lunes, 18 de febrero de 2019

REENCARNACIÓN




Ya estamos ahora en situación de estudiar con fruto una de las doctrinas esenciales de la Sabiduría Antigua: la doctrina de la reencarnación. Nuestro concepto de la reencarnación puede aclararse más y ponerse más en armonía con el orden natural, si la consideramos como principio universal, y luego pasamos a observar el caso especial de la reencarnación del alma humana. 
Al estudiarla, este caso especial se arranca generalmente de su sitio en el orden natural, y se le considera, con gran detrimento suyo, como fragmento dislocado; pues toda la evolución consiste en una vida evolucionante que pasa de una forma a otra a medida que se desenvuelve, almacenando en sí misma la experiencia adquirida en dichas formas. 

La reencarnación del alma humana no es la añadidura de un nuevo principio a la evolución, sino la adaptación del principio universal para adquirir las condiciones que exige la individualización de la vida en constante desenvolvimiento. Mr. Lafcadio Hearn (Mr. Hearn se ha equivocado en la expresión, pero no, según se cree, en el concepto íntimo. Parte de su exposición del concepto budista de esta doctrina y el modo de usar la palabra, extraviará al que lea su interesante artículo sobre el asunto, si no tiene muy presente la diferencia entre el ego real y el ilusorio.) ha expuesto este punto, al considerar el alcance de la idea de la preexistencia en el pensamiento científico de Occidente. Dice: “Con la aceptación de la doctrina de la evolución, las ideas antiguas vinieron a tierra y otras nuevas surgieron en todas partes, reemplazando los antiguos dogmas; y ahora tenemos el espectáculo de un general movimiento intelectual, en sorprendente dirección paralela con la filosofía oriental. 

La rapidez sin precedente y lo multiforme del progreso científico durante los últimos cincuenta años, no podían menos de provocar un aceleramiento intelectual, igualmente sin precedente, entre los no científicos. Que los organismos más elevados y complejos se han desenvuelto de los ínfimos y sencillos; que una sola base física es la substancia de todo el mundo viviente; que no puede trazarse línea alguna de separación entre el animal y el vegetal; que la diferencia entre la vida y la no-vida es sólo diferencia de grado y no de especie; que la materia no es menos incomprensible que la mente, al paso que ambas sólo son manifestaciones de la misma realidad desconocida: todas estas cuestiones se han convertido ahora en vulgaridades de la nueva filosofía. 
Después que por primera vez fué reconocida la evolución física hasta por la teología, era fácil predecir que no podría retardarse indefinidamente el reconocimiento de la evolución psíquica, pues quedaba rota la barrera erigida por los antiguos dogmas que impedía a los hombres mirar hacia atrás. Y hoy, para el estudiante de psicología científica, la idea de la preexistencia pasa del reino de la teoría al de los hechos, probando de plausible modo la explicación budista del misterio universal. Consideremos la Mónada de forma Atma—Buddhi. 

En esta forma, en la vida expirada del Logos, yacen ocultos todos los poderes divinos; pero, como es sabido, están latentes, no manifestados ni funcionantes. Han de ser despertados gradualmente por choques externos, pues en la misma naturaleza de la vida está en vibrar en contestación a las vibraciones que la pulsan. Como en la Mónada existen todas las posibilidades de vibración, toda vibración que obre en ella despertará el poder vibratorio correspondiente, y de este modo, una tras otra, pasaran todas las fuerzas del estado latente al activo. En esto consiste el secreto de la evolución; el medio actúa en la forma de la criatura viva—téngase presente que todas las cosas viven--, y al trasmitirse esta acción a la vida por medio de la forma envolvente, la Mónada que está dentro de ella despierta vibraciones que responden y pasan al exterior desde la Mónada a la forma, poniendo a su vez en vibración sus partículas y volviéndolas a coordinar en forma correspondiente o adoptada al choque inicial. Esto es la acción y la reacción entre el medio y el organismo, reconocida por todos los biólogos, y que algunos consideran como explicación suficiente de la evolución. 

La observación paciente y cuidados de esta acción y reacción no da, sin embargo, explicación alguna de porque el organismo responde así al estímulo; y es necesario que la Antigua Sabiduría venga a descubrir el secreto de la evolución, señalando al Yo en el corazón de todas las formas, como la oculta fuente originaria de todos los movimientos de la Naturaleza. Una vez comprendida la idea fundamental de una vida que encierra la posibilidad de contestar a todas las vibraciones que lleguen a ella desde el universo exterior, cuyas respuestas son gradualmente determinadas por la acción de fuerzas externas, conviene comprender la segunda idea fundamental: la continuidad de la vida y de las formas. Las formas transmiten sus peculiaridades a otras formas que preceden de ellas, las cuales son parte de su propia substancia y se han separado para llevar una existencia independiente. 

Por división, por brotes, por lanzamiento de gérmenes, por el desarrollo del fruto dentro de la matriz, se conserva la continuidad física, derivándose cada nueva forma de la precedente y reproduciendo sus características. La ciencia agrupa estos hechos bajo el nombre de ley de herencia, y sus observaciones sobre la trasmisión de la forma son dignas de atención y delatan el modo de obrar de la Naturaleza en el mundo fenomenal. Pero debe tenerse presente que esto se aplica a la construcción del cuerpo físico, en el cual entran los materiales suministrados por los padres. 

Los modos de obrar más ocultos, las operaciones de la vida sin las cuales la forma no existiría, no han sido aún observadas, por no ser susceptibles de observación física, y este vacío solo pueden llenarlo las enseñanzas de la Antigua Sabiduría, dadas por Aquellos que emplean poderes de observación Supra--físicos, y que por sí puede comprobar todo discípulo que pacientemente estudia en sus escuelas. Hay continuidad de vida así como continuidad de forma, y la vida continua—cuyas energías latentes, cada vez en mayor número, se transforman en activas por el estímulo que reciben en las formas sucesivas—es la que resume en sí misma las experiencias obtenidas en las formas sucesivas de que se ha revestido; pues cuando la forma perece, la vida conserva los anales de esas experiencias en las mayores energías que han despertado, y se halla pronta a ser un alma de otras formas derivadas de la antigua, llevando consigo este acopio acumulado. 

Mientras estuvo en la forma anterior, funcionó por su conducto, adoptándola a la expresión de cada nueva energía despertada; la forma traspasa estas adaptaciones, grabadas en su substancia, a la parte que separada de ella constituye su fruto, el cual, siendo de su substancia, ha de tener necesariamente las peculiaridades que a ésta caracterizan; la vida se vierte dentro de ese fruto con todos los poderes que ha despertado, y lo moldea aun más; y así una y otra. 
 La ciencia moderna prueba cada día más y más claramente que la herencia toma una parte siempre decreciente en la evolución de las criaturas superiores, que las cualidades mentales y morales no se trasmiten de padres a hijos, lo cual es tanto más patente cuanto más elevadas sean dichas cualidades; el hijo de un genio es muchas veces un imbécil, y padres vulgares dan nacimiento a un genio. 
Debe existir un substrátum continuo, inherente a las cualidades mentales y morales, a fin de que puedan acrecentarse, pues de otro modo la Naturaleza, en este importantísimo ramo de su obra, produciría efectos vagos y sin causa, en lugar de demostrar en ellos continuidad ordenada. 

En este punto la ciencia está muda; pero la Antigua Sabiduría enseña que dicho substrátum, continuo es la Mónada, receptáculo de todos los resultados, depósito en que se almacenan todas las experiencias como poderes activos en crecimiento. Una vez bien comprendidos estos dos principios—de la Mónada con potencialidades que se convierten en poderes, y de la continuidad de la vida y de la forma—procedamos al estudio pormenorizado de su modo de obrar, y veremos que resuelve muchos de los embarazosos problemas de la ciencia moderna, así como aquellos otros que más atañen al corazón, de los que se ocupan el filántropo y el filósofo. Principiemos por el estudio en la Mónada, cuando se halla sujeta a las influencias de los niveles arrúpicos de los planos mentales, del principio mismo de la evolución de la forma. Sus primeros estremecimientos para responder a las impresiones de que es objeto, atraen a su alrededor algo de la materia de este plano, y así tenemos la evolución gradual del primer reino elemental. 

Los grandes tipos fundamentales de la Mónada son siete, imaginados a veces como semejantes a los siete colores del espectro solar, derivados de los tres primeros. (Así como es arriba es abajo. Instintivamente recordamos los tres Logos y los siete Hijos del Fuego primordiales, y en el simbolísmo cristiano a la Trinidad y los Siete Espíritus que están ante el trono, y en el Mazdeísmo a Ahura mazdao y los siete Ameshaspendas.) Cada uno de estos tipos tiene peculiar colorido de características, y este colorido persiste durante el ciclo de eones de su evolución, afectando a todas las series de cosas vivas a que anima. Entonces principia el proceso de subdivisión en cada uno de estos tipos, que continuará subdividiéndose, hasta llegar a la individualización. 
Las corrientes puestas en acción por las energías incipientes de la Mónada—bastará seguir una evolución, pues las otras seis son iguales en principio—sólo tienen una breve vida de forma; sin embargo, cualquiera que sea la experiencia que en ellas se adquiera, está representada por un aumento de vida que responde en la Mónada, la cual es fuente y causa; y esta vida que responde consiste en vibraciones, muchas veces incongruentes entre sí, estableciéndose en la Mónada una tendencia hacia la separación, agrupándose juntas las fuerzas las fuerzas que vibran en armonía, determinando lo que pudiéramos llamar acción concentrada, hasta que se forman varias submónadas, si se nos permite por un momento esta expresión, parecidas en sus principales características, pero diferentes en los detalles, como matices de un mismo color. 

Estas se convierten, a su vez, por los impulsos de los niveles inferiores del plano mental, en las Mónadas del segundo reino elemental, pertenecientes a la región de la forma de este plano, continuando el proceso con el aumento constante del poder responsivo de la Mónada, de suerte que cada una es la vida animadora de formas sin cuento, por cuyo medio recibe las vibraciones; y cuando la forma se desintegra sigue vivificando constantemente nuevas formas, continuando también el proceso de subdivisión por las causas ya descriptas. 
Cada Mónada encarna así continuamente en formas y almacena dentro de sí, como poderes despiertos, todos los resultados obtenidos en las formas que ha animado. Podemos considerar estas Mónadas como las almas de grupo de formas, y a medida que prosigue la evolución, estas formas muestran cada vez más atributos, siendo éstos los poderes del alma monádica del grupo, manifestados por medio de las formas en que se encarna. 

Las innumerables submónadas de este segundo reino elemental llegan pronto a un estado de evolución en que principian a responder a las vibraciones de la materia astral y comienzan entonces a obrar en este plano, convirtiéndose en las Mónadas del tercer reino elemental y repitiendo en este mundo más grosero todo el proceso verificado en el plano mental. Hácense más y más numerosas como almas monádicas de grupos, mostrando más y más diversidad en los detalles, y a medida que las características especiales se definen con mayor fijeza, en cada vez menor el número de formas animadas por cada una. Mientras tanto, puede decirse que la fuente de vida del Logos sigue supliendo nuevas Mónadas que forman en los niveles superiores, de manera que la evolución prosigue continuamente; y así que las Mónadas más evolucionadas encarnan en los mundos inferiores, son reemplazadas por las Mónadas nuevamente surgidas en los superiores. Por este proceso siempre repetido de la reencarnación de las Mónadas o almas monádicas de grupos en el mundo astral, prosiguen aquellas su evolución hasta que se hallan en estado de responder a la acción ejercida en ellas por la materia física. 

