La historia de la vida del Fundador del Budismo es
una de las más bellas que jamás se han referido; pero ahora sólo puedo dar un
muy ligero bosquejo de ella. Los que deseen leerla tal como merece y debe ser
referida, esto es, en brillantes y melodiosos versos, deben leer “La Luz de
Asia”, por Sir Edwin Arnold. Verdaderamente, no existe exposición alguna tan hermosa
de los principios de esta gran religión como la que Sir Edwin Arnold ha dado en
los incomparables versos de su bello poema, y si tengo la fortuna de introducir
en este gran libro alguno que todavía no sea conocido, seguramente el lector me
lo agradecerá.
Resumiendo, pues, el gran Fundador del Budismo fue el Príncipe
Siddartha Gautama de Kapilavastu, ciudad situada a unas cien millas del
nordeste de Benarés en la India, a cuarenta millas de los picos inferiores de
las montañas de los Himalayas. Era hijo de Suddhodana, el rey de los Sakyas,
siendo su esposa la Reina Maya. Nació en el año 623 A. de C., y su nacimiento
está rodeado de encantadoras leyendas, del mismo modo que lo están los
nacimientos de todos los demás grandes instructores. Se cuenta que tuvieron
lugar grandes prodigios, como, por ejemplo, que apareció una magnífica
estrella, del mismo modo que más tarde se dijo con respecto al nacimiento de
Cristo. Su padre, el rey, como era natural en un monarca hindú, había mandado
hacer el horóscopo del niño inmediatamente después de su nacimiento, resultando
de la predicción del mismo, que su destino debía ser de un alcance muy notable
y trascendental.
Fue predicho que tenía ante sí una gran elección que hacer, y
que podía sobrepujar a todos los hombres de su época, siguiendo una de las dos
líneas que tenía a su elección. O podía convertirse en un rey de un poder
temporal mucho más extenso que el de su padre, un Señor de señores o Emperador
de toda la Península Inda, tal como sólo de vez en cuando ha sucedido en la
historia, o podía abandonar por completo todos los privilegios anexos a su real
estirpe y convertirse en un asceta errante consagrado a perpetua pobreza y
castidad. Pero, que si elegía este último destino, sería además el más grande
instructor religioso que el mundo había conocido jamás, y que los millares de
hombres que le seguirían en su camino, serían machismo más numerosos que los
súbditos de cualquier reino de la tierra.
No debe causarnos sorpresa
alguna que el rey Suddhodana se impusiese algo ante la idea de que su hijo
primogénito pudiera llevar esta vida de mendigo, y que desease que su real
descendencia se perpetuara y engrandeciera. Así, pues, se esforzó desde un
principio en dirigir la elección del Príncipe hacia las líneas temporales con
predilección a las espirituales; y puesto que conocía que la aceptación de la
vida espiritual sería muy probablemente determinada por la vista de las penas y
sufrimientos humanos, así como por el deseo de remediarlos, decidió (así lo
cuenta la historia) apartar de la vista del Príncipe todo lo que pudiese
sugerir estos tristes pensamientos. Se dice que decidió que el Príncipe no
debía conocer nada de cuanto se refiere a la decrepitud y a la muerte, y que
ordenó que se le colocara en medio de las diversiones y placeres temporales,
así como que se le enseñase a dedicarse a fomentar la gloria y el poder de la
real casa.
El Príncipe habitaba un soberbio palacio rodeado por millas de
magníficos jardines en el cual estaba realmente prisionero, aun cuando lo ignoraba.
Estaba rodeado de cuanto podía contribuir a sus placeres bajo todos los
aspectos: sólo se permitía que se le acercase lo joven y lo bello; cuantos
estaban enfermos o sufrían de algún modo eran cuidadosamente apartados de su
vista. Así pasó, al parecer, sus primeros años, confinado en este extraño, y,
sin embargo, delicioso mundo. El muchacho creció hasta que llegó a la edad
viril, y entonces fue desposado por Yasodhara, la hija del Rey Suprabuddha. Se
creyó, al parecer, que este nuevo estado absorbería por completo la atención y
la vida del Príncipe, y, sin embargo, está escrito que durante todo este tiempo
surgían a intervalos en su mente recuerdos de otras vidas, y un confuso
presentimiento de un gran deber no cumplido turbaba su reposo. Sin embargo,
cuando fue llegado el momento, se casó y tuvo un hijo, Rahula. Pronto después
de este suceso principió a aumentar su pena y disgusto, y parece ser que
insistió en pasar al mundo exterior a fin de ver algo de la vida de los demás.
