domingo, 14 de abril de 2019

REALIDAD EN NUESTRO VIVIR



El problema máximo para quien busca la Verdad -Verdad que no puede estar aparte de su existencia- es cómo vivir. Esto es así porque sea cual sea la verdad, tiene que experimentársela con la plenitud del ser. Si queda algún elemento de consciencia por fuera de la verdad que experimentamos, necesariamente estará en conflicto con esa experiencia, o restará algo a esa plenitud en la que puede haber el sentido de un estado final. La verdad que buscamos debe llenar completamente nuestro ser, y estar incluida en todo contacto proveniente de las energías que fluyen de ese ser. En otras palabras: debe llenarnos y llenar toda expresión nuestra en pensamiento, sentimiento y acción. Esa experiencia tiene necesariamente que ser interna, pero también debe tener la precisión de una objetividad como de roca. No debe haber sensación de vacío, ni pérdida de realidad al pasar de lo interno a los contactos con las cosas externas.
            
Esencialmente, la Verdad es un absoluto y depende de una integridad del ser. Pero sólo se puede manifestar en formas finitas y relacionadas. El campo inmediato a que puede descender es aquel en que nuestra propia consciencia se mueve y funciona; el campo de nuestros pensamientos y acciones cotidianos. Descubrir la naturaleza de la Verdad es en realidad retirar el velo que la cubre. Lo que la cubre, o la oculta y eclipsa, son las formas de consciencia que no concuerdan con ella, en las cuales no puede penetrar. Por tanto, tenemos que preparar el suelo para que reciba la Verdad, o sea el suelo de nuestro propio vivir, del cual no pueden separarse las formas o experiencias de nuestra consciencia.
            
Puede preguntarse: ¿Percibimos primero la Verdad y configuramos las formas de acuerdo con ella, o primero configuramos las formas como podemos, y dejamos que se manifieste en ellas algo, un aspecto de la Verdad, una nueva idea, algo significativo que hasta entonces no habíamos percibido? La creación de la forma, y el llenar la forma con vida que es una manifestación de la Verdad, son un fenómeno conjunto. Subjetivamente percibimos; objetivamente creamos; y la corriente de vida o manifestación es lo que constituye la unidad de sujeto-objeto. La primera creación en el proceso de auto-realización, que es el descubrimiento de la Verdad oculta, es crearnos o re-crearnos nosotros mismos como un vaso de la Verdad. Nosotros mismos quiere decir nuestro vivir, cada pensamiento y acto. Todo eso tenemos que moldearlo, parte por parte, para que se acerque cada vez más a la meta de nuestra aspiración.
            
Y esta es una obra de arte, de la más elevada de todas las artes. No es un arte que tenga un objetivo limitado, un simple lienzo fijo y su tema; sino un arte en cuya creación tienen que incorporarse las energías siempre cambiantes que fluyen de nuestro ser interno. Cada pensamiento fugaz, cada fantasía pasajera, puede mejorar o dañar el cuadro, que ha de ser la representación perfecta del ser interno, de la Verdad que hay en uno. Ese Ser interno es una unidad, y así lo sentimos gracias a la perfecta armonía que reina dentro de él. Pero esa armonía se rompe cuando las energías procedentes del ser, que encuentran resistencias de toda clase, se proyectan sobre el telón fenoménico externo, formando el cuadro de nuestra vida. Hacer que este cuadro corresponda con la armonía interna, y crear en nuestro vivir esa perfección que está dentro de nosotros, debe ser nuestra constante tentativa.
            
La falta de acuerdo entre lo interno y lo externo es la causa de toda nuestra frustración e infelicidad. Debido a ello, internamente batimos nuestras alas en vano; y externamente carecemos del divino astro y del sentido de una dirección inconfundible. Una verdad puramente metafísica, en el sentido de que los rayos que de ella emergen no tocan todos los aspectos de nuestra naturaleza, no es una verdad experimentada o la plenitud de la Verdad; no se sentirá como verdad, debido a la constitución del hombre. El hombre es un todo, y la verdad que le satisfaga debe llenar ese todo; es decir, esa verdad debe estar incorporada en su vida y en cada acto que haga parte de esa vida. No podemos evitar esta conclusión si lo que buscamos es una Verdad que tenga la naturaleza de cosa fundamental o final, y que no sea meramente un medio hacia algo más.
            Quienquiera que se proponga dominar el arte de vivir de esta manera práctica, no podrá menos de descubrir lo difícil que es. Basta un pequeño estudio para mostrarnos que existen en nosotros tantos cabos sueltos y raídos, que nos sentimos incapaces de juntarlos y agarrarlos satisfactoriamente.
            
