El problema máximo para quien busca la Verdad
-Verdad que no puede estar aparte de su existencia- es cómo vivir. Esto es así
porque sea cual sea la verdad, tiene que experimentársela con la plenitud del
ser. Si queda algún elemento de consciencia por fuera de la verdad que
experimentamos, necesariamente estará en conflicto con esa experiencia, o
restará algo a esa plenitud en la que puede haber el sentido de un estado final.
La verdad que buscamos debe llenar completamente nuestro ser, y estar incluida
en todo contacto proveniente de las energías que fluyen de ese ser. En otras
palabras: debe llenarnos y llenar toda expresión nuestra en pensamiento,
sentimiento y acción. Esa experiencia tiene necesariamente que ser interna,
pero también debe tener la precisión de una objetividad como de roca. No debe haber
sensación de vacío, ni pérdida de realidad al pasar de lo interno a los contactos
con las cosas externas.
Esencialmente,
la Verdad es un absoluto y depende de una integridad del ser. Pero sólo se
puede manifestar en formas finitas y relacionadas. El campo inmediato a que
puede descender es aquel en que nuestra propia consciencia se mueve y funciona;
el campo de nuestros pensamientos y acciones cotidianos. Descubrir la
naturaleza de la Verdad es en realidad retirar el velo que la cubre. Lo que la
cubre, o la oculta y eclipsa, son las formas de consciencia que no concuerdan
con ella, en las cuales no puede penetrar. Por tanto, tenemos que preparar el
suelo para que reciba la Verdad, o sea el suelo de nuestro propio vivir, del
cual no pueden separarse las formas o experiencias de nuestra consciencia.
Puede
preguntarse: ¿Percibimos primero la Verdad y configuramos las formas de acuerdo
con ella, o primero configuramos las formas como podemos, y dejamos que se
manifieste en ellas algo, un aspecto de la Verdad, una nueva idea, algo
significativo que hasta entonces no habíamos percibido? La creación de la
forma, y el llenar la forma con vida que es una manifestación de la Verdad, son
un fenómeno conjunto. Subjetivamente percibimos; objetivamente creamos; y la
corriente de vida o manifestación es lo que constituye la unidad de
sujeto-objeto. La primera creación en el proceso de auto-realización, que es el
descubrimiento de la Verdad oculta, es crearnos o re-crearnos nosotros mismos
como un vaso de la Verdad. Nosotros mismos quiere decir nuestro vivir, cada pensamiento
y acto. Todo eso tenemos que moldearlo, parte por parte, para que se acerque
cada vez más a la meta de nuestra aspiración.
Y
esta es una obra de arte, de la más elevada de todas las artes. No es un arte
que tenga un objetivo limitado, un simple lienzo fijo y su tema; sino un arte
en cuya creación tienen que incorporarse las energías siempre cambiantes que
fluyen de nuestro ser interno. Cada pensamiento fugaz, cada fantasía pasajera,
puede mejorar o dañar el cuadro, que ha de ser la representación perfecta del
ser interno, de la Verdad que hay en uno. Ese Ser interno es una unidad, y así
lo sentimos gracias a la perfecta armonía que reina dentro de él. Pero esa
armonía se rompe cuando las energías procedentes del ser, que encuentran resistencias
de toda clase, se proyectan sobre el telón fenoménico externo, formando el
cuadro de nuestra vida. Hacer que este cuadro corresponda con la armonía
interna, y crear en nuestro vivir esa perfección que está dentro de nosotros,
debe ser nuestra constante tentativa.
La
falta de acuerdo entre lo interno y lo externo es la causa de toda nuestra
frustración e infelicidad. Debido a ello, internamente batimos nuestras alas en
vano; y externamente carecemos del divino astro y del sentido de una dirección
inconfundible. Una verdad puramente metafísica, en el sentido de que los rayos
que de ella emergen no tocan todos los aspectos de nuestra naturaleza, no es
una verdad experimentada o la plenitud de la Verdad; no se sentirá como verdad,
debido a la constitución del hombre. El hombre es un todo, y la verdad que le
satisfaga debe llenar ese todo; es decir, esa verdad debe estar incorporada en
su vida y en cada acto que haga parte de esa vida. No podemos evitar esta
conclusión si lo que buscamos es una Verdad que tenga la naturaleza de cosa
fundamental o final, y que no sea meramente un medio hacia algo más.