Escrito está que de este modo se puso en contacto por vez primera con la
decrepitud, con la enfermedad y con la muerte, y profundamente afectado a la
vista de tales miserias tan comunes entre nosotros, aunque completamente nuevas
y desconocidas para él, sintió una gran tristeza al contemplar el triste
destino de sus semejantes. Viendo, además, cierto día a un santo ermitaño, se
impresionó vivamente a la vista de su sereno y majestuoso aspecto, y comprendió
que en este mundo había a lo menos uno que estaba por encima de los por otra
parte generales males de la vida. Desde este momento su resolución de vivir la
vida espiritual se hizo más y más firme, hasta que al fin llegó el instante en
que, a la edad de veintinueve años, abandonó definitivamente su rango de
príncipe, dejando todas sus riquezas en manos de su esposa e hijo, y se retiró
a la selva para dedicarse a la vida ascética.
Como es muy natural, Gautama
pertenecía, como su padre y todos los demás habitantes de la India, a la gran
religión Hindú, y por lo tanto, se dirigió a los principales ascetas Brahmanes
con el objeto de adquirir las instrucciones y los consejos que necesitaba en su
nueva vida. Pasó un período de seis años entre estos instructores, con el
objeto de aprender de ellos la verdadera solución del problema de la vida, y a
fin de hallar un remedio a las miserias del mundo, sin poder encontrar
cumplidamente lo que buscaba. La enseñanza de estos instructores parece haber
sido siempre que sólo por medio del más rígido ascetismo, e imponiéndose las
más duras privaciones, puede uno esperar escapar a las penas y sufrimientos que
son la herencia de todos los hombres, y por lo tanto, Gautama ensayaba uno tras
otros todos los sistemas hasta en sus más minuciosos detalles, aunque siempre
con un ardiente deseo no satisfecho de encontrar algo más real y positivo.
El
riguroso y persistente ascetismo a que se entregó, quebrantó al fin su salud, y
se cuenta que un día estuvo a punto de morir extenuado de hambre. Después que
se hubo restablecido, comprendió que, si bien para hallar lo que buscaba podía
el ascetismo ser un método bueno para ser practicado “fuera” del mundo, no era,
sin embargo, este método el más apropiado para llevar la luz “al” mundo, y en
consecuencia pensó que para ayudar a sus semejantes, debía cuando menos vivir el
tiempo necesario para encontrar la verdad que les podía hacer libres. Parece
ser que desde los primeros momentos observó la más altruista conducta. Aunque
poseía todo cuanto podía hacer la vida feliz y apetecible, sin embargo, las
mudas penalidades y miserias de tantos millones de infelices repercutían sobre
él de una manera tan vívida, que mientras vivió, jamás le fue posible conocer
la felicidad. No era para sí, sino para los demás, que deseaba hallar un medio
para escapar a las miserias de la vida física. No era para sí, sino para los
demás, que sentía la necesidad de una vida elevada que pudiese ser vivida por
todos.
Viendo, pues, que todas las
prácticas ascéticas eran ineficaces, las abandonó, dedicándose desde aquél
momento a educar su mente en el ejercicio de la más elevada meditación.
Colocóse inmediatamente debajo del árbol Bodhi, resuelto a obtener por el poder
de su propio espíritu el conocimiento que buscaba. Sentado allí en profunda
meditación, examina todas estas cosas, estudia profundamente en el corazón y
causa de la vida, y se esfuerza en llevar su conciencia hasta un elevado nivel.
Al fin, por medio de un poderoso esfuerzo, obtuvo lo que deseaba, y entonces
vio desarrollarse ante sí el maravilloso esquema de la evolución, y el
verdadero destino del hombre. Así se convirtió en Buda, el iluminado,
disponiéndose entonces a compartir con sus semejantes el maravilloso
conocimiento que había obtenido. Salió a predicar sus nuevas doctrinas,
principiando con un sermón que todavía se conserva en los libros sagrados de
sus discípulos.
En la lengua de sus discípulos, el pâli (que para ellos es
todavía la lengua sagrada, como lo es el latín para la Iglesia Católica), este
primer sermón es conocido con el nombre de Dhammachakkappvattana
Sutta, el cual ha sido traducido como significando “Poner en movimiento las
ruedas del carro real del Reino de la Justicia”. En algunos libros de nuestros
modernos orientalistas podéis hallar una traducción literal del mismo; pero si
deseáis comprender el verdadero espíritu de lo que Buda dijo, entonces haréis
bien en dirigiros al Libro Octavo del maravilloso poema de Sir Edwin Arnold. Si
este poeta nos da el significado literal de cada palabra, tan exactamente como
los demás eruditos orientales, es cosa que no puedo precisarlo; pero sí puedo
decir, que da como ningún otro ha dado hasta ahora en inglés, el espíritu que
compenetra esta gran doctrina oriental. He vivido en medio de este pueblo; he
asistido a sus festividades religiosas y conozco los sentimientos de su corazón;
y al leer “La Luz de Asia”, se presenta toda la escena ante mí, tan vívidamente
como la he visto muchas veces, al paso que la ruda y pedantesca exactitud de
los orientalistas, no presenta ningún eco de la mística música de Oriente.