Las preguntas vitales que debemos hacernos en toda situación, son: ¿Cuál debe ser la naturaleza de nuestra actitud hacia ella? ¿Cuál la de nuestros pensamientos y sentimientos al respecto? y ¿Qué actos debemos ejecutar? Entre el cúmulo de circunstancias que nos bloquea por todos lados, ¿cuál es la dirección del verdadero progreso?
            
Aún después de haber realizado que la vida es un problema en este sentido, nos falta voluntad para tomar efectivamente las riendas de nuestra propia vida. Le ponemos un lento asedio a la Verdad, sea cual sea la forma en que la contemplamos por el momento. En relación con nuestras experiencias, asume formas diferentes de cuando en cuando. Hasta cuando sentimos que vamos bien dirigidos hacia la verdad que buscamos, parece que no logramos ir más allá del punto ya alcanzado. No hay en nosotros la cualidad de un ataque directo, el espíritu necesario para superar las dificultades y derribar los obstáculos. La tarea es difícil porque incluye muchas tareas y actividades menores; significa un nuevo modo de vivir, una meta y una orientación completamente diferentes a las que hasta ahora hemos perseguido.
            
Lo que en primer lugar se requiere es que cada uno de nosotros descubra un interés supremo, que gradualmente transformará nuestra vida; y entonces lo persiga sin desviarse. Muchos preferirían llamarlo un objetivo supremo, un ideal o estado supremo. Sin embargo, la palabra “interés” es más penetrante, puesto que puede operar en el campo de nuestra experiencia y actividad normal, a la vez que abarca y hasta encuentra un foco principal en lo que está más allá de nosotros. Si nos fijamos un ideal completamente desconectado de nuestras vidas, entonces la causa de todas nuestras cuitas sigue intocada.
            
Podremos tener un ideal; puede ser el de entrar en relación con “Dios” o algún gran Ser. Entonces a ese Ser o ideal lo colocamos aparte de lo que consideramos el rebaño común de la humanidad, hacia el cual nos contentamos con ser indiferentes. Quizá hasta despreciamos a nuestro prójimo, porque nuestro ideal está centrado en ese ideal o Ser que profesamos adorar y servir. Hay así una separación entre el objeto hacia el cual miramos -posiblemente para llenar alguna carencia subconsciente- y los contactos e incidentes de nuestra vida diaria. El objeto no es sino una imagen colocada en un compartimiento de nuestros pensamientos; y nuestras actividades, motivadas como antes, continúan deslizándose por los mismos surcos gastados, abiertos por ellas mismas. Los problemas prácticos de nuestra vida, que surgen de las diversas relaciones en que nos encontramos, no se acercan a su solución sólo con cambiar el foco de nuestro interés a un centro separado e independiente que para ello hemos creado.
            
Todavía nos falta descubrir el verdadero incentivo o la voluntad interna que pueda tener un efecto predominante en nuestras vidas, y que también esté presente en cada circunstancia o incidente. Nuestro ideal debe ser, no el de dejar el mundo antes de haber aprendido a sobrellevarlo y ayudarlo, ni el de escaparnos a algún séptimo cielo; debe ser un ideal que esté siempre presente con nosotros, en cualquier parte y en todas. En cualquier punto de nuestras vidas ese ideal debe capacitamos para convocar las energías necesarias para encarar la situación del momento en la mejor manera posible.
            
Todos los libros que tratan del Sendero espiritual recalcan la necesidad de la dirección única; porque si vagamos de aquí para allá; si los efectos de nuestras diversas acciones se cancelan entre sí; si estamos indecisos respecto al rumbo a seguir; si oscilamos como un péndulo entre pares de opuestos, entonces es obvio que no podemos producir un resultado definido o cumulativo. Si no hay la continuidad de aplicación o de proceso necesario para producir cierta consumación, esa consumación tiene que esperar hasta que tal esfuerzo sea posible. Por lo tanto, una de las “joyas de conducta” requeridas para hollar el Sendero, es la virtud de la dirección-única.
            
