Una de las más hermosas características de la
Teosofía es la de representar a las gentes de un modo más racional las verdades, para ellas
realmente provechosas y consoladoras, de las religiones en cuyo seno crecieron
y se educaron. Muchos de los que rompieron la crisálida de la fe ciega, y en
alas de la razón y del instintivo criterio se remontaron al más elevado nivel
de nobilísima y libérrima vida intelectual, echaron de ver, sin embargo, en el
proceso de este glorioso aventajamiento, que al renunciar a las creencias de su infancia perdieron la poesía y encanto de la existencia.
No obstante, si sus vidas fueron en lo pasado
suficientemente buenas para aprovechar por ellas la oportunidad de recibir la
benéfica influencia de la Teosofía, muy pronto se percatarán de que no lo
perdieron todo, sino que aun ganaron en exceso; que la gloria y la belleza y la
poesía resplandecen allí con mayor intensidad de lo que hubiesen podido esperar
antes de entonces; y no ya como placentero sueño del que en cualquier tiempo
les despierta bruscamente la fría luz de los sentidos orgánicos, sino como
verdades de naturaleza investigable, que cuanto mejor comprendidas llegarán a
ser más robustas, perfectas y evidentes.
Notable ejemplo de esta beneficiosa acción de la
Teosofía es la manera cómo el mundo invisible (que antes de anegarnos la ola
enorme del materialismo fue considerado como fuente de todo auxilio humano) ha
sido restituido por ella a la vida moderna.
La Teosofía demuestra que no son meras
supersticiones sin significado alguno, sino hechos naturales con fundamento
científico, las creencias, consejos y tradiciones populares respecto de los
trasgos, duendes, gnomos, hadas y espíritus del aire, del agua, de los bosques,
montañas y cavernas.
A la eterna pregunta de si el hombre vive después de
muerto, responde la Teosofía con científica exactitud, y sus enseñanzas acerca de la
naturaleza y condiciones de la vida de ultratumba irradian efluvios de luz sobre muchos
problemas metafísicos que, por lo menos para el mundo occidental, estaban
aprióricamente sumidos en impenetrables tinieblas.
Nunca será ocioso repetir que en punto a estas
enseñanzas relativas a la inmortalidad del alma ya la vida futura, se coloca la Teosofía en posiciones
totalmente distintas de las que ocupan las religiones confesionales; pues no
apoya estas profundas verdades en la única autoridad de antiquísimas Escrituras
o Libros sagrados, sino que prescindiendo de opiniones ultrapiadosas y
especulaciones metafísicas, se atiene a hechos positivos y reales y tan a
nuestro alcance como el aire que respiramos o las casas en que vivimos; hechos
que muchos de nosotros experimentamos constantemente y que son la cotidiana ocupación de algunos de nuestros estudiantes.
Entre las hermosas ideas que la Teosofía nos ha
restituido, aparece preeminentemente la de la gran acción auxiliadora de la
naturaleza. La creencia en ella ha sido universal desde los albores de la
historia, y aun hoy lo es si exceptuamos los estrechos recintos religiosos del
protestantismo, que ha desolado y entenebrecido la conciencia de sus fieles con
el empeño de negar la natural y verdadera idea de los mediadores, reduciendo
toda comunicación espiritual a la directa entre el hombre y la Divinidad, con
lo que el concepto de Dios quedó indefinidamente degradado y el hombre sin
auxilio.
No se necesita mucho esfuerzo de meditación para
comprender que la vulgar idea de Providencia, el concepto de una correveidílica
intervención entre el Poder central del universo y el resultado de sus propios
decretos, supondría parcialidad o privilegio, y, por lo tanto, la interminable
serie de males que de ella necesariamente dimanarían.
Libre de esta objeción se halla la Teosofía, porque
enseña que el hombre sólo recibe auxilio cuando por sus pasadas acciones lo
merece, y que aun así, lo recibirá únicamente de los seres en superior cercanía
a su nivel psíquico. Esta enseñanza nos conduce a la inmemorial y ya lejana
idea de una no interrumpida escala de seres que desde el Mismo Logos desciende
hasta el polvo que huellan nuestros pies.
La existencia de Protectores invisibles ha sido
reconocida siempre en Oriente, aunque se les haya designado con diversos nombres y atribuido
diferentes caracteres según los países.
Aun en Europa dan prueba de esta misma creencia las
continuas intervenciones de los dioses en los asuntos humanos, como relatan los
historiadores griegos. También la leyenda romana atribuye a Cástor y Polux
mediación favorable a las legiones de la naciente república, en la batalla del
lago Regilo.
Semejantes creencias no desarraigaron al terminar la
edad antigua, sino que tuvieron sus legítimas derivaciones en los tiempos medievales,
como lo demuestran las apariciones de santos en el momento crítico de las batallas para mudar la suerte de las armas en favor de las huestes cristianas; o
asimismo los ángeles de la guarda que en ocasiones salvan a los peregrinos de
peligros inevitables sin el celeste auxilio.
Charles Webster Leadbeater
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