domingo, 17 de febrero de 2019

Los Sueños - El Ego



Las diferentes piezas del mecanismo, son todas realmente meros instrumentos del ego mientras el dominio de estas sobre ellas esté aún muy incipiente. Importa por ello tener siempre presente que el ego es una entidad en desarrollo, no pasando en la mayoría de nosotros de ser una simple semilla de lo que un día llegará a ser. Una estancia del libro de Dzyan dice: "aquellos que no recibieron sino una chispa permanecerán desprovistos de entendimiento: la chispa brillaba débilmente"; y la señora Blavatsky explica: "aquellos que no recibieron sino una chispa constituyen la base humana que tiene que adquirir su intelectualidad mediante la presente evolución manvantárica" (La doctrina Secreta, Cap. 2).

En el caso de la mayoría, la chispa está ardiendo aún muy floja, y muchas eras transcurrirán antes de que su lento crecimiento alcance el estado de una llama fija y resplandeciente. Es verdad que en la literatura teosófica hay pasajes que parecen dar a entender que nuestro ego superior no necesita evolución, siendo ya perfecto y divino en su propio plano; pero donde quiera que tales expresiones hayan sido usadas sea cual fuera la terminología empleada, debe aplicarse tan sólo al alma, el verdadero dios dentro de nosotros, que, ciertamente, está mucho más allá de la necesidad de cualquier especie de evolución de la que podamos saber.

El ego reencarnante, sin duda evoluciona, pudiendo ser claramente visto el proceso de su evolución por los que desarrollaron la visión clarividente, en la medida necesaria a la perfección de lo que existe en los niveles superiores del plano mental. Como ya fue observado, es de materia de este plano (si le podemos dar el nombre de materia) de lo que se compone el cuerpo causal, relativamente permanente, que el ego lleva con él a través de nacimientos y nacimientos hasta el estadio final evolutivo humano. Pero aunque todo ser individualizado deba poseer necesariamente cuerpo causal (pues es su posesión lo que constituye la individualidad), la apariencia de ese cuerpo no es la misma en todos los casos: en el hombre común no desarrollado sus contornos son imprecisos, y malamente se distinguen incluso entre los dotados de visión que les abra los secretos de aquel plano; por lo tanto no pasa de ser una simple película incolora, apenas lo bastante para mantener su conexión y constituir una individualidad reencarnante y no más.

Sin embargo, cuando el hombre comienza a desarrollar su intelectualidad, o incluso su intelecto superior, sobreviene un cambio. El Individuo real comienza a tener una característica propia, y las partes de las que fueron modeladas en cada una de sus personalidades por las circunstancias ambientales, inclusive la educación: y aquella característica es representante por el tamaño, color, luminosidad y precisión del cuerpo causal, del mismo modo que de la personalidad se muestra el cuerpo mental, con la diferencia de que el primer vehículo superior es naturalmente, más bello y sutil (véase "Ibidem", lámina XXI). Sobre otro aspecto difiere también de los cuerpos inferiores: en ninguna de las circunstancias ordinarias puede el mal manifestarse a través de él.

El peor de los hombres ha de mostrarse en este plano superior solamente como entidad no desarrollada; sus vicios, aunque transmitidos de vida a vida, no pueden manchar su vehículo superior, apenas volverán más difícil el desarrollo de las virtudes opuestas. Por otro lado, la perseverancia en el camino recto se refleja inmediatamente en el cuerpo causal; en el caso del discípulo que progresó en la senda de la santidad, es una visión maravillosa que transciende toda concepción terrenal (Ipid., lámina XXVI); y en el adepto, es una deslumbrante esfera de luz y de vida, cuya gloria radiante no hay palabras que lo describan. Aquel que contempló una vez un espectáculo tan sublime como este y puede también ver a su alrededor individuos en todas las fases de desarrollo desde esa película incolora de la persona vulgar, jamás alimentará dudas en cuanto a la evolución del ego reencarnante. El poder que tiene el ego sobre sus diversos instrumentos y, por lo tanto, la influencia que en ellos ejerce, es naturalmente poco apreciable en los estados iniciales. Ni su mente ni sus pasiones están sobre su control total; en verdad, el hombre común casi no hace esfuerzos para frenarlos, sino que se deja llevar por aquí y por allá, como sugieren sus pensamientos o deseos de orden inferior. De esto se difiere porqué en el sueño las diferentes piezas del mecanismo se encuentran libres para operar casi enteramente por cuenta propia, sin dependencia del ego, y el estado de su progreso espiritual es uno de los factores que tenemos que ponderar en la cuestión de los sueños.

Es importante considerar también la parte que el ego desempeña en la formación de nuestras concepciones de objetos externos. Debemos recordar que las vibraciones de los hilos nerviosos simplemente se limitan a comunicar impresiones al cerebro, y que pertenece al ego, actuando a través de la mente, la tarea de clasificarlas, combinarlas y recombinarlas. Cuando por ejemplo, yo miro por la ventana y veo una casa y un árbol, inmediatamente las identifico, aunque la información transmitida a mí por los ojos sea por si sola insuficiente para esta identificación. Lo que sucede es que ciertos rayos luminosos (esto es, corrientes de éter vibrando en determinada longitud de onda) son reflejados por aquellos objetos e hieren la retina de mi ojo, y los hilos nerviosos sensibles se ocupan de conducir estas vibraciones al cerebro. ¿Pero qué es lo que ellos nos tienen que decir?
La información que realmente transmiten es la de que en determinada dirección existen bloques de colores variados, limitados por contornos más o menos definidos. Es la mente la que en virtud de experiencias pasadas, es capaz de discernir que un objeto particular de superficie blanca representa una casa, y otro rodeado de verde a un árbol; y que son ambos probablemente de uno u otro orden de tamaño, situándose a esta o aquella distancia de donde me encuentro.

Aquel que es ciego de nacimiento, que adquiere la visión por medio de una operación, queda durante largo tiempo sin saber que son los objetos que ve, y no puede enjuiciar a que distancia se encuentran. Se da el mismo caso con los recién nacidos. Les vemos muchas veces queriendo agarrar cosas que están fuera de su alcance (la luna por ejemplo); pero a medida que van creciendo, aprenden inconscientemente por la experiencia, el tamaño probable de las formas por él vistas. E incluso las personas adultas pueden con facilidad engañarse en cuanto a la distancia y la dimensión de cualquier objeto que no les sea familiar, especialmente si lo ve con luz difusa e incierta. Se comprende por lo tanto que la visión sólo por sí misma, no es en absoluto suficiente para una percepción exacta; y que el discernimiento del ego, actuando a través de la mente, es lo que conduce a la identificación de las cosas vistas. Y ese discernimiento, además de esto, no es un instinto peculiar de la comparación inconsciente de muchas experiencias, puntos que deben ser objetos de cuidadosa atención cuando lleguemos a la próxima división de nuestro asunto.


C.W. LEADBEATER

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