Pero esa dirección-única debe ser como el ápice de un coronamiento hacia el cual convergen naturalmente todas las líneas de nuestra acción, aunque cada cual tenga su fin y motivo inmediato. 
El interés supremo que reine en nuestra vida debe absorber todos los demás intereses, pero sin abolirlos. En verdad debe circular por enmedio de ellos y transmutarlos. Todos los amores menores deben convertirse en canales e integrarse en un amor mayor, y así participar de la naturaleza de este último. La dirección-única del hombre verdaderamente espiritual se manifiesta como una universalidad de interés y simpatía que le produce una mente de millares de facetas, como se dijo de Shakespeare por la extraordinaria penetración que muestra dentro de todo tipo de caracteres, vocaciones y experiencias humanas.
            
Si hay una constante aspiración (hacia la Verdad, Dios, estado de Ser, o cualquiera otra cosa) que atraiga dentro de su círculo todo lo demás de menor interés, seremos capaces de vivir de momento a momento con una inspiración que jamás cambia de esencia aunque siempre varia en forma. 
El corazón de la aspiración permanece inalterado, y su cualidad esencial es la misma, aunque su efecto multicolor varía de una a otra circunstancia. Nuestro estado interior debe estar establecido de tal modo que esté siempre abierto hacia el medio del cielo, o, para variar la metáfora, que gire siempre en torno de una estrella polar que corone con sus rayos benéficos cada aspecto de nuestra vida. El interés que brota de la parte más profunda de nuestra naturaleza es el que es capaz de interminable evolución, y puede abarcar todo interés subordinado y subsidiario que se desarrolle a través de los diferenciantes procesos de la vida.
            
Hasta que hayamos descubierto ese centro en nosotros mismos, donde podamos quedarnos fijos, pero desde el cual seamos capaces de mirar en todas las direcciones de nuestra vida, y de nuestra actividad y contactos con el mundo externo, la vida tendrá forzosamente que ser insatisfactoria, por un desequilibrio dentro de nosotros que constantemente nos trastorna y nos corroe. Cada uno de nosotros debe tratar de sondear, tan profundamente como pueda, dentro de sí mismo, para ver cuál es su verdadero interés, y cómo definirlo a la consciencia externa de su mente. Estamos interesados en los amigos, en toda clase de actividades, en el arte, en varias disquisiciones intelectuales. ¿Hay en nuestros corazones algo con un valor que pueda igualmente encontrar expresión por todos estos canales?
            
Existe en lo profundo de nosotros un principio, que en realidad es el corazón mismo de nuestro ser, y que es el origen de toda clase de bien, igualmente para nosotros y para los demás. Si podemos tocarlo, siquiera por un momento, retirándonos de todo lo demás, seremos capaces de extraer de ese momento un sentido de algo de valor imperecedero, presente en todos los seres y cosas, un valor que jamás podremos perder de vista después, en ningún juicio sobre nuestros prójimos, o en cualquier acción que contemplemos tocante a su bienestar, o hasta en el de las criaturas inferiores que están dentro de la fraternidad universal.
            
Lo que se necesita es la unificación de nuestra naturaleza; la armonización de sus diferentes partes, para que constituyan un todo coherente y perdurable. Si cada uno de nosotros se examina sinceramente sus callados pensamientos, sus reacciones hacia personas y cosas, se dará cuenta de lo lejos que está de ese estado de armonía interna, en el cual únicamente es posible la plenitud, y fuera del cual todos sus actos tienen que ser parciales. Lograr la plenitud en nosotros mismos, es ser capaces de vivir plenamente y aplicar la totalidad de nuestro ser y de nuestra consciencia en cualquier punto de nuestro contacto con el mundo externo. Desgraciadamente hemos desarrollado estratos de muy diversas clases en nuestra naturaleza, una capa de dureza aquí y un estrato de arena movediza allí; de modo que por un lado somos duros y resistentes y por el otro demasiado dispuestos a ceder. Algunas cosas nos inquietan y nos excitan, y otras nos dejan inertes e insensibles. Hay en nuestras personalidades el conflicto de una constante contradicción.
            
Los psicólogos modernos hablan de un estado de neurosis, en el que se establece un yo artificial ajeno al yo real, y entonces hay una pugna entre esas dos entidades. Lo que ellos llaman el yo verdadero, y cuya frustración piensan que es la causa-raíz de la enfermedad, no es en verdad el ser real desde el punto de vista más amplio de la Teosofía. Pero los elementos de neurosis, es decir de una dualidad que produce conflictos periódicos, están presentes en todos nosotros, aunque no con la exageración de factores con que se presentan en la personalidad neurótica. Acabar con la dualidad que hay en nosotros, en el sentido de energías discordantes presentes simultáneamente en nuestra naturaleza, es la tarea de la Yoga, que literalmente significa unión o reunificación.
            