Quienquiera
que se proponga dominar el arte de vivir de esta manera práctica, no podrá
menos de descubrir lo difícil que es. Basta un pequeño estudio para mostrarnos que
existen en nosotros tantos cabos sueltos y raídos, que nos sentimos incapaces
de juntarlos y agarrarlos satisfactoriamente.
Las
preguntas vitales que debemos hacernos en toda situación, son: ¿Cuál debe ser la
naturaleza de nuestra actitud hacia ella? ¿Cuál la de nuestros pensamientos y
sentimientos al respecto? y ¿Qué actos debemos ejecutar? Entre el cúmulo de
circunstancias que nos bloquea por todos lados, ¿cuál es la dirección del
verdadero progreso?
Aún
después de haber realizado que la vida es un problema en este sentido, nos falta
voluntad para tomar efectivamente las riendas de nuestra propia vida. Le
ponemos un lento asedio a la Verdad, sea cual sea la forma en que la contemplamos
por el momento. En relación con nuestras experiencias, asume formas diferentes
de cuando en cuando. Hasta cuando sentimos que vamos bien dirigidos hacia la
verdad que buscamos, parece que no logramos ir más allá del punto ya alcanzado.
No hay en nosotros la cualidad de un ataque directo, el espíritu necesario para
superar las dificultades y derribar los obstáculos. La tarea es difícil porque
incluye muchas tareas y actividades menores; significa un nuevo modo de vivir,
una meta y una orientación completamente diferentes a las que hasta ahora hemos
perseguido.
Lo
que en primer lugar se requiere es que cada uno de nosotros descubra un interés
supremo, que gradualmente transformará nuestra vida; y entonces lo persiga sin
desviarse. Muchos preferirían llamarlo un objetivo supremo, un ideal o estado
supremo. Sin embargo, la palabra “interés” es más penetrante, puesto que puede
operar en el campo de nuestra experiencia y actividad normal, a la vez que
abarca y hasta encuentra un foco principal en lo que está más allá de nosotros.
Si nos fijamos un ideal completamente desconectado de nuestras vidas, entonces
la causa de todas nuestras cuitas sigue intocada.
Podremos
tener un ideal; puede ser el de entrar en relación con “Dios” o algún gran Ser.
Entonces a ese Ser o ideal lo colocamos aparte de lo que consideramos el rebaño
común de la humanidad, hacia el cual nos contentamos con ser indiferentes.
Quizá hasta despreciamos a nuestro prójimo, porque nuestro ideal está centrado
en ese ideal o Ser que profesamos adorar y servir. Hay así una separación entre
el objeto hacia el cual miramos -posiblemente para llenar alguna carencia
subconsciente- y los contactos e incidentes de nuestra vida diaria. El objeto
no es sino una imagen colocada en un compartimiento de nuestros pensamientos; y
nuestras actividades, motivadas como antes, continúan deslizándose por los mismos
surcos gastados, abiertos por ellas mismas. Los problemas prácticos de nuestra
vida, que surgen de las diversas relaciones en que nos encontramos, no se
acercan a su solución sólo con cambiar el foco de nuestro interés a un centro
separado e independiente que para ello hemos creado.
Todavía
nos falta descubrir el verdadero incentivo o la voluntad interna que pueda
tener un efecto predominante en nuestras vidas, y que también esté presente en
cada circunstancia o incidente. Nuestro ideal debe ser, no el de dejar el mundo
antes de haber aprendido a sobrellevarlo y ayudarlo, ni el de escaparnos a
algún séptimo cielo; debe ser un ideal que esté siempre presente con nosotros,
en cualquier parte y en todas. En cualquier punto de nuestras vidas ese ideal
debe capacitamos para convocar las energías necesarias para encarar la
situación del momento en la mejor manera posible.
Todos
los libros que tratan del Sendero espiritual recalcan la necesidad de la dirección
única; porque si vagamos de aquí para allá; si los efectos de nuestras diversas
acciones se cancelan entre sí; si estamos indecisos respecto al rumbo a seguir;
si oscilamos como un péndulo entre pares de opuestos, entonces es obvio que no
podemos producir un resultado definido o cumulativo. Si no hay la continuidad
de aplicación o de proceso necesario para producir cierta consumación, esa
consumación tiene que esperar hasta que tal esfuerzo sea posible. Por lo tanto,
una de las “joyas de conducta” requeridas para hollar el Sendero, es la virtud
de la dirección-única.
Pero
esa dirección-única debe ser como el ápice de un coronamiento hacia el cual
convergen naturalmente todas las líneas de nuestra acción, aunque cada cual
tenga su fin y motivo inmediato.