Cuando recordamos que los últimos átomos de cada plano tienen las paredes de sus esferas compuestas de materia más grosera del plano inmediatamente superior, es fácil comprender cómo la Mónada se hace apta para responder a la acción de un plano después de otro. Cuando en el primer reino elemental se hubo acostumbrado la Mónada a vibrar en contestación a los choques de la materia de este plano, pronto empezó a contestar a las vibraciones recibidas, por medio de las formas más groseras de esta materia, de la materia del plano inmediatamente inferior. 
Así en su revestimiento de las formas compuestas de los materiales más groseros del plano mental, sé hacia susceptible a las vibraciones de la materia atómica astral; y una vez encarnada en las formas de la materia astral más grosera, se hace igualmente idónea para responder a la acción del éter atómico físico, cuyas esferas tienen sus paredes compuestas de la materia astral más grosera. 

De este modo puede considerarse que la Mónada llega al plano físico, y allí principia, o, mejor dicho, todas estas almas monádicas de grupos principian a encarnarse en formas físicas como películas que constituyen los dobles etéreos de los densos minerales futuros del mundo físico. En estas formas o películas construyen los espíritus de la naturaleza los materiales físicos más densos, formándose de este modo los minerales de todas clases, los vehículos más rígidos, en los que se encierra la vida evolucionadora, y por los cuales expresa el mínimum de sus poderes. Cada alma monádica de grupo tiene su expresión mineral propia, alcanzando entonces un alto grado de especialización las formas minerales en que está encarnada. Estas almas monádicas de grupo son llamadas algunas veces en su totalidad la Mónada mineral o la Mónada encarnada en el reino mineral. 

Desde este momento en adelante, las despertadas energías de la Mónada toman una parte menos pasiva en la evolución. Principian a tratar de expresarse activamente hasta cierto punto, cuando son llamadas a funcionar y ejercer activa influencia en el moldeado de las formas en que se hallan aprisionadas. Cuando han llegado a hacerse demasiado activas para su revestimiento mineral, se manifiestan los principios de las formas más plásticas del reino vegetal, evolución a que ayudan los espíritus de la naturaleza en los reinos físicos. En el reino mineral, han mostrado ya una tendencia hacia la organización definida de la forma: el trazado de ciertas líneas según las cuales, prosigue el desarrollo. Esta tendencia rige en lo sucesivo en la construcción de todas las formas y es causa de la exquisita simetría de los objetos naturales, familiar a todos los observadores. 

Las almas monádicas de grupos se someten en el reino vegetal a divisiones y subdivisiones con creciente rapidez, a consecuencia de la mayor variedad de influencias a que están sujetas, debiéndose a esta subdivisión invisible la evolución de las familias, géneros y especies. Cuando cualquier género, con su alma monádica de grupo genérica, se halla sujeta a condiciones muy variadas, esto es, cuando las formas relacionadas con ella reciben muy diversas influencias, desarróllase en la Mónada una nueva tendencia a subdividirse, desenvolviéndose varias especies, cada una de las cuales tiene su especifica alma monádica de grupo. Cuando se deja obrar a la Naturaleza por sí sola, el proceso es lento, aun cuando los espíritus de la Naturaleza hacen mucho en la diferenciación de las especies; pero una vez el hombre se ha desarrollado y principia con sus sistemas artificiales de cultivo a ayudar el funcionamiento de una serie de fuerzas e impedir el de otras, entonces esta diferenciación puede efectuarse con rapidez considerable y pronto se desenvuelven las diferencias específicas. 

Mientras que la división efectiva no tiene efecto en el alma monádica de grupo la sujeción de la forma a las mismas influencias puede volver a destruir la tendencia separatista; pero completada ya la división, las nuevas especies quedan definida y firmemente establecidas y prontas a echar retoños propios. En algunos individuos de larga vida del reino vegetal principia a manifestarse el elemento de la personalidad, cuyo pronóstico de individualización se debe a la estabilidad del organismo. En un árbol que viva varias veintenas de años, la repetida ocurrencia de condiciones similares ejercen análoga acción: las estaciones que vuelven año tras otro con los movimientos consecutivos internos que determinan la elevación de la savia, el brotar de las hojas, el contacto del viento, de los rayos del sol y de la lluvia, todas estas influencias con su progreso rítmico, despiertan vibraciones a que responde el alma monádica del grupo, y como la sucesión de aquéllas se imprime por repetición constante, la ocurrencia de una conduce a la vaga expectación de su sucesora tantas veces repetida. La naturaleza jamás desarrolla súbitamente una facultad, y esta vaga expectación de que hablamos es el preludio de lo que más tarde serán la memoria y la previsión. 

En el reino vegetal aparecen también los preludios de la sensación, que en los individuos superiores se convierte en los individuos superiores se convierte en lo que el psicólogo oriental llamaría sensaciones “macizas” de placer y de disgusto. Hay que tener presente que la Mónada atrajo a su alrededor materiales de los planos por donde descendiera, y por tanto puede percibir la acción de estos planos, haciéndose sentir en primer término los impulsos más vigorosos de las formas más groseras de materia. Por último, las sensaciones de los rayos solares, así como el frío de su ausencia, se imprimen en la conciencia monádica; y su envoltura astral, vibrando débilmente, ocasiona la especie de ligera sensación maciza de que hemos hablado. La lluvia y las corrientes de aire, al afectar la constitución mecánica de la forma y su aptitud para comunicar vibraciones a la Mónada que le sirve de alma, son otros “pares de opuestos” cuyas funciones despiertan el reconocimiento de la diferencia, la cual es la raíz de todas las sensaciones, y más delante de todos los pensamientos. 

De este modo, por medio de las repetidas encarnaciones en las plantas, evolucionan las almas monádicas de grupos en el reino vegetal, hasta que las que sirven de alma a los individuos más elevados de dicho reino, llegan a estar en situación de dar el paso siguiente. Este paso las lleva al reino animal, en donde desarrollan lentamente, en sus vehículos físicos y astrales, una personalidad ya determinada. Siendo el animal libre para moverse, hállase sometido a mayor variedad de condiciones que la planta, fija en un solo punto, y esta variedad promueve diferencias. Sin embargo, el alma monádica de grupo que anima cierto número de animales salvajes de la misma especie o subespecie, si bien recibe gran variedad de influencias, como quiera que éstas se repiten constantemente en su mayor parte, y están compartidas por todos los individuos del grupo, sólo se diferencia lentamente. Estas influencias ayudan al desarrollo del cuerpo físico y del astral, por cuyo medio adquiere mucha experiencia el alma monádica del grupo. 

Cuando perece la forma de un individuo del grupo, la experiencia adquirida por esta forma se acumula en el alma monádica de todo el grupo, dándole color, por decirlo así. El ligero aumento de vida que aquélla obtiene, al verterse en todas las formas que componen su grupo, las hace partícipes de la experiencia de la forma que pereció, y de este modo, las experiencias continuamente repetidas, almacenadas en el alma monádica del grupo, aparecen en las nuevas formas como instintos, como “experiencias hereditaria acumuladas”. Cuando innumerables pájaros han muerto víctimas de las aves de rapiña, los polluelos acabados de salir del huevo se encogen al aproximarse uno de sus hereditarios enemigos; pues la vida en ellos encarnada conoce el peligro, siendo el instinto innato la expresión de este conocimiento. Así se forman los instintos maravillosos que preservan a los animales de innumerables peligros habituales, al paso que un peligro nuevo los encuentra desprevenido y los aturde. 

Al ponerse los animales bajo la influencia del hombre, el alma monádica de grupo se desenvuelve con rapidez creciente, y por causas parecidas a las que afectan las plantas cultivadas, aceleran la subdivisión de la vida encarnada; la personalidad se desarrolla y se hace más y más saliente; en las primeras etapas casi puede decirse que es compuesta, pues tan por completo están dominadas las formas por el alma común, que toda una mónada de seres salvajes puede actuar como movida por una sola individualidad. Los animales domésticos de tipo superior, tales como el elefante, caballo, gato, perro, etc., muestran una personalidad más individualizada; por ejemplo, dos perros pueden obrar muy diferentemente bajo la influencia de las mismas circunstancias. El alma monádica de grupo encarna en un número cada vez menor de formas, a medida que se aproxima gradualmente al punto en que se alcanza la individualidad completa. 

El cuerpo de deseo o vehículo Kámico se desarrolla considerablemente, y después de la muerte del cuerpo físico persiste por algún tiempo con vida independiente en el Kamaloka. Finalmente, el número siempre decreciente de formas animadas por un alma monádica de grupo, llega a la unidad y anima una serie de formas simples, cuyo estado sólo difiere de la reencarnación humana por la falta del Manas, con sus cuerpos mental y causal. La materia mental que trajo consigo el alma monádica de grupo, empieza a hacerse susceptible a las influencias del plano mental, y entonces el animal se halla en estado de recibir la tercera gran emanación del Logos; el tabernáculo está dispuesto para albergar la mónada humana que es triple por naturaleza, siendo sus tres aspectos respectivamente denominados el Espíritu, el Alma espiritual y el Alma humana; o sea Atma, Buddhi, Manas. 
Sin duda alguna, en el transcurso de los ciclos de la evolución, la mónada evolucionadora de la forma podría desenvolver el Manas por medio del desarrollo progresivo; pero ni en la pasada raza humana ni en los animales al presente, no es tal el curso de la Naturaleza. 

Cuando la morada estuvo dispuesta fue enviado el que debía habitarla: de planos superiores del ser descendió la vida átmica, velándose en Buddhi como en hilo de oro y mostrándose en su tercer aspecto: Manas. En los niveles superiores del mundo sin forma del plano mental, se produjo el Manas germinal dentro de la forma, surgiendo de esta unión el cuerpo causal embrionario. 
Esta es la individualización del espíritu, su clausura dentro de la forma; y este espíritu así encerrado en el cuerpo causal, es el alma, el individuo, el hombre real. Este es el momento de su nacimiento, porque, aunque su esencia es eterna, nonata y sin fin, su nacimiento en el tiempo como individuo es definido. Además, esta emanación de vida llega a las formas en evolución, no de un modo directo, sino por intermediarios. Cuando la raza ha alcanzado el punto en que es apta para recibir la mente, los grandes seres llamados Hijos de la Mente lanzan en los hombres la chispa monádica de Atma-Buddhi-Manas, necesaria para la formación del alma embrionaria. Y algunos de estos grandes seres encarnaron realmente en formas humanas, para servir de guías e instructores a la humanidad en su infancia. 

Estos Hijos de la Mente habían completado su propia evolución intelectual en otros mundos, y vinieron a este mundo más joven, nuestra tierra, con objeto de prestar auxilio a la evolución de la raza humana. Son, en realidad, los padres espirituales de nuestra raza. Otras inteligencias de grado mucho más inferior, hombres que habían evolucionado en ciclos precedentes en otro mundo, encarnaron también entre los descendientes de la raza que recibió sus almas infantiles del modo descrito. 
A medida que esta raza se desenvolvía, mejorábanse los tabernáculos humanos, y miríadas de almas que estaban esperando la oportunidad de encarnar, lo verificaron entre sus hijos. 
Estas almas, parcialmente desenvueltas, se mencionan también en los anales antiguos como Hijos de la Mente, porque poseían mentalidad, aunque relativamente poco desarrollada; almas niños, pudieran llamarse, para distinguirlas de las almas embrionarias de la masa de la humanidad y de las almas adultas de aquellos grandes Maestros. 