Para decirlo en breves palabras,
el Buda presentaba ante sus oyentes lo que él llamaba “El Sendero Medio”.
Declaraba que los extremos, en cualquier sentido que fuesen, eran igualmente
contraproducentes; decía, por una parte, que la vida del hombre del mundo,
absorto por completo en sus negocios y persiguiendo sueños de gloria y poder,
era de resultados perjudiciales y funestos, puesto que de este modo descuidaba
por completo todo aquello que era realmente digno de estima y consideración.
Pero por otra parte enseñaba también que el riguroso ascetismo que dice al
hombre que debe renunciar por completo al mundo y que le aconseja que se
dedique exclusiva y egoístamente a buscar los medios de separarse y escapar del
mismo, era igualmente perjudicial y nocivo. Sostenía que el “sendero medio” de
la verdad, y del deber, era el mejor y más seguro, y que si bien la vida
consagrada exclusivamente a la espiritualidad, podía ser vivida por aquellos
que estaban suficientemente preparados para ella, había, sin embargo, también
una perfecta y verdadera vida espiritual posible para el hombre que todavía
tenía su sitio y desempeñaba su misión en el mundo. Basaba su doctrina de una
manera absoluta, sobre la razón y el sentido común.
No pedía a nadie que
creyese ciegamente, sino que, por el contrario, decía a todos que abriesen los
ojos y mirasen en torno de sí. Declaraba que, a pesar de todas las miserias y
sufrimientos del mundo, el gran esquema del cual el hombre forma parte, es un
esquema de justicia eterna, y que la ley bajo la cual vivimos es una ley
misericordiosa que sólo necesita que la comprendamos y que adaptemos nuestra
conducta a la misma. Declaraba que el hombre mismo es la causa de sus
sufrimientos, debido a que se deja dominar por el deseo, yendo constantemente
tras aquello que es objeto de sus ansias, y que la felicidad y la satisfacción
se pueden obtener más fácilmente limitando y restringiendo los deseos, que por
medio del aumento de los honores y riquezas. Enseñó este “sendero medio”, por
toda la India, con el más sorprendente éxito, durante un período de cuarenta y
cinco años, y al fin murió, a los ochenta de su edad, en la ciudad de
Kusinagara, el año 543 A. de C.
Las fechas que he dado más
arriba son las de los anales orientales, y aunque los orientalistas europeos se
negaban al principio a aceptarlas, tratando de probar que Buda vivió en una
época mucho más cercana a la Era Cristiana, ulteriores investigaciones les han
forzado a colocar esta época en una fecha más lejana, por cuyo motivo aceptan
ahora que los anales originales son dignos de confianza. La historia y los
edictos del gran Emperador budista Asoka han prestado un gran servicio para
aclarar esta cuestión de cronología; y el Mahawanso de Ceilán nos da una
cuidadosa y detallada relación que cuanto más se la investiga, tanto más
verídica y digna de confianza demuestra ser. Actualmente, pues, las fechas
relacionadas con la época en que vivió Buda son aceptadas sin oposición alguna.
Por lo que se refiere a los detalles que acerca de la vida de Buda se nos dan,
difícil es el decir hasta qué punto podemos confiar en su exactitud.
Probablemente, la veneración y cariño de sus discípulos envuelve su memoria con
una especie de velo o aureola legendaria, como ha sucedido con todos los demás
grandes instructores religiosos. Sin embargo, nadie puede dudar de que poseemos
una muy bella historia, que contiene la vida de un hombre muy santo, de una
gran pureza de vida, y dotado de una maravillosa claridad de visión espiritual.
Como dice Barthelemy St. Hilaire: “Su vida es absolutamente sin mancha. Su
constante heroísmo iguala a su convicción; él es el modelo perfecto de todas
las virtudes que predica; su abnegación, su caridad, su constante dulzura,
jamás le abandonan ni por un solo instante... El prepara en el silencio su
doctrina durante seis años de trabajo y meditación; él la propaga con el solo
poder de la palabra y la persuasión durante más de medio siglo, y cuando muere
en brazos de sus discípulos, es con la certidumbre del sabio que ha practicado
las más nobles virtudes durante toda su vida, y que está seguro de haber
encontrado la verdad”.
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