El interés supremo que reine en nuestra vida
debe absorber todos los demás intereses, pero sin abolirlos. En verdad debe
circular por enmedio de ellos y transmutarlos. Todos los amores menores deben
convertirse en canales e integrarse en un amor mayor, y así participar de la naturaleza
de este último. La dirección-única del hombre verdaderamente espiritual se
manifiesta como una universalidad de interés y simpatía que le produce una
mente de millares de facetas, como se dijo de Shakespeare por la extraordinaria
penetración que muestra dentro de todo tipo de caracteres, vocaciones y
experiencias humanas.
Si
hay una constante aspiración (hacia la Verdad, Dios, estado de Ser, o
cualquiera otra cosa) que atraiga dentro de su círculo todo lo demás de menor
interés, seremos capaces de vivir de momento a momento con una inspiración que
jamás cambia de esencia aunque siempre varia en forma.
El corazón de la
aspiración permanece inalterado, y su cualidad esencial es la misma, aunque su
efecto multicolor varía de una a otra circunstancia. Nuestro estado interior
debe estar establecido de tal modo que esté siempre abierto hacia el medio del
cielo, o, para variar la metáfora, que gire siempre en torno de una estrella
polar que corone con sus rayos benéficos cada aspecto de nuestra vida. El
interés que brota de la parte más profunda de nuestra naturaleza es el que es
capaz de interminable evolución, y puede abarcar todo interés subordinado y
subsidiario que se desarrolle a través de los diferenciantes procesos de la
vida.
Hasta
que hayamos descubierto ese centro en nosotros mismos, donde podamos quedarnos
fijos, pero desde el cual seamos capaces de mirar en todas las direcciones de
nuestra vida, y de nuestra actividad y contactos con el mundo externo, la vida
tendrá forzosamente que ser insatisfactoria, por un desequilibrio dentro de
nosotros que constantemente nos trastorna y nos corroe. Cada uno de nosotros
debe tratar de sondear, tan profundamente como pueda, dentro de sí mismo, para
ver cuál es su verdadero interés, y cómo definirlo a la consciencia externa de
su mente. Estamos interesados en los amigos, en toda clase de actividades, en
el arte, en varias disquisiciones intelectuales. ¿Hay en nuestros corazones
algo con un valor que pueda igualmente encontrar expresión por todos estos
canales?
Existe
en lo profundo de nosotros un principio, que en realidad es el corazón mismo de
nuestro ser, y que es el origen de toda clase de bien, igualmente para nosotros
y para los demás. Si podemos tocarlo, siquiera por un momento, retirándonos de
todo lo demás, seremos capaces de extraer de ese momento un sentido de algo de
valor imperecedero, presente en todos los seres y cosas, un valor que jamás
podremos perder de vista después, en ningún juicio sobre nuestros prójimos, o
en cualquier acción que contemplemos tocante a su bienestar, o hasta en el de
las criaturas inferiores que están dentro de la fraternidad universal.
Lo
que se necesita es la unificación de nuestra naturaleza; la armonización de sus
diferentes partes, para que constituyan un todo coherente y perdurable. Si cada
uno de nosotros se examina sinceramente sus callados pensamientos, sus
reacciones hacia personas y cosas, se dará cuenta de lo lejos que está de ese
estado de armonía interna, en el cual únicamente es posible la plenitud, y
fuera del cual todos sus actos tienen que ser parciales. Lograr la plenitud en
nosotros mismos, es ser capaces de vivir plenamente y aplicar la totalidad de
nuestro ser y de nuestra consciencia en cualquier punto de nuestro contacto con
el mundo externo. Desgraciadamente hemos desarrollado estratos de muy diversas
clases en nuestra naturaleza, una capa de dureza aquí y un estrato de arena
movediza allí; de modo que por un lado somos duros y resistentes y por el otro
demasiado dispuestos a ceder. Algunas cosas nos inquietan y nos excitan, y
otras nos dejan inertes e insensibles. Hay en nuestras personalidades el
conflicto de una constante contradicción.
Los
psicólogos modernos hablan de un estado de neurosis, en el que se establece un
yo artificial ajeno al yo real, y entonces hay una pugna entre esas dos
entidades. Lo que ellos llaman el yo verdadero, y cuya frustración piensan que
es la causa-raíz de la enfermedad, no es en verdad el ser real desde el punto
de vista más amplio de la Teosofía. Pero los elementos de neurosis, es decir de
una dualidad que produce conflictos periódicos, están presentes en todos
nosotros, aunque no con la exageración de factores con que se presentan en la
personalidad neurótica. Acabar con la dualidad que hay en nosotros, en el
sentido de energías discordantes presentes simultáneamente en nuestra
naturaleza, es la tarea de la Yoga, que literalmente significa unión o
reunificación.