Estas almas niños, a causa de su más desenvuelta inteligencia, constituyeron los tipos directores en el mundo antiguo, las clases superiores en inteligencia, y, por tanto, aptas para adquirir conocimientos y para dominar a las masas de los hombres menos desarrollados. De este modo se han originado en el mundo las enormes diferencias mentales y morales que separan a las razas más desarrolladas de las menos desenvueltas, distinguiendo, aun dentro de los límites de una misma raza, al elevado pensador y al filósofo del tipo casi brutal de los hombres más perversos. Estas diferencias dependen sólo del grado de evolución, de la edad del alma, y han existido siempre en toda la historia de la humanidad de este globo. Retrocédase cuanto se pueda en los anales históricos, y se encontrarán siempre juntas la inteligencia elevada y la baja ignorancia; y los anales ocultos, que nos llevan aún mucho más lejos, cuentan parecida historia de los primeros milenios de la humanidad. 

No debe esto apenarnos, como si unos hubiesen sido indebidamente favorecidos y otros injustamente cargados para la lucha de la vida. El alma más elevada tuvo su juventud y su infancia allá en mundos anteriores, en donde otras almas estaban tan por encima de ella como están ahora otras por debajo; el alma más ínfima tienen que subir a donde se hallan las más altas; y almas aún no nacidas ocuparán su puesto en la escala de la evolución. Las cosas presentes parecen injustas porque sacamos a nuestro mundo fuera de su lugar en la evolución, y lo colocamos aparte, aislado, sin antecesores ni sucesores. Nuestra ignorancia es la que supone injusticia; los métodos de la Naturaleza son iguales, y a todos sus hijos de infancia, juventud y edad madura. No es culpa suya que nuestra necedad exija que todas las almas ocupen el mismo grado de evolución a un tiempo mismo, y grite “Injusticia” si la exigencia no se realiza. Se comprenderá mejor la evolución del alma, considerándola desde el punto en que la dejamos, cuando el hombre-animal se hallaba en estado de recibir y recibió el alma embrionaria. Para evitar toda mala inteligencia posible, conviene explicar que desde este momento no existieron dos mónadas en el hombre, o sea la que había construido el tabernáculo humano y la que descendió a este tabernáculo, y cuyo aspecto inferior era el alma humana. 

Citando otro símil de H. P. Blavatsky, diremos que así como dos rayos de sol pueden pasar a través del agujero de un postigo y mezclarse formando uno solo, aun cundo eran dos, así sucede con estos rayos de Sol supremo, el divino señor de nuestro universo. Cuando el segundo rayo penetró en el tabernáculo humano, se confundió con el primero, añadiendo meramente al mismo nueva energía, y brilló, y a la mónada humana, ya como unidad, principió su gran tarea de desenvolver en el hombre los poderes superiores de aquella Vida divina de donde procedía. El alma embrionaria, el Pensador, tenía en un principio por cuerpo mental embrionario, la envoltura de materia mental que la mónada de forma había traído consigo, pero que aun no había sido organizada para ningún posible funcionamiento. 

Era tan sólo el mero germen de un cuerpo mental unido al germen de un cuerpo causal, y durante muchas Vidas dominaron en absoluto al alma los fuertes deseos naturales, precipitándola en el torbellino de sus propias pasiones y apetitos, donde era combatida por las furiosas olas de su propia animalidad sin freno. Por repulsiva que en el primer momento pueda aparecer esta vida primitiva del alma, mirándola desde el estado más elevado que consideramos, es sin embargo necesaria para la germinación de las semillas de la mente. El reconocimiento de la diferencia, la percepción de que una cosa es distinta de otra, es un preliminar esencial para pensar; y a fin de despertar esta percepción en el alma no pensante aún, son necesarios contrastes fuertes y violentos que, chocando con ella, le impongan sus diferencias: golpe tras golpe del placer desenfrenado, golpe tras golpe del dolor desesperante, así forma el mundo externo al alma por medio de la naturaleza de deseos, hasta que las percepciones principian lentamente a formarse y registrarse después de repeticiones innumerables. 

Las cortas adquisiciones hechas en cada vida se acumulan por el Pensador, y de este modo principia a progresar lentamente. Lentamente en verdad, pues apenas si algo pensaba; y por tanto, apenas si hacia algo para la organización del cuerpo mental; y hasta que en éste no estuvieron grabadas gran número de percepciones como imágenes mentales, no hubo material sobre el que pudiera basarse al acción mental iniciada internamente; ésta principia cuando al juntar dos o más de estas imágenes mentales, resulta de ella alguna deducción, por elemental que sea. Esta deducción fue el principio del razonamiento, el germen de todos los sistemas de lógica que la inteligencia humana ha desenvuelto o se ha asimilado desde entonces. 

Todas estas inducciones se hicieron en un principio en beneficio de la naturaleza de deseos, para aumentar los goces y disminuir el dolor; pero cada una de ellas aumentaba la actividad del cuerpo mental y le estimulaba a obrar más prontamente. Vemos, pues, que en este período de su infancia el hombre no tenía conocimiento del bien ni del mal: éstos no existían para él. El bien es lo que está de acuerdo con la voluntad divina, es lo que ayuda al progreso del alma, lo que tiende a fortalecer la naturaleza superior del hombre y a educar y subyugar la inferior; el mal es lo que retarda la evolución, lo que detiene al alma en los estados inferiores después de aprendidas las lecciones que en ellos se enseñan; lo que tiende al predominio de la naturaleza inferior sobre la superior, lo que asimila al hombre con el bruto, en vez de identificarle con el Dios que debiera desenvolver. Antes que el hombre supiera lo que era el bien, tenía que conocer la existencia de la ley, y esto sólo podía saberlo propendiendo a cuanto le atraía desde el mundo externo, abalanzándose a todo objeto de deseo, y luego aprendiendo por la experiencia, dulce o amarga, si su goce estaba en armonía o en oposición con la ley. Tomemos como ejemplo un hecho vulgar: la comida de manjares apetitosos; y véase como el hombre niño podía aprender con esto la existencia de una ley natural. 

La primera vez, sació el hambre, satisfizo el gusto, y sólo placer resultó de la experiencia, porque su acción estaba en armonía con la ley. En otra ocasión, deseando aumentar el placer, comió demasiado y sufrió las consecuencias, porque entonces violó la ley. Para la inteligencia que alboreaba, debió ser experiencia confusa que lo causante de placer, se convertía en dolor por el exceso. Una y otra vez el deseo le inducía a excederse, y en cada ocasión experimentaba las dolorosas consecuencias, hasta que, finalmente, aprendió la moderación, esto es, aprendió a ajustar sus actos corporales, en este punto, a la ley física; pues vio que había condiciones que le afectaban y que no podía dominar, y que sólo conformando sus actos a las mismas, podía asegurar la felicidad física. 

Experiencias semejantes afluyeron a él por medio de todos los órganos corporales, con constante regularidad; la satisfacción de sus deseos le ocasionaba placer o dolor, según se hallasen o no en armonía con las leyes de la Naturaleza, y a medida que fue aumentando la experiencia, principió a guiar sus pasos, a influir en sus decisiones. Y en cada nueva vida no tenía que principiar de nuevo tal aprendizaje, porque a cada nacimiento aportaba algún aumento de facultades mentales, un depósito de experiencias cada vez mayor. Ya hemos dicho que el desenvolvimiento en aquellas primeras etapas era muy lento, porque no existía más que el albor de la acción mental, y cuando el hombre abandonaba su cuerpo físico al morir, empleaba la mayor parte del tiempo en Kamaloka, pasando en sueño un corto período devachánico para la asimilación inconsciente de leves experiencias mentales, no bastante desarrolladas aún para la vida activa celeste, la cual tenía en perspectiva para mucho más adelante. Sin embargo, el cuerpo causal permanente existía allí, como receptáculo de sus cualidades, que conservaba para mayor desenvolvimiento en la próxima vida terrestre. 

La función que el alma monádica de grupo representaba en los primeros grados de la evolución, está representada en el hombre por el cuerpo causal, y esta entidad permanente es la que en todos los casos hace posible la evolución. Sin él, la acumulación de las experiencias mentales y morales, que se muestran como facultades, sería tan imposible como la acumulación de las experiencias físicas, que aparecen como cualidades características de raza y de familia, sin la continuación del plasma físico. Almas sin pasado venidas a la existencia desde el no ser, con peculiaridades mentales y morales determinadas, es un concepto tan monstruoso como lo fuera el de niños que apareciesen repentinamente sin proceder de parte alguna, sin estar relacionados con nadie ni con nada, pero mostrando, sin embargo, tipos definidos de raza y de familia. 

Ni el hombre ni su vehículo físico carecen de causa; provienen del poder creador directo del Logos; y en esto, como en otros casos, las cosas invisibles se perciben claramente por su analogía con las visibles; pues, verdaderamente, lo visible no es más que la imagen y reflejo de lo invisible. Sin continuidad en el plasma físico, no existirían medios para la evolución de las peculiaridades físicas; sin la continuidad de la inteligencia, no existirían medios para la evolución de las cualidades mentales y morales. En ambos casos, sin continuidad, la evolución se detendría en su primera etapa, y el mundo sería un caos de comienzos infinitos y aislados, en lugar de un Cosmos en progreso constante. No debemos pasar por alto la circunstancia de que, en aquellos primeros tiempos, el medio ambiente producía mucha variedad en el tipo y en la naturaleza del progreso individual. En último término, todas las almas tienen que desarrollar sus poderes por sí mismas; pero el orden en que se desarrollan estos poderes depende de las circunstancias en que se halla colocada el alma. 

El clima, la fertilidad o esterilidad de la naturaleza, la vida de la montaña o de la llanura, de los bosques interiores o de las costas oceánicas, y otras innumerables circunstancias despertarán a la actividad una serie u otra de energías mentales. Una vida de grandes trabajos, de lucha incesante con la naturaleza, desarrollará poderes muy diferentes de lo que ese desenvolverían en medio de la abundancia exuberante de una isla tropical; ambas series de poderes son necesarias, pues el alma tiene que conquistar todas las regiones de la naturaleza; pero de este modo pueden desarrollarse diferencias sorprendentes aun en las almas de la misma edad, pudiendo aparecer una más adelantada que otra, según que el observador aprecie más los poderes “prácticos” o los “contemplativos” del alma, las energías activas externas o las tranquilas facultades internas de meditación. 
El alma perfeccionada lo posee todos; pero el alma en progreso tiene que desarrollarlos sucesivamente, y esto da lugar a otra de las causas de la inmensa variedad que se encuentra en los seres humanos. Y nuevamente debemos hacer presente que la evolución humana es individual. 

En un grupo animado por una sola alma monádica, se encontrarán los mismos instintos en todos los individuos que compongan dicho grupo, porque el receptáculo de las experiencias es su alma monádica, la cual vierte su vida en todas las formas que de ella dependen. Pero cada hombre tiene su vehículo físico propio, y sólo uno a la vez, siendo el receptáculo de todas las experiencias el cuerpo causal que vierte su vida en su vehículo físico único, y no puede afectar ningún otro, porque con ninguno está relacionado. De aquí que las diferencias individuales sean entre los hombres mayores que jamás lo hayan sido entre animales estrechamente relacionados, y de aquí también que la evolución de las cualidades no pueda estudiarse en al masa de los hombres, sino siempre en el individuo continuado. 