La palabra sánscrita “yoga” tiene una variedad de connotaciones; pero el corazón mismo de la yoga, su propósito central, es una armonización; primero de uno mismo, y luego de uno mismo con los demás, que se mantenga aún en medio de la lucha y el conflicto. Habrá diversidad en la superficie, pero el sentido de unidad brota desde adentro, y esa unidad crea un estado de armonía que es como las aguas profundas del océano que permanecen quietas hasta bajo el oleaje embravecido de la superficie. Ese sentido de unidad es el que está en la raíz del amor universal, lo mismo que del interés universal.
            
Nuestra naturaleza íntegra tiene que penetrarse de ese sentido de unidad. Así nos ponemos a tono con la naturaleza de todas las cosas. Antes de que podamos adquirir esa tranquilidad interna, hay que eliminar las causas internas del conflicto. Sin una purificación de nuestra naturaleza entera es imposible poner en recíproco acuerdo sus elementos constitutivos. Sólo lo verdadero puede estar acorde con lo verdadero: por tanto, hay que eliminar lo falso. El purgatorio precede al paraíso, y el paraíso es una dulce armonía de uno mismo. Las cuerdas de nuestra naturaleza pueden ser pocas, pero es posible tocar en ellas una melodía interminable. Purificación, unificación y dedicación -que es la fusión de lo inferior con lo superior- son las tareas que cada cual ha de cumplir por sí mismo.
            
La dedicación no es el estado pasivo de meramente sentirse devoto. Ha de ser la expresión de una voluntad interna, que se traduce en un impulso dinámico en toda facultad. Ha de ser una voluntad inflexible pero muy adaptable, que opere en toda dirección. Toda acción que nazca de esa voluntad interna es acción pura. Nuestras vidas, por importantes que las consideremos, no son sino un preludio de lo que está por venir. El pasado es siempre una preparación para el futuro. Todo lo que construimos con la naturaleza externa no es sino un andamio para un templo interno.
            
Externo e interno: hay en nuestras mentes una división entre estos dos, que no está en la naturaleza de las cosas. ¿A qué quiere nuestra consciencia exteriorizada que nos dediquemos? ¿Al Uno, que es el corazón de todo ser, o a las innumerables multiplicidades que son las expresiones de ese Uno? Es obvio que a ambas cosas. Mientras hagamos una distinción entre las dos, no habremos comprendido rectamente a ninguna de las dos. La acción con un espíritu de amor puro que no provoque reacción, está por encima de los pares de opuestos. El amor al Ser Supremo que está en todo, no puede desligarse de nuestra mejor voluntad y servicio a las manifestaciones de El en quienes nos rodean.
            
Supongamos que conocemos una grande y admirable persona que provoca nuestra más profunda reverencia. Luego conocemos a otra muy diferente, peregrina sin duda de esta tierra, pero agobiada y manchada, harapienta, hablando metafóricamente. Provoca en nosotros una actitud muy diferente. Sin embargo, debiera haber en nosotros cierto sentido de unidad que nos ayude a aceptar en nuestro corazón a esa grande y admirable persona, codo a codo con esa otra cuya existencia parece no tener otro objeto que mostrarnos las extrañas contradicciones de la vida. Esa es la clase de Igualdad, paridad o equilibrio que el Bhagavad Gita dice que constituye la esencia de la Yoga. Tenemos que observar las reacciones que nos producen las dualidades que causan atracción y repulsión, si queremos libertarnos de sus efectos perturbadores.
            
¿Estamos interesados en el servicio, o en el auto-desarrollo? Esta es otra pregunta que no tendría por qué surgir, porque debiéramos percibir que el servicio es una forma de acción, y que el desarrollo es su efecto sobre uno mismo. Debiéramos entender todo el proceso de nuestro crecimiento y floración en términos de dar lo que hay de valor en nosotros y lo necesiten aquellos con quienes entramos en contacto. Tal manera de ver las cosas con igualdad, aplicada a los procesos de la vida aparentemente diferentes, acaba con todas las antitesis.
            
Sólo cuando nos damos cuenta cabal en nosotros mismos, no sólo de las fuerzas que operan abiertamente en la superficie, sino también de los motivos sutiles y de los fines que se insinúan, es cuando podemos colocarnos por encima de los opuestos que son los que producen conflictos y dividen la mente.
            