La
palabra sánscrita “yoga” tiene una variedad de connotaciones; pero el corazón
mismo de la yoga, su propósito central, es una armonización; primero de uno
mismo, y luego de uno mismo con los demás, que se mantenga aún en medio de la
lucha y el conflicto. Habrá diversidad en la superficie, pero el sentido de
unidad brota desde adentro, y esa unidad crea un estado de armonía que es como
las aguas profundas del océano que permanecen quietas hasta bajo el oleaje
embravecido de la superficie. Ese sentido de unidad es el que está en la raíz
del amor universal, lo mismo que del interés universal.
Nuestra
naturaleza íntegra tiene que penetrarse de ese sentido de unidad. Así nos
ponemos a tono con la naturaleza de todas las cosas. Antes de que podamos
adquirir esa tranquilidad interna, hay que eliminar las causas internas del
conflicto. Sin una purificación de nuestra naturaleza entera es imposible poner
en recíproco acuerdo sus elementos constitutivos. Sólo lo verdadero puede estar
acorde con lo verdadero: por tanto, hay que eliminar lo falso. El purgatorio
precede al paraíso, y el paraíso es una dulce armonía de uno mismo. Las cuerdas
de nuestra naturaleza pueden ser pocas, pero es posible tocar en ellas una
melodía interminable. Purificación, unificación y dedicación -que es la fusión
de lo inferior con lo superior- son las tareas que cada cual ha de cumplir por
sí mismo.
La
dedicación no es el estado pasivo de meramente sentirse devoto. Ha de ser la expresión
de una voluntad interna, que se traduce en un impulso dinámico en toda facultad.
Ha de ser una voluntad inflexible pero muy adaptable, que opere en toda dirección.
Toda acción que nazca de esa voluntad interna es acción pura. Nuestras vidas,
por importantes que las consideremos, no son sino un preludio de lo que está
por venir. El pasado es siempre una preparación para el futuro. Todo lo que construimos
con la naturaleza externa no es sino un andamio para un templo interno.
Externo
e interno: hay en nuestras mentes una división entre estos dos, que no está en
la naturaleza de las cosas. ¿A qué quiere nuestra consciencia exteriorizada que
nos dediquemos? ¿Al Uno, que es el corazón de todo ser, o a las innumerables
multiplicidades que son las expresiones de ese Uno? Es obvio que a ambas cosas.
Mientras hagamos una distinción entre las dos, no habremos comprendido rectamente
a ninguna de las dos. La acción con un espíritu de amor puro que no provoque
reacción, está por encima de los pares de opuestos. El amor al Ser Supremo que
está en todo, no puede desligarse de nuestra mejor voluntad y servicio a las
manifestaciones de El en quienes nos rodean.
Supongamos
que conocemos una grande y admirable persona que provoca nuestra más profunda
reverencia. Luego conocemos a otra muy diferente, peregrina sin duda de esta
tierra, pero agobiada y manchada, harapienta, hablando metafóricamente. Provoca
en nosotros una actitud muy diferente. Sin embargo, debiera haber en nosotros
cierto sentido de unidad que nos ayude a aceptar en nuestro corazón a esa
grande y admirable persona, codo a codo con esa otra cuya existencia parece no
tener otro objeto que mostrarnos las extrañas contradicciones de la vida. Esa
es la clase de Igualdad, paridad o equilibrio que el Bhagavad Gita dice que
constituye la esencia de la Yoga. Tenemos que observar las reacciones que nos
producen las dualidades que causan atracción y repulsión, si queremos
libertarnos de sus efectos perturbadores.
¿Estamos
interesados en el servicio, o en el auto-desarrollo? Esta es otra pregunta que
no tendría por qué surgir, porque debiéramos percibir que el servicio es una
forma de acción, y que el desarrollo es su efecto sobre uno mismo. Debiéramos
entender todo el proceso de nuestro crecimiento y floración en términos de dar
lo que hay de valor en nosotros y lo necesiten aquellos con quienes entramos en
contacto. Tal manera de ver las cosas con igualdad, aplicada a los procesos de
la vida aparentemente diferentes, acaba con todas las antitesis.
Sólo
cuando nos damos cuenta cabal en nosotros mismos, no sólo de las fuerzas que operan
abiertamente en la superficie, sino también de los motivos sutiles y de los
fines que se insinúan, es cuando podemos colocarnos por encima de los opuestos
que son los que producen conflictos y dividen la mente.