La imposibilidad de semejante estudio prohíbe a la ciencia explicar por qué algunos hombres gigantescamente intelectuales y morales, se hallan tan por encima de sus semejantes: sin que se pueda trazar la evolución intelectual de un Shankara o de un Pitágoras ni la evolución moral de un Gautama o de un Jesús. Consideremos ahora los factores en la reencarnación, toda vez que es preciso un conocimiento claro de los mismos para explicar algunas dificultades, tales como la supuesta falta de memoria y otras con que tropiezan los que no están familiarizados con esta idea. El hombre, a su paso, después de la muerte, por Kamaloka y Devachán, pierde, uno después de otro, sus diversos cuerpos: el físico, el astral y el mental. Estos se desintegran todos, y sus partículas vuelven a mezclarse con los materiales de sus respectivos planos. La relación del hombre con el vehículo físico queda por completo destruida; pero los cuerpos astral y mental transmiten al hombre real, al Pensador, los gérmenes de las facultades y cualidades resultantes de las actividades de la vida terrestre, los cuales se almacenan en el cuerpo causal, como simiente de sus próximos cuerpos astral y mental. Así. Pues, sólo queda entonces el hombre real, el labrador que ha entrojado la cosecha para vivir de ella hasta su completa asimilación. Despunta el alba de una nueva vida, y tiene que partir de nuevo a su trabajo hasta el anochecer. 

La nueva vida principia con la vivificación de los gérmenes mentales, los cuales atraen materiales de los planos mentales inferiores, hasta formar con ellos un cuerpo mental que representa exactamente el grado mental del hombre, expresando todas sus facultades mentales como órganos; las experiencias del pasado no existen como imágenes en este nuevo cuerpo, pues perecieron al perecer el antiguo cuerpo mental, y sólo permaneció la esencia, los efectos de aquéllas como facultades; eran el alimento de la mente, los materiales que ésta convertía en poderes, y en el nuevo cuerpo reaparecen como tales poderes, determinan sus materiales y forman sus órganos. 

Cuando el hombre, el Pensador, se ha revestido así de un nuevo cuerpo para su próxima vida en los planos mentales inferiores, vivifica los gérmenes astrales para proveerse de cuerpo astral que le sirva de vehículo en el plano astral. Este cuerpo representará exactamente su naturaleza de deseos, y reproducirá fielmente las cualidades que desenvolvió en el pasado, de la misma manera que la semilla reproduce el árbol padre. De este modo se encuentra el hombre completamente dispuesto para su próxima encarnación, y la única memoria de los sucesos de su pasado se encuentra en su cuerpo causal, su peculiar forma permanente, el único cuerpo que pasa de una vida a otra. Mientras tanto, una acción independiente de él trabaja para proveerle de un cuerpo físico adecuado a la expresión de sus cualidades. Los lazos que formó y las deudas que contrajo con otros seres humanos en pasadas vidas, contribuirán a determinar el lugar de su nacimiento y su familia. ¿Fue origen de dicha o de desgracia para otros? ; Esto será un factor que determine las condiciones de su futura vida. ¿Su naturaleza de deseos estuvo disciplinada o irregular y sin freno?: esto se tendrá en cuenta para la herencia física del nuevo cuerpo. ¿Cultivó ciertos poderes mentales, tales como el artístico?: en este punto también la herencia es un factor importante, pues requiere delicadeza en al organización nerviosa y en la sensibilidad táctil; y así sucesivamente en variedad sin fin. 

El hombre puede que tenga en sí, y tendrá seguramente, muchas cualidades características incongruentes, de modo que sólo algunas hallen expresión en un solo cuerpo, y así se elegirá una parte de sus poderes adecuada a una expresión simultánea. Todo esto lo hacen ciertas poderosas Inteligencias espirituales, llamadas generalmente los Señores del Karma, porque su función es inspeccionar los efectos de las causas que constantemente ponen en acción los pensamientos, deseos y actos. Tienen en sus manos los hilos del destino que cada hombre tejió, y guían al que ese reencarna hacia el ambiente determinado por su pasado, y que inconscientemente escogió en sus vidas anteriores. Determinadas de este modo la raza, la nación y la familia, estos grandes Seres proporcionan lo que puede llamarse el molde del cuerpo físico—a propósito para la expresión de las cualidades del hombre y para la extinción de las causas que ha puesto en acción—y el nuevo doble etéreo, copia de aquél, queda formado en el claustro materno por obra de un elemental cuyo poder estimulante es el pensamiento de los Señores del Karma. 

El cuerpo denso está construido sobre el doble etéreo, molécula por molécula, copiándolo exactamente; y aquí la herencia física domina por completo dentro de los materiales provistos. Además, los pensamientos y pasiones de la gente que le rodea, especialmente de los padres, influyen en la tarea del elemental constructor, y de este modo los individuos con quienes el hombre formó lazos en el pasado, afectan las condiciones físicas, en desarrollo, para su nueva vida en la tierra. Desde los primeros momentos, en nuevo cuerpo astral se pone en relación con el nuevo doble etéreo, ejerciendo gran influencia en su formación; y por su medio, el cuerpo mental obra sobre el sistema nervioso, preparándolo para ser un instrumento útil a su expresión en lo futuro. 

Esta influencia, comenzada en una vida prenatal—de modo que cuando nace el niño, la formación de su cerebro revela la extensión y equilibrio de sus cualidades mentales y morales—, continúa después del nacimiento, y esta construcción del cerebro y de los nervios, y su correlación con los cuerpos astral y mental, prosigue hasta el séptimo año de la infancia, edad en que se completa la relación entre el hombre y su vehículo físico; y en adelante puede decirse que trabaja más por medio de él que en él. Hasta esta edad, la conciencia del Pensador más bien se halla en el plano astral que en el plano físico, y esto lo prueban muchas veces las facultades psíquicas que suelen observarse en niños pequeños. Ven camaradas invisibles y paisajes preciosos; oyen voces imperceptibles para sus padres, y perciben encantadoras y delicadas fantasías del mundo astral. 

Estos fenómenos desaparecen generalmente así que el Pensador principia a funcionar de un modo efectivo por medio del vehículo físico, y el niño soñador se convierte en el muchacho o muchacha vulgar, lo cual mucha s veces sucede con gran satisfacción de sus alarmados padres, ignorantes de las causas de estas “rarezas” de su hijo. La mayor parte de los niños tienen por lo menos algunas de estas “rarezas”; pero pronto aprenden a ocultar sus fantasías y visiones a sus padres, temerosos de que los reprendan por decir “mentiras”, o por lo que aun temen más; por el ridículo. 

Si lo padres pudiesen ver el cerebro de sus hijos vibrando bajo una intrincada mezcla de estímulos físicos y astrales que los niños son incapaces de diferenciar, y recibiendo a veces alguna vibración (tan plásticos son) hasta de regiones superiores, que les produce visión de belleza etérea o de acción heroica, tendrían más paciencia y simpatía por la charla confusa de los pequeños, al tratar de traducir con palabras que no les son familiares, los choques ilusorios de que tienen conciencia y que tratan de recibir y retener. Si fuese general la creencia en la reencarnación y la comprendiera el común de las gentes, libertaría la vida infantil de su aspecto más patético, el de la in-auxiliada lucha del alma para obtener dominio sobre sus nuevos vehículos y para relacionarse por completo con su cuerpo más denso, sin perder el poder de impresionar los más sutiles, de modo que les permitiese aportar a aquél sus propias vibraciones. 

Los grados ascendentes de conciencia, a través de los cuales pasa el Pensador conforme va reencarnando durante el largo ciclo de sus vidas en los tres mundos inferiores, están claramente determinados; y la necesidad de muchas existencias para hacer experiencia de ellos, si ha de desarrollarse por completo, convencerá a las personas reflexivas de la verdad de la reencarnación. 
En el primer grado, todas las experiencias son sensaciones; el trabajo de la mente sólo consiste en reconocer que el contacto con ciertos objetos va seguido de una sensación de placer, mientras que al contacto con otros sigue una sensación de dolor. 

Estos objetos forman imágenes mentales, que bien pronto comienzan a obrar como estímulos que impulsan a la búsqueda de cosas con el placer asociadas, cuando no se tienen delante, apareciendo así los gérmenes de la memoria y de las iniciativas mentales. A esta tosca división primera del mundo externo, síguese la más compleja idea de la significación de la cantidad en materia de placer y de dolor, conforme se ha expuesto. En este punto de la evolución, la memoria es poco duradera, o en otros términos, las imágenes mentales son muy transitorias. Aún no ha surgido en la mente del Pensador la idea de deducir del pasado el porvenir, ni siquiera de un modo rudimentario, y sus acciones van guiadas por las influencias del mundo externo, o a lo sumo, por el incentivo de sus apetitos y pasiones que ansían satisfacción, de suerte que por esto lo rechazará todo, por conveniente que sea para su futuro bienestar; la exigencia del momento prevalece sobre toda otra consideración. 

En los libros de viajes se encuentran ejemplos numerosos de almas humanas en esta situación embrionaria; y en tal concepto, quienes se detengan a considerar las condiciones mentales de los pueblos más salvajes, y las comparen con las de la masa media de las naciones civilizadas, no podrán menos de convencerse de la necesidad de las múltiples existencias No hay para qué decir que las aptitudes morales no están más desarrolladas que las mentales; aun no se ha concebido la idea de bien y del mal. No es posible introducir ni la más elemental noción de estos conceptos en un entendimiento falto de todo desarrollo. 

El bien y el placer son para él términos sinónimos, según aparece en el notable caso del salvaje australiano, mencionado por Carlos Darwin. Acosado aquél por el hombre, dio muerte al ser viviente que más a mano tenía, para servirle de alimento, recayendo la suerte en su propia mujer. Un europeo le echó en cara lo perverso de su acción, mas no le produjo impresión alguna; pues de la censura de que era una mala cosa el comerse a su mujer, sólo dedujo que el extranjero creía que era un alimento nauseabundo o indigesto; y en su consecuencia, rectificó a su interpelante, sonriéndose tranquilamente, y diciendo con satisfacción que “estaba muy buena”. Mídase con el pensamiento la distancia moral que separa a este hombre de San Francisco de Asís, y se concluirá que ha de haber una evolución para las almas como la hay para los cuerpos; y que de no ser así, tendríamos en al esfera del espíritu milagros absurdos y creaciones dislocadas. 

Dos caminos hay por donde el hombre puede salir gradualmente de esta situación mental embrionaria. Uno, que le dirijan y dominen hombres mucho más desarrollados; y otro, el crecer lentamente sin ayuda. Este último implicaría el transcurso de milenios sin cuento; pues sin ejemplo y sin disciplina, abandonado el hombre a los mudables choques de los objetos externos y al contacto con otros hombres, como él faltos de desarrollo, sólo con gran lentitud podrían despertarse las energías internas. Ya hemos visto que cuando la masa de la humanidad, considerada en su tipo medio, recibió la chista que dio el ser al Pensador, encarnaron como Maestros algunos de los más grandes Hijos de la Mente, y que también tomaron carne otros muchos Hijos menores de la Mente, que se hallaban en diversos grados de la evolución, los cuales constituyeron la ola más elevada de la progresiva corriente humana. 

Estos gobernaron a los menos desarrollados, bajo la benéfica autoridad de los grandes maestros; y la impuesta obediencia a reglas elementales de buen vivir (al principio muy elementales ciertamente) apresuró en gran manera el desarrollo de las facultades intelectuales y morales de las almas embrionarias. Prescindiendo de todo otro testimonio, los restos de civilizaciones gigantescas que hace mucho tiempo desaparecieron y que muestran habilidades y concepciones intelectuales muy por encima de lo que era posible a la masa de la humanidad, entonces en la infancia, bastan para aprobar que existían en al tierra a cabo grandes empresas. Continuemos estudiando la primera etapa de la evolución de la conciencia. La sensación era dueña absoluta de la mente; los primeros esfuerzos mentales estaban estimulados por el deseo. Y así lentamente llevado, hizo el hombre sus primeros y toscos ensayos de previsión y de planes para lo futuro. Empezó a reconocer la asociación de ciertas imágenes mentales, y a la aparición de una espera la de otra, que invariablemente le había seguido en su paso. Comenzó, pues, a hacer deducciones y aun a determinarse a obrar bajo la fe de estas deducciones: gran adelanto fue éste. 