Se ha dicho que la duda descalifica. La “duda”, en este sentido, no es la de no creer en alguna autoridad o declaración. La duda surge cuando existe un dilema causado por reacciones divididas entre las cuales somos incapaces de discernir.
            
Un estado en el que no haya división, en el que encontremos un camino seguro, es el de un equilibrio interno en el que no hay cambios ni deslizamientos. Si podemos responder a cada circunstancia, no con las diferentes partes de nuestra naturaleza, sino con nuestro ser integro, sabremos inmediatamente hacia qué dirección gravita ese ser internamente, y esa será la dirección de una acción perfectamente equilibrada y completa. La palabra “completa” indica la calidad de una intuición pura. En circunstancias difíciles, cuando hay desacuerdo de consideraciones y confusión en el acto de pesarlas y balancearlas, el modo de determinar el mejor curso de acción no es mediante cálculos, ni pesando y balanceando así las cosas, sino recurriendo a ese centro de gravedad que hay dentro de nosotros y que quiere movernos por la línea de la acción recta y perfecta. Es el hilo de Ariadna de la mitología Griega. Un juicio fiel es un juicio instantáneo, que resume perfectamente, aunque ese juicio nazca de mucha elaboración mental previa. Su pivote es ese centro interno donde reside la sabiduría verdadera.
            
En cualquier situación en que no sabemos cuál es nuestro deber y qué debemos hacer, lo más importante es la claridad del motivo. Si hay recta orientación con respecto a los elementos fundamentales del problema, nos indicará el paso inmediato que debemos dar. Podemos vivir nuestra vida en un estado de amplia ecuanimidad, si hemos descubierto hacia dónde debe orientarse siempre internamente. Para determinar nuestro deber en una contingencia inmediata, necesitamos tener una apreciación del fin o del propósito al que sirve ese deber. Pues lo final y lo inmediato están estrechamente relacionados, si somos capaces de ver esa relación. Lo final no es sino el propósito más profundo, la aspiración fundamental. Está en las profundidades de nosotros mismos, y no en algún sitio distante.
            
La Teosofía nos revela un Plan capaz de sintetizar en sí lo mejor que hay en cada uno. Desde un punto de vista, el Plan incluye no sólo las Ideas Divinas, los arquetipos, sino el conjunto de la evolución, en la que cada bien menor no es sino un peldaño para un bien mayor. Es un plan de perfección que evoluciona desde el bien menor de que cada uno sea capaz en cualquier momento. 
Las formas que evolucionan con tanta paciencia y cuidados, no son sino modelos toscos de las figuras finales. En este proceso, cada uno de nosotros tiene un papel consciente, si es por lo menos capaz de pensar en algo dentro de sí mismo que pueda descubrirse como el supremo Bien, la suprema Verdad, la suprema Belleza. Libertar ese algo, es la consumación, “el divino y lejano evento”, hacia el cual nos movemos todos inconscientemente, vacilantes y hasta tortuosamente.
            
Nuestra gran tarea es descubrir ese algo, en términos de nuestra propia experiencia. No puede ser por meras palabras o frases. Ese descubrimiento hay que hacerlo en el proceso de la vida. Pues la vida es acción, y la manifestación es vida, Sin acción no puede haber realización. Lo que produce la realización es la reacción dentro de nosotros, resultante de la recta acción. Una verdad que no se manifiesta como vida, es una verdad desprovista de poder. Solamente cuando fluye en la forma que la expresa apropiadamente, se manifiesta en esa consciencia que es nuestro ser exteriorizado.
            
Hay en cada uno algo de valor supremos capaz de infinito desarrollo, que perdura por la eternidad, y ese algo puede ser descubierto en cada incidente y circunstancia de la vida. Cuando una persona lo ha descubierto y ha identificado su corazón con eso, ha establecido la integridad y el equilibrio en si misma; desde entonces ya no vive como una sombra de su ser plenario confinada en la cárcel de sus limitaciones, sino como un centro radiante cuyos rayos se posan en toda circunstancia y se reflejan desde todos los ángulos. Bajo esa luz todas las cosas se ven en su verdadera naturaleza y revelan su oculta realidad. Entonces es capaz de percibir, dentro y fuera de él, que todas las cosas son una sola en su esencia más íntima.

N. Sri Ram

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