor Buddha describió la Realidad alcanzada por El, como Nirvana, que literalmente
significa apagar o extinguir el yo personal, el cual se ve entonces como una
mera apariencia o ilusión, aunque nos parezca tan real, como reales le parecen
sus sueños al soñador. En vista del grado tan alto en que nuestra mente está
condicionada por las experiencias pasadas, hay que libertarla de sus continuos
impulsos, de la subconsciente involución a que ha sido sometida, antes de que
pueda descubrir y expresar su propia y verdadera naturaleza. En las antiguas
escuelas de India se entendía muy bien que esta realización es posible mediante
el cuidadoso adiestramiento de nuestras facultades mentales y espirituales
(estas últimas de un orden de percepción más elevado que el mental), y con la
adaptación del cuerpo y el cerebro a ese propósito. Los seis Darsanas se
relacionaban en su aspecto práctico con el punto de vista y los métodos de tal
realización.
Nosotros
no podemos sino especular acerca de la naturaleza de cualquier realidad que
trascienda la esfera de nuestro conocimiento y su relación con las apariencias
producidas dentro de esa esfera. Los intelectos más elevados de India han
tratado estos problemas con una intrepidez que no ha sido superada. Los
conceptos metafísicos de India que, como hoy podemos ver, tienen, por extraño
que parezca, el poder de aglutinar nuestras opiniones fragmentarias y
desarticuladas -logradas no desde una altura dominante, si no desde un nivel
más cercano al del suelo- sostienen que la Realidad es indescriptible, pero
única y completa e inmutable, y que todos los cambios en el campo de la diversidad,
que abarca tanto la consciencia como la forma, no son sino un ejemplar de su composición.
Desde el sitio que ocupamos en el cuadro no podemos obtener sino una vista
parcial del conjunto, que, sin embargo, es suficiente para indicarnos las
probables direcciones de nuestro sucesivo progreso.
Para
el hombre religioso, Dios es la única realidad; el concepto que dé a este término
dependerá de la manera como se ha desarrollado él mismo, y de la forma que proporcione
más satisfacción a sus necesidades mentales y especialmente emocionales. Busca
un Dios en quien espera hallar reposo y felicidad perdurable, como un refugio
del mundo de desorden, injusticia y sufrimiento que lo atormenta. ¿Que estas
cosas no son sino fenómenos, tras de los cuales hay un plan que incorpora los
atributos de justicia, orden y amor que instintivamente buscamos, a la manera
como un feo andamio puede ocultar un edificio perfectamente bello? Pero aún así
tenemos que reconocerle realidad al andamio mientras dure, aunque no sea permanente.
Por
mucho que se incline la actitud de la religión en dirección a un Ser absoluto o
trascendente, con quien el individuo sometido a un orden relativo tiene alguna
especie de relación, esa actitud está fundamentalmente basada en la necesidad
de llenar un vacío y de suplir una necesidad de la existencia individual. No es
la necesidad de una fría investigación intelectual sobre la diferencia entre
realidad y apariencia. Debido al peso de la indigencia personal, nace la
tendencia a la superstición, a apelar al extremo certero de una satisfacción
temporal. No obstante, puede ser que las emociones más puras asociadas con la
religión, con el compañerismo humano y con el arte, sean tan pertinentes para
una posible apreciación de la realidad -sea ésta la que sea- como una
percepción puramente matemática. Un conjunto de ondas sonoras puede constituir
la música más gloriosa, o puede ser considerado como meras vibraciones del aire
en ciertas relaciones, ¿Cuál de las dos es la realidad, y cuál la apariencia?
Si consideramos el hecho de que hay en la Naturaleza una infinidad de
vibraciones para las cuales no tenemos órganos sensorios adecuados, podemos muy
bien imaginar cuánto más grande puede ser la realidad, que lo que podemos
concebir con base en nuestra comprensión actual.
N. SRI RAM
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