También comenzó a dudar, en ocasiones, si seguiría las vehementes sugestiones del deseo, visto que una y otra vez se asociaban en su pensamiento las satisfacciones por aquél exigidas, con sufrimientos sucesivos. Este efecto fue vivificado por la imposición verbal de ciertas leyes: fuere prohibido darse determinadas satisfacciones, advirtiéndosele que el sufrimiento seguiría a la desobediencia. Así, pues, cuando después de alcanzado el objeto que provocara su deleite, experimentaba el dolor que al placer seguía, el cumplimiento de la prevención que se le había hecho impresionaba su alma mucho más que lo hubiera verificado el mismo suceso no predicho e inesperado, y por lo tanto para él fortuito. De este modo surgían continuos conflictos entre la memoria y el deseo, que hacían más activa la mente, impulsándola a funcionar con más viveza. Estos conflictos determinaban, en realidad, la transición a la segunda gran etapa del progreso. Entonces empezó a manifestarse el germen de la voluntad. 

El deseo y la voluntad guían las acciones de los hombres, y aun se ha definido la voluntad como el deseo de que triunfen en la lucha de deseos. Más éste es un concepto superficial e imperfecto, que nada explica. El deseo es la energía del Pensador, provocada por el incentivo de los objetos externos, mientras que la voluntad es la mima energía determinada por las deducciones que la razón saca de las experiencias pasadas, o por la intuición directa del Pensador. En otros términos: el deseo actúa de fuera d dentro, la voluntad de dentro a fuera. Al principio de la evolución humana, el deseo es dueño absoluto del hombre y le acosa por todas partes; en el punto medio de la evolución, el deseo y la voluntad chocan de continuo en alternadas victorias; al terminar la evolución, el deseo ha muerto, y la voluntad domina sin oposición ni rivalidades. 

Mientras el Pensador no está lo bastante desarrollado para ver directamente, guía a la voluntad por medio de la razón; mas como ésta sólo puede deducir sus conclusiones del acopio de imágenes mentales que constituyen su experiencia, y como quiera que este acopio sea limitado, la voluntad ordena constantemente acciones erróneas. Los sufrimientos que de estos errores proceden, aumentan el caudal de las imágenes mentales, suministrando así a la razón mayor copia de materiales de donde sacar sus conclusiones. Así se realiza el progreso; así se origina la sabiduría. Más de tal manera el deseo se mezcla frecuentemente con la voluntad, que lo que aparece determinado desde dentro, lo sugieren en realidad anhelos de la naturaleza inferior, excitada por objetos que le brindan satisfacciones. En vez de un conflicto declarado entre las dos, la inferior se introduce de modo sutil en la corriente de la más elevada y desvía su curso. Si los deseos de la personalidad quedan derrotados en campo abierto, conspiran arteramente contra su vencedor, y a menudo consiguen por astucia lo que no pueden por fuerza. 

Durante esta segunda etapa, en que las facultades de la mente inferior se hallan en proceso de evolución, la lucha es condición normal: es la batalla que se libra entre el predominio de las sensaciones y el predominio de la razón. El problema consiste en resolver el conflicto conservando la voluntad libre; determinar la voluntad a lo mejor, siendo lo mejor objeto de elección. Debe escogerse lo mejor, pero por un acto de volición autonómica, que dimane rectamente de una necesidad ordenada de antemano. La certeza de una ley impulsiva ha de obtenerse de voluntades innumerables, cada una de las cuales sea libre de determinar su propio curso. 
La solución de este problema es sencilla una vez conocido, por más que la contradicción parezca irreductible a primera vista. Que el hombre sea libre de determinar sus propios actos, pero que cada uno de éstos produzca un resultado inevitable; que el hombre discurra libremente entre todos los objetos del deseo y escoja el que quiera, pero que sufra las consecuencias de su elección, agradables o penosas, y al cabo rechazará espontáneamente los objetos cuya posesión trae aparejado el dolor, no apeteciéndolos ciertamente desde el punto y hora en que haya adquirido la completa experiencia de que su posesión acaba en quebranto. Luchando por lograr el placer y evitar la pena, procurará que no le aplasten las tablas de la ley; y la lección se repetirá el número de veces que sea necesario, a cuyo fin proporcionarán las reencarnaciones tantas vidas como requiera el más perezoso discípulo. Poco a poco desaparecerá el deseo de los objetos que producen al cabo sufrimiento, y aunque la cosa se presente envuelta en todo su tentador espejismo, la rechazará no por impulsión externa, sino por libre elección. Ha dejado ya de ser apetecible; ha perdido su poder. 

Así sucederá con cada cosa después de otra. La elección de los objetos marcha más y más en armonía con la ley, conforme el tiempo avanza. “Muchos son los senderos del error; el de la verdad es uno”; recorridos los primeros y visto que todos terminan en sufrimiento, no cabe perplejidad en escoger el camino de la verdad, trazado por el conocimiento. Los reinos inferiores trabajan armoniosamente a impulsos de la ley; el reino humano es un caos de voluntades en pugna, en rebelión y en lucha contra la ley; pero llega el momento en que se desenvuelve dentro de él una unidad más noble, una elección armoniosa de voluntaria obediencia, que, por estar fundada en el conocimiento y en el recuerdo de los resultados de la desobediencia, es estable, sin que haya tentación capaz de quebrantarla. 

El hombre ignorante y falto de lecciones está siempre en peligro de caer; más, conocido el bien y el mal por propia experiencia, al escoger el bien está eternamente por encima de toda posibilidad de cambio. En la esfera de la moral se denomina generalmente conciencia a la voluntad, y está sujeta a las mismas dificultades que en los demás campos de su actividad. Mientras las acciones recaen sobre asuntos muchas veces repetidos, y cuyas consecuencias son tan familiares a la razón como al Pensador mismo, la conciencia se expresa con prontitud y firmeza. Pero cuando se presentan problemas nuevos, sobre cuya solución guarda silencio la experiencia, no puede la conciencia expresares con certeza; su respuesta será vacilante, porque solo podrá deducir consecuencias dudosas, y el Pensador es incapaz de expresarse, porque su experiencia nunca se aplicó a las circunstancias que por primera vez se le ofrecen. 

De aquí que la conciencia resuelva a menudo erróneamente; esto es, que la voluntad, falta de dirección segura, ya por parte de la razón, ya de la intuición, guíe las acciones por mal camino. 
Y no podemos omitir las influencias externas que afectan a la mente: formas de pensamientos de los demás, ya sean amigos, individuos de la familia o conciudadanos. Todos estos rodean y compenetran la mente con su propia atmósfera, falseando el aspecto de todas las cosas, desfigurando sus verdaderas proporciones. Así influida la razón, se ve privada con frecuencia del reposo necesario para juzgar ni aun conforme a los dados de su experiencia propia, y acaba por deducir conclusiones falsas, engañada por el instrumento falaz de que se ha servido para el estudio de asunto. 

La evolución de las facultades morales está estimulada por las afecciones, aun animales y egoístas, de la infancia del Pensador. Las leyes de la moral están establecidas por la razón iluminada, que discierne las en cuya conformidad la Naturaleza se mueve, e induce al hombre a proceder en armonía con la voluntad divina. Pero cuando no interviene fuerza alguna exterior, el impulso a al obediencia de estas leyes radica en el amor en esa deidad oculta en el hombre, que procura difundirse y entregarse a los demás. La moralidad comienza para el Pensador niño, cuando por primera vez se siente movido por el amor hacia la esposa, el hijo o el amigo, cuando se siente inclinado a hacer algo en provecho del ser querido, sin idea alguna de provecho personal. Esta es su primera victoria sobre la Naturaleza inferior, en cuya completa sumisión consiste la perfección moral. 
De aquí la importancia de no destruir las afecciones ni empeñarse jamas en debilitarlas, según practican muchas bajas especies de ocultismo. Por groseros en impuros que sean los efectos, ofrecen siempre posibilidades de evolución moral, la cual se impiden a sí mismos los fríos de corazón y los que se aíslan dentro de sí propios. Es más fácil tarea purificar el amor que crearlo. 

Por esto dijeron los grandes Maestro, que más cerca están del reino de los cielos los pecadores que los fariseos y los escribas. La tercera gran etapa de la conciencia comprende el desarrollo de los más elevados poderes intelectuales. Ya no sólo se alimenta el pensamiento de las imágenes mentales suministradas por las sensaciones, ya no especula únicamente sobre los objetos concretos ni se limita a los atributos que diferencian unos de otros, sino que habiendo aprendido a distinguirlos con claridad por la apreciación de sus desemejanzas, comienza a agruparlos por razón de algún atributo especial que es común a objetos diversos y constituye su lazo de unión. Así deduce este común atributo y lo extrae, colocando todos los objetos que lo poseen aparte de los que carecen de él, y de este modo desarrolla la facultad de reconocer la identidad en al diversidad: primer paso hacia el reconocimiento futuro de lo Uno como fundamento de lo múltiple. 

Así va clasificando el Pensador cuanto le rodea, desarrollando, en consecuencia, la facultad de sintetizar, aprendiendo a construir al mismo tiempo que a analizar. Da entonces un paso más, y concibe la propiedad común como idea separada de todos los objetos en que aparece; formando así imágenes mentales de especie superior a las de los objetos concretos: imágenes de ideas que no tienen existencia fenomenal en el mundo de las formas, sino que existen en los niveles mas elevados de plano mental y ofrecen materia en que el mismo Pensador ejerce su actividad. La mente inferior almacena la idea abstracta mediante la razón, y al hacerlo, tiende raudo el vuelo hasta tocar los límites del mundo sin forma, desee donde confusamente vislumbra lo que hay más allá. 
El Pensador considera estas ideas y vive habitualmente en medio de ellas; y ejercitado y desarrollado ya el poder de razonar sobre lo abstracto, el Pensador comienza a encontrarse realmente en su propio mundo, comienza la vida de activo funcionamiento en su propia esfera. 

Los hombres que esto alcanzan, se cuidan poco de los sentidos, de la observación externa, de la aplicación del pensamiento a las imágenes de los objetos exteriores; sus poderes se dirigen hacia dentro, sin buscar fuera sus satisfacciones. Reposan tranquilos en sí mismos, creciendo en el estudio de los problemas filosóficos, en la inspección más profunda del pensamiento y de la vida, antes procurando desentrañar las causas que desvariar en al acumulación de efectos, y acercándose día tras día al reconocimiento de Uno, que se oculta tras las infinitas variedades de la Naturaleza visible. 
En la cuarta etapa de la conciencia se ve el Uno; y al franquear las barreras levantad por el intelecto, la conciencia abarca el mundo y ve todas las cosas en sí misma y como partes de sí mima, se ve a sí mima como un rayo del Logos, y por lo tanto, como una con El. ¿Qué es el Pensador entonces? 
Ha llegado a ser Conciencia; y en tanto que el alma espiritual puede usar a voluntad cualquiera de sus vehículos, no esta aquél forzado a usarlos ni siquiera los necesita para su plena y consciente vida. 
Ya han concluido las reencarnaciones forzosas; el hombre ha vencido a la muerte: ha alcanzado la inmortalidad. Desde entonces es “una columna del templo de Dios, de donde no saldrá jamás”. 