Se
ha dicho que la duda descalifica. La “duda”, en este sentido, no es la de no
creer en alguna autoridad o declaración. La duda surge cuando existe un dilema
causado por reacciones divididas entre las cuales somos incapaces de discernir.
Un
estado en el que no haya división, en el que encontremos un camino seguro, es
el de un equilibrio interno en el que no hay cambios ni deslizamientos. Si
podemos responder a cada circunstancia, no con las diferentes partes de nuestra
naturaleza, sino con nuestro ser integro, sabremos inmediatamente hacia qué dirección
gravita ese ser internamente, y esa será la dirección de una acción perfectamente
equilibrada y completa. La palabra “completa” indica la calidad de una intuición
pura. En circunstancias difíciles, cuando hay desacuerdo de consideraciones y
confusión en el acto de pesarlas y balancearlas, el modo de determinar el mejor
curso de acción no es mediante cálculos, ni pesando y balanceando así las
cosas, sino recurriendo a ese centro de gravedad que hay dentro de nosotros y
que quiere movernos por la línea de la acción recta y perfecta. Es el hilo de
Ariadna de la mitología Griega. Un juicio fiel es un juicio instantáneo, que
resume perfectamente, aunque ese juicio nazca de mucha elaboración mental
previa. Su pivote es ese centro interno donde reside la sabiduría verdadera.
En
cualquier situación en que no sabemos cuál es nuestro deber y qué debemos
hacer, lo más importante es la claridad del motivo. Si hay recta orientación
con respecto a los elementos fundamentales del problema, nos indicará el paso
inmediato que debemos dar. Podemos vivir nuestra vida en un estado de amplia
ecuanimidad, si hemos descubierto hacia dónde debe orientarse siempre internamente.
Para determinar nuestro deber en una contingencia inmediata, necesitamos tener
una apreciación del fin o del propósito al que sirve ese deber. Pues lo final y
lo inmediato están estrechamente relacionados, si somos capaces de ver esa
relación. Lo final no es sino el propósito más profundo, la aspiración
fundamental. Está en las profundidades de nosotros mismos, y no en algún sitio
distante.
La
Teosofía nos revela un Plan capaz de sintetizar en sí lo mejor que hay en cada
uno. Desde un punto de vista, el Plan incluye no sólo las Ideas Divinas, los
arquetipos, sino el conjunto de la evolución, en la que cada bien menor no es
sino un peldaño para un bien mayor. Es un plan de perfección que evoluciona
desde el bien menor de que cada uno sea capaz en cualquier momento.
Las formas
que evolucionan con tanta paciencia y cuidados, no son sino modelos toscos de
las figuras finales. En este proceso, cada uno de nosotros tiene un papel
consciente, si es por lo menos capaz de pensar en algo dentro de sí mismo que
pueda descubrirse como el supremo Bien, la suprema Verdad, la suprema Belleza.
Libertar ese algo, es la consumación, “el divino y lejano evento”, hacia el
cual nos movemos todos inconscientemente, vacilantes y hasta tortuosamente.
Nuestra
gran tarea es descubrir ese algo, en términos de nuestra propia experiencia. No
puede ser por meras palabras o frases. Ese descubrimiento hay que hacerlo en el
proceso de la vida. Pues la vida es acción, y la manifestación es vida, Sin
acción no puede haber realización. Lo que produce la realización es la reacción
dentro de nosotros, resultante de la recta acción. Una verdad que no se
manifiesta como vida, es una verdad desprovista de poder. Solamente cuando fluye
en la forma que la expresa apropiadamente, se manifiesta en esa consciencia que
es nuestro ser exteriorizado.
Hay en cada uno algo de
valor supremos capaz de infinito desarrollo, que perdura por la eternidad, y
ese algo puede ser descubierto en cada incidente y circunstancia de la vida.
Cuando una persona lo ha descubierto y ha identificado su corazón con eso, ha
establecido la integridad y el equilibrio en si misma; desde entonces ya no
vive como una sombra de su ser plenario confinada en la cárcel de sus
limitaciones, sino como un centro radiante cuyos rayos se posan en toda
circunstancia y se reflejan desde todos los ángulos. Bajo esa luz todas las
cosas se ven en su verdadera naturaleza y revelan su oculta realidad. Entonces
es capaz de percibir, dentro y fuera de él, que todas las cosas son una sola en
su esencia más íntima.
N. Sri Ram
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