Para completar esta parte de nuestro estudio, se requiere comprender la vivificación sucesiva de los diferentes vehículos de la conciencia, y su ingreso, uno después de otro, en la esfera de la vida activa, como instrumentos armoniosos del alma humana. Hemos visto que el Pensador, desde los comienzos de su vida separada, ha tenido vestiduras de materia mental, astral etérea y física densa. Por estos medios su vida trasciende al exterior como puente de la conciencia, a lo largo del cual todos los impulsos del Pensador llegan hasta el cuerpo físico denso, y todas las impresiones del mundo externo le alcanzan a él. Pero este uno general de los cuerpos sucesivos, como partes de un todo encadenado es cosa muy diferente de la vivificación de cada uno de ellos para servir alternativamente de vehículo a la conciencia, con independencia de los inferiores. 

Esta vivificación de los vehículos es lo que vamos a considerar. El que primero debe reducirse a orden armonioso de actividad, es el vehículo inferior; el cuerpo físico denso. Es preciso afinar el cerebro y el sistema nervioso, y hacerlos delicadamente sensibles a todas las impresiones que caen dentro de al escala de su poder vibratorio. En los albores de la especie humana, cuando este cuerpo físico se componía de la más grosera clase de materia, la gama era muy limitada: el órgano físico de la mente sólo podía responder a las más lentas vibraciones. Como era natural, respondía con mucha mayor prontitud a las impresiones del mundo externo causadas por objetos semejantes a él por su materia. Su vivificación como vehículo de la conciencia, consiste en que se le haga sensible a las vibraciones que parten del interior; y la rapidez de esta vivificación depende de que la naturaleza inferior ayude en su obra a la más elevada, de que se someta lealmente a servir a su misterioso director. 

Cuando después de muchas y muchas vidas, la naturaleza inferior comienza a columbrar que existe sólo por el alma, que todo ese valor consiste en la ayuda que pueda proporcionarle y que sólo puede conquistar la inmortalidad fundiéndose en ella, proseguirá su evolución a pasos de gigante. Antes de esto la evolución ha sido inconsciente; al principio el único objeto de la vida era la satisfacción de la naturaleza inferior, y mientras esto fue preliminar necesario para despertar las energías del Pensador, nada propendió directamente a convertir el cuerpo en vehículo de conciencia. Su acción directa sobre ésta comienza cuando la vida del hombre establece su centro en el cuerpo mental, cuando el pensamiento comienza a dominar la sensación. Los poderes mentales en ejercicio actúan sobre le cerebro y el sistema nervioso, por cuya virtud se expele gradualmente la materia más grosera de que se compone este organismo, para dar sitio a materiales más finos que sean capaces de vibrar al unísono con las vibraciones del pensamiento que tratan de influirlo. El cerebro llega a ser así de constitución más delicada, aumentando, en circunvoluciones más y más complicadas la superficie total que ha de responder a las vibraciones mentales. 

El sistema nervioso, a su vez, adquiere más sutil equilibrio, se hace más vivo y sensible a las influencias de la actividad mental, y cuando llega la hora del reconocimiento de sus funciones como instrumento del alma, de que antes se ha hablado, coopera activamente la desempeño de estas funciones. Entonces comienza la personalidad a someterse deliberadamente a disciplina y a posponer sus pasajeras satisfacciones a los intereses permanentes de la individualidad inmortal. 
Emplea en el desarrollo de las facultades mentales el tiempo que podía malgastar en la consecución de groseros placeres; todos los días destina algunas horas a estudios serios; el cerebro se entrega gustoso a las impresiones que proceden del interior, en vez de las que recibe del exterior; se siente arrastrado a responder a un orden consecutivo de pensamientos, y aprende a refrenarse en la libre emisión de sus propias imágenes, inútiles e inconexas, fruto de pasadas impresiones aprende a permanecer en reposo cuando no es requerido por su maestro, para corresponder a vibraciones, no para iniciarlas. 

Con el tiempo empezará a discernir los alimentos que mejor pueden suministrar al cerebro la substancia y proscribirá el uno de los más groseros, tales como la carne, la sangre, y el alcohol, formándose un cuerpo puro con alimentos puros. Y así, poco a poco, las vibraciones de orden inferior dejarán de encontrar materia dispuesta a responder a su acción, y en consecuencia, llegará a ser el cuerpo físico un vehículo idóneo de la conciencia, reflector delicado de las impresiones del pensamiento, sutilmente sensible a las vibraciones producidas por el Pensador. 

El doble etéreo se conforma tan estrictamente a la constitución del cuerpo denso, que no precisa estudiar por separado su purificación y vivificación. Normalmente no sirve de vehículo separado de la conciencia, sino que actúa simultáneamente con su compañero más denso, y cuando se halla apartado de él por accidente o por muerte, responde muy débilmente a las vibraciones que parten del interior. Sus funciones no son, en realidad, de vehículo de Prana, de la fuerza vital individualizada, y su desencajamiento del cuerpo denso, al cual lleva las corrientes de vida, es, por tanto, perturbador y dañino. 

El segundo vehículo de conciencia que debe vivificarse es el cuerpo astral. Cuando durante el sueño abandona al cuerpo físico y flota en el mundo astral, alcanzada ya su completa organización, la conciencia que hasta entonces ha actuado dentro de él, comienza, no sólo a recibir por su medio las impresiones de los objetos astrales que constituyen la llamada conciencia del sueño, sino también a percibir, mediante sus sentidos, objetos de aquel plano: esto es, comienza a relacionar las impresiones que recibe con los objetos que las producen. Estas percepciones son confusas al principio, como en las primeras percepciones que la mente recibe cuando le sirve de instrumento el cuerpo físico de un niño, las cuales deben corregirse en uno y otro caso por la experiencia. 

El Pensador tiene que descubrir paso a paso las nuevas facultades de que puede hacer uso mediante este vehículo más sutil, con el cual será capaz de dominar los elementos astrales y defenderse de los peligros de aquel plano. Y no queda abandonado a sus propias fuerzas en este nuevo mundo, sino que seres experimentados en las vicisitudes de la vida astral le instruyen, ayudan y aun protegen hasta que es capaz de valerse por sí mismo. Y así de un modo gradual, llega a adquirir completo predominio sobre el nuevo vehículo de la conciencia, hasta el punto de serle tan familiar la vida en este plano como en el físico. El tercer vehículo de conciencia, el cuerpo mental, es rarísima vez vivificado para actuar independientemente, sin la instrucción directa de un maestro, y su funcionamiento pertenece entonces a la vida del discípulo, en el estado actual de al evolución humana. Según ya hemos visto, se recombina para funcionar separadamente en el plano mental, y esto requiere también experiencia y educación a fin de que se halle por completo bajo el dominio de su dueño. 

Es un hecho común a estos tres vehículos de conciencia, pero que en los sutiles induce más fácilmente a error que en el denso, que estos vehículos están sujetos a evolución, y que a medida que progresan, aumenta su capacidad para recibir y responder a las vibraciones. ¿Cuántos tonos no percibe el oído amaestrado, que le pasan inadvertidos al que no lo está, el cual oye sólo la nota fundamental? A medida que se aguzan los sentidos físicos, el mundo aparece más y más lleno; y en donde el campesino sólo ve el surco y el arado, la mente cultivada se fija en la flor del arbusto y del álamo temblón, en al arrebatadora melodía de la alondra y en el zumbido de alas diminutas en el vecino bosque; en los conejos que corren a través de los entrelazados helechos, y en las ardillas que juguetean en las ramas de las hayas; en los graciosos movimientos de las cosas silvestres; en los fragantes aromas del campo y de la selva; en los espléndidos cambiantes del cielo matizado de nubes y en las luces y sombras fugaces de las colinas. 

Tanto el campesino como el hombre culto tienen ojos, ambos tienen cerebro; pero ¡cuán diferentes sus poderes de observación, cuán distintas sus facultades para recibir impresiones! Lo mismo sucede en otros mundos. Cuando los cuerpos astral y mental principian a funcionar como vehículos separados de conciencia, se encuentran, por decirlo así, en el grado de percepción del campesino, y sólo llegan a su conciencia fragmentos del mundo astral y mental con extraños y engañadores fenómenos; pero rápidamente se desarrollan abarcando mayor radio y aportando a la conciencia un reflejo cada vez más exacto de lo que les rodea. Aquí, como en otras partes, debemos tener presente que nuestro conocimiento no es el límite de los poderes de la Naturaleza, y que en el mundo astral y mental, lo mismo que en el físico, somos aún niños que nos ocupamos en recoger conchas arrojadas por las olas, mientras quedan inexplorados los tesoros ocultos del Océano. 

El desarrollo del cuerpo causal como vehículo de conciencia, sigue en tiempo oportuno el desarrollo del cuerpo mental, y presenta al hombre un estado de conciencia aun más maravilloso; retrocede hacia el pasado sin límites, y avanza hasta penetrar las eventualidades del porvenir. Entonces el Pensador no sólo adquiere la memoria de su pasado, pudiendo rastrear el propio desarrollo a través de la larga sucesión de vidas encarnadas y desencarnadas, sino que también es capaz de recorrer su pasado en la tierra, y aprender las grandes lecciones de la experiencia del mundo, estudiando las leyes ocultas que rigen la evolución y los profundos secretos de la ida, escondidos en el seno de la Naturaleza. 

En este elevado vehículo de conciencia, puede acercarse a la velada Isis, levantar una punta del tupido velo y fijarse en sus ojos sin peligro de cegar ante sus miradas resplandecientes; y puede también ver en la luz que irradia, las causas del sufrimiento humano y su término, sintiendo piedad en el corazón, más ya no las torturas del dolor sin consuelo. La fuerza, la serenidad y la sabiduría descienden sobre aquellos que usan el cuerpo causal como vehículo de conciencia, y contemplan con ojos abiertos la gloria de la Buena Ley. Cuando se desarrolla el cuerpo búdico como vehículo de conciencia, el hombre entra en la dicha de la unión y conoce con certidumbre completa, con realidad vívida, su unidad con todo lo que es. Así como en el cuerpo causal, el elemento predominante de los elementos predominantes de la conciencia en el cuerpo búdico. La serenidad de la sabiduría determina principalmente al primero, al paso que la compasión más tierna fluye de modo inextinguible del segundo; cuando a esto se añade la fuerza divina y reposada que caracteriza el funcionamiento de Atma, entonces la Humanidad se corona con la divinidad, y el Dios-hombre se manifiesta en plenitud de poder, sabiduría y amor. 

Al desarrollo apresurado sucesivo de los vehículos superiores, no sigue inmediatamente la facultad de aportar a los inferiores toda la parte de conciencia de aquellos que éstos pueden percibir. En este punto difieren grandemente los individuos, según sus circunstancias y según obren, pues este apresuramiento en el desarrollo de los vehículos ocurre rara vez hasta que se alcanza el discipulado probatorio, y entonces los deberes por cumplir dependen de las exigencias del tiempo. Al discípulo y aun al aspirante al discipulado se le enseña a poner sus facultades al servicio del mundo; y la participación de la conciencia inferior en el conocimiento de la superior se determinan principalmente por las necesidades de la obra en que el discípulo está ocupado. 

Es necesario que el discípulo pueda usar por completo de sus vehículos de conciencia en los planos superiores, en tanto que su obra haya de efectuarse tan sólo en ellos; pero el aportar el conocimiento de esta obra al vehículo físico, que no interviene para nada en ella, es asunto sin importancia, y el que pueda o no hacerlo, se determina generalmente por el efecto que una y otra circunstancia deba tener en la eficacia de su trabajo en el plano físico. En el estado presente de la evolución, la violencia que se hace al cuerpo físico cuando la conciencia superior le obliga a vibrar en consonancia con ella, a menos que las circunstancias externas sean muy favorables, puede ocasionar desarreglos nerviosos y sensibilidad histérica con todas sus nocivas consecuencias. De aquí que la mayor parte de los que poseen desarrollados los vehículos superiores de conciencia, y que al mismo tiempo deben efectuar sus trabajos más importantes fuera del cuerpo, permanezcan apartados de los centros de población, para traer a la conciencia física el conocimiento que emplean en los planos superiores, preservando de este modo al vehículo físico sensitivo del uso grosero y del bullicio de la vida ordinaria. 

Las preparaciones principalmente necesarias para recibir en el vehículo físico las vibraciones de la conciencia superior son: su purificación de los materiales groseros por medio de alimento puro y vida pura; el dominio completo de las pasiones y la formación de carácter y mente equilibrados, que no se afecten por el tumulto y las vicisitudes de la vida externa; la costumbre de la meditación tranquila sobre asuntos elevados, apartando el pensamiento de los objetos de los sentidos y de las imágenes mentales que provocan, y fijándolo en cosas superiores; el abandono de toda precipitación, especialmente de aquella, desasosegada y excitable de la mente, que mantiene al cerebro en constante trabajo, pasando de un asunto a otro; un amor real de las cosas del mundo superior, por cuya virtud se nos presenten con más atractivo que los objetos del bajo mundo, haciendo que la mente descanse satisfecha en su compañía, como en la del amigo predilecto. 

En resumen, las preparaciones son muy semejantes a las requeridas para la separación consciente de “alma” y “cuerpo”, las cuales he expuesto en otra parte y aquí repito para aleccionamiento del estudiante como sigue: “Debe comenzar por extrema sobriedad en todas las cosas, cultivando un estado mental uniforme y sereno; su vida debe ser pulcra y sus pensamientos puros, manteniendo su cuerpo estrictamente sujeto al alma, y acostumbrando a su mente a ocuparse en temas nobles y elevados; debe practicar habitualmente la compasión. La simpatía, el auxilio, mirando con indiferencia las penas y placeres propios, y cultivando el valor, la firmeza y la devoción. 

En una palabra: debe observar la vida religiosa y ética que la mayor parte de la gente sólo tiene en los labios. Una vez que por asidua práctica haya aprendido a dominar su mente harta cierto punto, de modo que pueda mantenerla fija en una dirección determinada de pensamientos, debe empezar una educación más rígida de la misma por el ejercicio diario de concentración en algún asunto difícil o abstracto, o en algún objeto elevado de devoción; esta concentración consiste en fijar la mente con firmeza en un solo punto, sin vagar ni dejarse distraer por los objetos externos ni por la actividad de los sentidos ni por la de la mente misma. 

Hay que sujetar a ésta de modo que se mantenga invariable y fija, hasta que aprenda por grados a apartar su atención del mundo externo y del cuerpo, de manera que los sentidos permanezcan sosegados e inactivos, mientras ella esté en plena actividad, con todas sus energías replegadas al interior, para convertirlas a un solo punto, el mas elevado que pueda alcanzar el pensamiento. Cuando se sostenga en esta situación con facilidad relativa, estará en aptitud de dar un paso más, y por un esfuerzo de la voluntad, potente, pero reposado, será dueña de trascender el más elevado pensamiento de que sea capaz con el instrumento del cerebro físico, con lo que se elevará y unirá con la conciencia superior, viéndose libre del cuerpo. Cuando se llega a esto, no hay sensación alguna de sueño ni de ensueño ni pérdida alguna de conciencia; el hombre se encuentra fuera del cuerpo, como si hubiera arrojado de sí un pesado estorbo, y no como si hubiese perdido una parte de sí mismo; no está realmente “desencarnado”, sino que se ha elevado por encima de la encarnación y del cuerpo grosero, “en un cuerpo de luz”, que obedece a sus más ligeros pensamientos y le sirve de hermosísimo instrumento, perfecto e idóneo para ejecutar su voluntad. 

En este cuerpo se encuentra libre en los mundos sutiles; pero necesita ejercitar sus facultades por largo tiempo y con parsimonia, hasta ser apto para verificar un trabajo útil en las nuevas condiciones. “La libertad fuera del cuerpo puede obtenerse de otras maneras: por un arrobamiento intenso de devoción, o por sistemas especiales empleados por un gran maestro con sus discípulos. Cualquiera que sea el medio, el fin es el mismo: la liberación del alma en completa conciencia, pudiendo examinar su nuevo medio ambiente en regiones fuera del círculo de acción de la carne. A voluntad podrá volver al cuerpo; y en estas circunstancias le será dado imprimir en la mente cerebral, y retener así en la conciencia física, la memoria de las experiencias por que ha pasado”. 

Los que hayan comprendido bien las principales ideas bosquejadas en las anteriores páginas, verán que tales ideas son de por sí la mayor prueba de que la reencarnación es un hecho en la Naturaleza. Es necesaria a fin de que la vasta evolución que implica la frase “evolución del alma”, pueda llevarse a efecto. La única alternativa oponible –dejando a un lado por un momento la idea materialista de que el alma es sólo el conjunto de vibraciones de una clase particular de materia física—es que cada alma sea una creación nueva hecha cuando nace el niño, e impresa con tendencias virtuosas o viciosas, con habilidad o con estupidez, impuestas por el capricho del poder creador. Como diría un mahometano, su destino pende desde el instante de su nacimiento; pues el destino del hombre depende de su carácter y del medio en que vive, y cada nueva alma lanzada al mundo, tiene que ser condenada al sufrimiento o a la dicha con arreglo a las circunstancias que la rodean y al carácter impreso en ella. La predestinación en su forma más repulsiva, es la única alternativa de la reencarnación. 

En vez de considerar a los hombres evolucionando lentamente, de modo que el salvaje brutal de hoy haya de lograr con el tiempo las nobles cualidades del santo y del héroe, apreciando de este modo al mundo como manifestación de un proceso de desenvolvimiento sabiamente concebido y dirigido, nos veríamos obligados a ver en todo ello un caos de seres sencientes tratados con la mayor injusticia, sentenciados a la dicha o a la miseria, al conocimiento o a la ignorancia, a la virtud o al vicio, a la riqueza o a la pobreza, al genio o a la idiotez, por una voluntad externa, arbitraria, no inspirada en al justicia ni en la misericordia: sería todo un verdadero pandemónium irracional y sin sentido. Y este caos se supone ser al parte superior del cosmos, en cuyas regiones inferiores se manifiestan todas las hermosísimas y ordenadas obras de una ley que siempre desenvuelve formas más complejas y elevadas de las más ínfimas y sencillas, de una ley quede modo conspicuo “tiende siempre a la justicia”, a la armonía y a la belleza.

Si se admite que el Alma del salvaje está destinada a vivir y a desarrollarse, y no condenada por toda la eternidad a su presente estado infantil, sino que su evolución se verificara después de la muerte y en otros mundos, entonces se admite el principio de la evolución del Alma, y sólo queda la cuestión del sitio donde tiene lugar. Si todas las Almas estuviesen en la tierra en el mismo grado de progreso, mucho pudiera decirse sobre la necesidad de otros mundos para la evolución de las Almas en los grados superiores al estado infantil. Pero nos vemos rodeados de Almas muy avanzadas y nacidas con nobles cualidades mentales y morales. Por paridad de razonamiento, tenemos que suponer que han evolucionado en otros mundos antes de su único nacimiento en éste, y entonces habría de sorprendernos el que un mundo que presenta condiciones a propósito, así para las Almas que se encuentran en la infancia, como para las más avanzadas, sólo esté destinado a una sola visita pasajera de aquéllas durante el período inmenso de su desarrollo, y que todo el resto de la evolución haya de verificarse en mundos semejantes a éste, e igualmente aptos para proporcionarles la diversidad de condiciones necesarias para su progreso en sus diferentes etapas, tal como las vemos cuando nacen aquí. 

La Antigua Sabiduría enseña, a la verdad, que el Alma progresa a través de muchos mundos; pero también enseña que nace en cada uno de ellos una y otra y otra vez, hasta que ha completado toda la evolución posible en aquel mundo. Los mundos mismos, según sus enseñanzas, forman una cadena evolutiva, y cada uno tiene su papel propio, como campo adecuado de determinado desarrollo. Nuestro mismo mundo ofrece campo propio para la evolución de los reinos mineral, vegetal, animal y humano, y por tanto, tiene lugar en él la reencarnación colectiva o individual en todos estos reinos. Ciertamente, una evolución más vasta nos espera en otros mundos; pero conforme al orden divino, no se abrirá ante nuestra mirada hasta que hayamos aprendido y dominado las lecciones que nuestro propio mundo ha de enseñarnos. 

Al estudiar el mundo que nos rodea, observamos que podemos encaminar nuestros pensamientos por diversas vías que nos llevan a la misma meta de la reencarnación. Ya hemos determinado las inmensas diferencias que separan al hombre del hombre, las cuales implican un pasado evolucionario detrás de cada alma; y hemos llamado la atención sobre tales diferencias en cuanto distinguen entre la reencarnación individual del hombre (el cual constituye una sola especie), y la reencarnación de las almas en grupos monádicos, que corresponden a los reinos inferiores. Las diferencias relativamente pequeñas que separan los cuerpos físicos de los hombres, reconocibles todos externamente como tales hombres, deben compararse con las diferencias inmensas que al salvaje inferior separan del tipo humano más noble en capacidad intelectual y moral. 

Muchas veces vemos salvajes de un desarrollo físico espléndido y con grandes masas cerebrales; pero ¡cuanto difieren en mentalidad de un filósofo o de un santo! Si las cualidades mentales y morales se consideran como acumulación de los resultados de la vida civilizada, entonces nos vemos frente al hecho de que a los hombres de más talento del presente, sobrepujan los gigantes intelectuales del pasado, y de que ningún hombre de nuestra época alcanza la altura moral de algunos santos históricos. Por otra parte, tenemos que considerar que el genio no tiene padre ni hijos; que aparece repentinamente y no como la meta de una familia que haya venido desarrollándose gradualmente, y que por regla general es estéril, o bien que si tiene un hijo, es un hijo del cuerpo y no de la mente. Más significativo aún es el hecho de que la mayoría de las veces un genio músico nace en una familia música, porque esta forma del genio necesita de una organización nerviosa de clase especial para manifestarse, y el organismo nervioso cae bajo la ley de la herencia. 

Pero ¿cuantas veces sucede que la misión de tales familias acaba tan luego como ha proporcionado un cuerpo para un genio, y que luego degenera y desaparece, al cabo de una cuantas generaciones, en al obscuridad y la insignificancia de la masa general humana?. ¿Acaso han sido los descendientes de Bach, de Beethoven o de Mozart iguales a sus padres? Verdaderamente, el genio no se transmite de padres a hijos, como sucede en los tipos físicos de familia de los Estuardos y Borbones. 
¿De qué modo, si no por la reencarnación, pueden explicarse los “niños prodigio”? 
Consideremos, por ejemplo, el caso del doctor Young, el descubridor de la teoría ondulatoria de la luz, un hombre cuyos méritos no han sido aún reconocidos en toda su magnitud. A los dos años, sabía leer “con mucha soltura”; y antes de los cuatro había llegado a leer por dos veces toda la Biblia; a los siete principió la aritmética y dominó el Tutors Assistant (Ayuda del Maestro) de Walkingham, antes de llegar a la mitad del mismo bajo la dirección de un preceptor; y unos cuantos años más tarde, aún en el colegio, posee el latín, el griego, las matemáticas, la teneduría de libros, el francés, el italiano, el manejo y la fabricación del telescopio, y muestra gran afición hacia la literatura oriental. 

Destinado a los catorce años, en compañía de otro muchacho año y medio mas joven que él, a estudiar bajo la dirección de determinado maestro, que no llegó a tomarse a su cargo. Young enseñó al otro muchacho. Sir William Rowan Hamilton demostró facultades aun más precoces. Principió a aprender el hebreo cuando apenas tenía tres años, y a los siete, según declaró uno de los catedráticos del Trinity College de Dublín, había demostrado mayor conocimiento de esta lengua que muchos aspirantes a cátedra. A los trece años sabía trece idiomas, entre los cuales, además de las lenguas clásicas y europeas modernas, se contaba el persa, árabe, sánscrito y malayo. 
A los catorce años dirigió una carta de bienvenida al embajador persa en una visita de éste a Dublín, el cual declaró “que no había creído que hubiera en Inglaterra un hombre capaz de escribir en su lengua”. Un pariente suyo escribe lo siguiente: “Me acuerdo que cuando tenía seis años contestaba a cualquier pregunta difícil de matemáticas, y luego corría alegremente a jugar con un carrito. A los doce años luchó con Colburn, el muchacho calculista americano, que entonces se exhibía como una curiosidad en Dublín, y no siempre llevaba lo peor de la contienda”. 

A los dieciocho años el doctor Brinkley (Astrónomo Real de Irlanda) dijo de él en 1823: “Este joven no diré que será, sino que es el primer matemático de su siglo.” En el colegio su carrera no tuvo precedentes, pues, entre muchos competidores de más que ordinario mérito, fue siempre el primero en todas las materias y en todos los exámenes. Compare el hombre reflexivo estos muchachos con algunos medio idiotas y aun con la generalidad de los chicos; observe cómo principiando con tales ventajas llegan a ser directores del pensamiento, y pregúntese luego si tales Almas no tienen pasado alguno tras sí. El parecido de familia se explica generalmente por la “ley de la herencia”, pero las diferencias en el carácter mental y moral que constantemente se ven en una misma familia, se dejan sin explicación. 

La reencarnación explica el parecido por el hecho que por medio de la herencia física puede proveerla de un cuerpo a propósito para expresar sus características; y explica las diferencias atribuyendo el carácter mental y moral al individuo mismo, al paso que demuestra que los lazos forjados en el pasado le han conducido a encarnarse en relación con algún otro individuo de la familia. Un “hecho significativo es el de los hermanos gemelos, los cuales durante la infancia son muchas veces indistinguibles el uno de loro, aun para la vista penetrante de la madre o de la nodriza, al paso que más adelante, en el transcurso de la vida, el Manas obra en su envoltura física y la modifica de tal modo, que disminuye la semejanza física, y las diferencias de carácter se estampan en las mudables facciones”. La semejanza física unida a las diferencias mental y moral, parece implicar la unión de dos series distintas de causas. 

La diferencia sorprendente que, para la asimilación de cierta clase especial de conocimientos, se nota entre personas de facultades intelectuales casi iguales, es otra “huella” de la reencarnación. Tal reconoce enseguida una verdad, mientras que otro no llega a verla ni aun después de mucho estudio y observación; y sin embargo, puede suceder precisamente lo contrario respecto de otra verdad que se asimile el segundo y no llegue a comprender el primero. “Dos personas muestran afición a la Teosofía y principian a estudiarla; al cabo de un año, una se ha familiarizado con sus conceptos principales y puede aplicarlos, al paso que la otra se encuentra perpleja. A una le es familiar cada concepto desde que se le presenta; para la otra es cosa nueva, extraña, incomprensible. El creyente en la reencarnación, infiere de esto que la enseñanza es antigua para la una y nueva para la otra; aquélla aprende pronto porque se acuerda, no hace más que recobrar un conocimiento del pasado; ésta aprende lentamente, porque su experiencia no encierra estas verdades de la naturaleza, y las empieza a adquirir trabajosamente por vez primera”. Del mismo, la intuición es “meramente el reconocimiento de un hecho familiar en una vida interior, aunque encontrado por primera vez en el presente”: otra huella del camino por el cual ha viajado el individuo en el pasado. 

La principal dificultad que muchos tienen para admitir la doctrina de la reencarnación, es la falta de memoria respecto del pasado. Sin embargo, cada día confirman el hecho de haber olvidado mucho de la vida presente, pues los primeros días de la niñez están borrosos, y los de la infancia en vacío completo. Deben advertir también que los sucesos pasados y por completo desaparecidos de su conciencia normal, se encuentran, sin embargo, escondidos en obscuras cavernas de la memoria, y pueden presentarse vívidamente en ciertas enfermedades o bajo la influencia del magnetismo. Hay ejemplo de un moribundo que habló una lengua sólo conocida en su infancia, y que le había sido desconocida durante su larga vida; en el delirio, sucesos largo tiempo olvidado, se han presentado de un modo vívido a la consciencia. Nada se olvida realmente; pero mucho se halla oculto a la vista limitada de nuestra conciencia ordinaria, la cual es la forma más restringida de nuestra conciencia general, por más que sea la única conciencia reconocida por la gran mayoría. Del mismo modo que el recuerdo de una parte de la vida presente se halla fuera de los límites de la conciencia ordinaria y sólo se muestra de nuevo cuando hallándose el cerebro en estado súper-sensitivo, puede responder a vibraciones que ordinariamente no es capaz de percibir, así también el recuerdo de las vidas pasadas se halla almacenado fuera del alcance de la conciencia física. Se halla todo en el Pensador, que es el único que persiste vida tras vida y tiene el libro de memorias a su alcance, pues es el único “yo” que ha pasado por todas las experiencias que en él se registran. 

Por otra parte, puede imprimir el recuerdo del pasado en su vehículo físico, así que lo haya purificado de modo que responda a sus fugaces y sutiles vibraciones, y entonces el hombre de carne puede compartir el acumulado conocimiento del pasado. La dificultad de la memoria no consiste en el olvido, pues el vehículo inferior, o sea el cuerpo físico, no ha pasado nunca por las vidas anteriores de su dueño; consiste en la absorción del cuerpo actual en su medio ambiente presente, en su grosera insensibilidad para responder a las delicadas vibraciones, únicas por las cuales puede hablar el alma. Los que quieran recordar el pasado, no deben tener concentrado todo su interés en el presente, sino que deben purificar y refinar el cuerpo hasta que pueda recibir las impresiones de las esferas más sutiles. Sin embargo, la memoria de las vidas pasadas la posee un considerable número de personas que han llegado a adquirir la sensibilidad necesaria del organismo físico, no siendo ya para ellas la reencarnación mera teoría, sino asunto de conocimiento personal. Así saben cuánto más rica es la vida presente con el recuerdo de las pasadas, viendo que los amigos de este breve día son los mismos de hace mucho tiempo con lo que los recuerdos antiguos fortalecen los lazos del pasajero presente. 
La vida gana en seguridad y en dignidad cuando se la ve con una extensa perspectiva tras sí, y cuando los amores de antaño reaparecen en los amores de hoy. 

La muerte se reduce a su propia insignificancia, como un simple incidente de la vida, el cambio de un escenario por otro, como un viaje que separa los cuerpos, pero que no puede separar al amigo del amigo. Se ve que los lazos del presente no son más que eslabones de una cadena de oro que se extiende en el pasado, pudiendo afrontarse el porvenir con la alegre confianza que proporciona la idea de que estos lazos subsistirán, y que forman parte de aquella cadena no interrumpida. De vez en cuando vemos niños que han aportado recuerdos de su inmediato pasado, las más veces cuando han muerto en la niñez y vuelven a nacer casi inmediatamente. En Occidente son estos casos más raros que en Oriente, porque en Occidente las primeras palabras de tal niño serían escogidas con incredulidad, y pronto perder la confianza en sus propios recuerdos. En Oriente, donde la creencia en la reencarnación es casi universal, se escuchan los recuerdos del niño para comprobarlos a su debida oportunidad. Hay otra consideración respecto de la memoria, que merece estudiarse. 
La de los sucesos pasados, permanece como hemos dicho, únicamente en el Pensador; pero los resultados de estos sucesos, convertidos en facultades, se hallan al servicio del hombre encarnado. 

Si el total de estos sucesos pasados se lanza dentro del cerebro físico, como una vasta masa de experiencias sin orden ni arreglo, el hombre no podría guiarse por al manifestación del pasado ni utilizarlo para su ayuda presente. Obligado a escoger entre dos tendencias de acción, tendría que elegir sucesos similares en carácter, entre los desordenados hechos de su pasado, ver cuáles fueron sus resultados, y después de un estudio largo y penoso, llegar a alguna conclusión que probablemente sería viciosa por no haber tenido en cuenta algún factor importante que se recordó tiempo después de haber pasado el momento de la decisión. Todos los sucesos, triviales o importantes de algunos cientos de vidas, formarían más bien una masa caótica de referencia que no fuera posible manejar en el momento en que se requiriese una pronta decisión. El plan mucho más eficaz de la Naturaleza, deja al Pensador la memoria de los sucesos, provee un largo período de existencia desencarnada para el cuerpo mental, durante el cual todos los sucesos pueden compararse sinópticamente y clasificar sus resultados. Luego estos resultados se cambian en facultades, y éstas forman el cuerpo metal siguiente del Pensador. De esta suerte, las facultades acrecentadas y mejorada, se hallan dispuestas para le empleo inmediato, y existiendo en ellas los resultados del pasado, puede llegarse a una decisión inmediata de acuerdo con tales resultados. 

El golpe de vista claro y rápido y el pronto juicio no son más que la expresión de la experiencia pasada, moldeada en una forma efectiva de empleo; son, seguramente, instrumentos mucho más útiles que lo fuera una masa de experiencias no asimiladas, de entre las cuales tendrían que elegirse y compararse las más salientes, y de la que habrían de hacerse deducciones cada vez que se necesitase tomar una resolución. Sin embargo, desde estos puntos de vista, la mente vuelve a apoyarse en la necesidad fundamental de la reencarnación, para explicar la vida y no ver en ella al hombre como mero juguete de la injusticia y la crueldad. 

Con la reencarnación, el hombre se ve a sí mismo digno e inmortal, evolucionando hacia un fin divino y glorioso; sin ella es una arista que flota a merced de la corriente de circunstancias casuales, irresponsable de su carácter, de sus acciones y de su destino. Con ella puede mirar hacia adelante con esperanza, libre de temores, por bajo que se encuentre hoy en la escala de la evolución, porque se halla en la que conduce a la divinidad, y el llegar a su cúspide es sólo cuestión de tiempo; sin ella no tiene fundamento racional de seguridad acerca del progreso en el porvenir, ni siquiera respecto a la realidad de porvenir alguno; porque (que porvenir habría de aguardar una criatura sin pasado? Puede ser una mera burbuja en el océano del tiempo. 

Lanzando al mundo desde el no ser, con cualidades buenas o malas que posee sin razón ni merecimiento, ¿por qué habría de luchar para mejorarlas? ¿No será su futuro, si es que tiene alguno, tan aislado, tan sin causa y tan falto de relación como su presente? El mundo moderno, al desechar de sus creencias la reencarnación, ha privado a Dios de Su justicia y al hombre de su seguridad; puede ser “afortunado” o “desgraciado”; pero carece de la fuerza y la dignidad que inspira la confianza en una ley inmutable, y se le abandona a merced del insurcable océano de la vida.

ANNIE BESANT

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